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En el día de las elecciones

Elogio del voto inútil

Fuentes: Rebelión

Cuando en momentos electorales como este alguien me coloca en la garganta la navaja del voto útil, inmediatamente levanto las manos para que el atraco político que pretende perpetrar conmigo sea lo más incruento posible. No es exageración. Quien está dispuesto a apelar a la coacción moral del voto útil es porque desea el poder […]

Cuando en momentos electorales como este alguien me coloca en la garganta la navaja del voto útil, inmediatamente levanto las manos para que el atraco político que pretende perpetrar conmigo sea lo más incruento posible. No es exageración. Quien está dispuesto a apelar a la coacción moral del voto útil es porque desea el poder por encima de todo, y quien quiere el poder a toda costa llega al atraco político si necesario fuera. Entiéndase, no obstante, el sentido metafórico de la expresión, pues no hay que olvidar que -gracias a Dios- nos movemos en un contexto formalmente democrático.

Me dirán que todos los partidos que se presentan a unas elecciones lo hacen porque aspiran al poder en mayor o en menor medida. Cierto. En principio esas son la reglas del juego y es normal y justo que un partido desee que los ciudadanos lo consideren el más capacitado para resolver sus problemas y lo voten. Pero están los que entran en campaña como una opción más -indudablemente la mejor, en su opinión-, y piden el voto porque consideran que su programa es la clave para hacer más felices a la mayoría de los ciudadanos, y están los que arrollando el principio de la libre competencia -que por otra parte suelen defender con ahínco en otros aspectos de la vida, el económico por ejemplo- apelan al voto útil, tratando de atraer con este señuelo a los electores para que, incluso no estimando que su programa sea el mejor -o sea, considerando que puede haber alguno mejor- los voten para evitar lo que ellos mismos maniqueamente presentan como un mal mayor, es decir, que triunfe su rival mejor colocado.

EL VOTO ÚTIL DE LA IZQUIERDA. 

Valga lo anterior de introducción general al tema, pues a partir de ahora voy a centrarme en una variante del atraco, que es la invocación que algunos -excúsenme de nombrarlos- hacen al voto útil de la izquierda.

Amigos tiene uno que estos días no han tenido el menor empacho en pedirle el voto, argumentando precisamente la utilidad de dárselo a su partido y no a la opción por la que uno siente menos desconfianza. (Iba a decir por la que uno en conciencia votaría, pero vamos a dejar algo tan serio como la conciencia al margen de estas zarandajas.) Tal nivel de grosería sólo se puede perdonar a los amigos, que aparte de serlo para causarnos satisfacciones también lo son para darnos algún pequeño disgusto de vez en cuando. Pero a quien uno no está dispuesto a perdonárselo es a esa jauría vociferante de telepredicadores en celo que desde hace un mes nos está atosigando con sus jeremiadas diversas, entre ellas la de los apóstoles del voto útil de la izquierda, como alternativa descalificadora de otros programas y opciones, también de izquierdas pero contrarios a los suyos.

No pretendo descubrir el Mediterráneo afirmando que la democracia realmente existente está en crisis, y que uno de los aspectos de esa crisis nace precisamente de la consideración de las elecciones como un mero ritual formalista, sin verdaderas garantías democráticas, en el que todo vale -mentira, demagogia, coacciones, desigualdad de medios- para conseguir el triunfo. Viene a mi mente una frase descriptivamente feliz del sociólogo Carlos Díaz: «Esperar que la política se reduzca al juego cuatrienal de la urna es hacer política de urna funeraria, con las cenizas de la ciudadanía difunta administradas por los necrófilos». Pues bien, estos necrófilos de la pseudoizquierda nos están pidiendo ahora un cadáver, incorrupto como el de Sor María de Jesús la monja lagunera, para usarlo de amuleto preservador de su poder, como sus antecesores de antaño usaban el brazo momificado de Santa Teresa de Ávila. A ese cadáver es a lo que llaman voto útil.

Por mi parte, cuando oigo a estos sujetos adjetivar el voto echo mano al bolsillo de la cartera para cerciorarme de que sigo conservándola. Porque pienso, sin excesivo temor a equivocarme, que lo que consideran útil en política no tiene por qué ser distinto a lo que consideran útil en otras esferas de la vida. Y lo útil para ellos, por ejemplo, ha sido que el despido laboral sea lo más barato posible, que los sueldos de los trabajadores suban lo menos posible, que los contratos de trabajo sean lo más precarios posible y que todo ello redunde en que los beneficios de las empresas sean lo más altos posible. Naturalmente -y esta es la vertiente social de su proyecto- para que los empresarios empleen parte de la pasta acumulada no tanto en comprarse yates y levantarse palacetes en paraísos fiscales, sino en invertir en sus negocios, dar trabajo al que no tiene y resolver así el problema del paro. Pero es precisamente ahí por donde se rompe la cadena de tanta utilidad.

EL VOTO INÚTIL. 

Ante los resultados y las perspectivas  de ese voto útil, menester es levantar la bandera del voto inútil, siquiera sea por no seguir tropezando en la misma piedra, que tenemos las rodillas del alma en carne viva de tanto batacazo. Además, lo útil en nuestra mercantilizada sociedad es por regla general un simple valor de cambio, mientras que lo inútil resulta a menudo un valor en sí, de una importancia vital sin paliativos. Por otra parte, lo útil se asocia generalmente a lo productivo y esto a lo obligatorio, mientras que lo inútil suele confundirse con lo meramente placentero, y por tanto prescindible. El trabajo, por ejemplo, es útil. A los privilegiados que pueden ejercerlo les permite tener unas perras a fin de mes -menos de las que se suele necesitar en la mayoría de los casos, pero peor es no tenerlas-, para subvenir sus necesidades familiares y personales. Verdad es que muchas veces las condiciones en las que se trabaja contribuyen a amargar la vida, siendo causa de estrés, neurastenias y hasta úlceras de estómago en casos extremos. Pero esos se consideran gajes del oficio.

El ocio -y he aquí otro ejemplo- es algo inútil. A no ser que sea el estrictamente necesario para reponer fuerzas y volver al tajo. Leer un poema o una novela, oír música, contemplar una exposición de pintura o admirar la belleza de un paisaje, no encaja dentro de lo que usualmente se considera productivo. Pero son cosas que hacemos con gusto cuando las hacemos. Y es que la sal de la vida -lo que nos produce goce, placer o divertimiento- está compuesta fundamentalmente de cosas inútiles, cosas que hacemos porque queremos, sin que nadie nos coaccione. Y cuando hacemos algo inútil -pasear con nuestro perro, conversar con los amigos, jugar con nuestros hijos o incluso escribir paridas como esta-, ejercemos verdaderamente nuestra libertad.

Por eso, llevemos esta inutilidad también a las elecciones. Convirtamos el acto de votar en un pequeño placer, que bastantes obligaciones tenemos ya para echarnos encima otras nuevas, y  a la hora de decidir nuestro voto hagámoslo libremente, sin otra condición que nuestro propio convencimiento reflexivo sobre la mejor o menos mala de las opciones en liza. No estoy pidiendo al ocioso y amable lector -si alguno hubiere con la suficiente paciencia para haber llegado hasta aquí- que vote por alguien en concreto -¡líbreme Dios de tamaño desafuero!-, sino que vote por quien más lo convenza, al margen de ajenas e interesadas comederas de coco sobre la utilidad o inutilidad de su voto.

Yo, si  el domingo próximo me levanto de humor, es lo que pienso hacer.