Lice, un municipio kurdo de unos 10.000 habitantes en el sudeste de Turquía, está prácticamente tomado por el ejército turco. Una tanqueta con ametralladoras vigila la entrada al recinto de las viviendas militares, rodeado completamente de sacos terreros; la siguiente manzana es el cuartel de la Gendarmería, igualmente fortificado, y por todo el pueblo hay […]
Lice, un municipio kurdo de unos 10.000 habitantes en el sudeste de Turquía, está prácticamente tomado por el ejército turco. Una tanqueta con ametralladoras vigila la entrada al recinto de las viviendas militares, rodeado completamente de sacos terreros; la siguiente manzana es el cuartel de la Gendarmería, igualmente fortificado, y por todo el pueblo hay barracones e instalaciones militares. Incluso la escuela está cercada con alambre de espino. Los hombres del pueblo beben té con gesto circunspecto en uno de los pocos cafés abiertos del lugar y miran con extrañeza a los escasos forasteros que se acercan: «No, aquí no hay ni hoteles ni pensiones, es mejor que sigáis vuestro camino».
La elevada presencia militar en Lice se explica porque se trata de un punto estratégico en el paso entre la ciudad de Diyarbakir, la capital oficiosa de los kurdos de Turquía, y las montañas de Genç y Bingöl, donde se refugian militantes del grupo armado Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), en guerra contra el Estado turco desde 1984. Veinticinco años de conflicto que ya se han cobrado más de 40.000 vidas. Una de las últimas fue la de Ceylan, una niña de 15 años, que el pasado 28 de octubre, salió de su aldea, situada entre Genç y Lice, y llevó a pastar un cordero al bosque. Poco después, los aldeanos oyeron una fuerte explosión y corrieron al lugar. Encontraron a Ceylan destrozada por un proyectil de mortero lanzado -según ellos- durante unas maniobras del ejército.
Desde la captura en 1999 del líder histórico del PKK, Abdullah Öcalan, ha disminuido la intensidad del conflicto armado entre las fuerzas de seguridad turcas y la guerrilla kurda. Aún así el goteo de muertes de soldados, militantes del PKK y ciudadanos de a pie continúa como una herida abierta. De ahí que el gobierno de Recep Tayyip Erdogan haya decidido poner en marcha la llamada «iniciativa kurda» o «democrática» y comenzar consultas con partidos políticos, sindicatos y asociaciones de derechos humanos para terminar el conflicto de una vez por todas. «Tenemos una oportunidad histórica, no podemos dejarla pasar», dijo el presidente turco, Abdullah Gül, en mayo.
«La gente tiene esperanza», explica Deniz, un joven de Van, ciudad cercana a la frontera de Irán. Sin embargo, todavía son muchos los kurdos que no confían en las buenas palabras del gobierno, especialmente aquellos que son miembros o simpatizan con el Partido de la Sociedad Democrática (DTP), una formación nacionalista kurda que, desde 2007, tiene un grupo propio en el parlamento de Ankara por primera vez en la historia de Turquía. «El pueblo kurdo tiene cierta desconfianza en esta nueva iniciativa, porque han sido muchos los gobiernos que han anunciado medidas para solucionar el conflicto, pero luego no han cumplido su promesa», explica el alcalde de Karliova (Bingöl), Ferit Çelik, al que el resto de fuerzas políticas boicotean por ser del DTP. «Desde el Estado se ha intentado demonizar al PKK pero sin el PKK no habríamos conseguido nuestros derechos. Por mucho que lo nieguen, el PKK es el representante de los kurdos y debe ser el interlocutor en este proceso».
Öcalan, encarcelado de por vida en la isla-prisión de Imrali, anunció que en agosto publicaría una hoja de ruta para conseguir que el PKK renunciase a la lucha armada a cambio de mayor autonomía para la región kurda, pero el gobierno rechaza de plano mantener cualquier negociación con un grupo que, igual que la UE y EEUU, considera terrorista.
Algo a lo que también se oponen los kurdos que no comulgan con el DTP, por ejemplo aquellos que participan en la Guardia Rural, un cuerpo de 80.000 paramilitares kurdos leales al gobierno de Ankara que el ejército utiliza en sus operaciones contra el PKK. «Si su objetivo es defender los derechos de los kurdos, ¿por qué matan a kurdos?», se pregunta Ziya Yener, un guardia rural retirado. Y no le falta razón: la mayoría de las víctimas del PKK son los propios kurdos. Sobre todo durante la década de los 1990, cuando la organización armada juró arrasar todas las aldeas que colaborasen con el gobierno central por «fascistas».
Uno de los obstáculos más graves para la solución del conflicto es la estructura feudal que impera en la región. En la carretera que comunica Bingöl y el pueblo de Karliova, los verdes prados de las montañas comienzan a amarillear con la llegada del otoño. Unos pastores nómadas del clan Berita descienden de las cimas, donde han pasado el verano con su ganado, e instalan las yurtas -grandes tiendas de campaña- en el valle bajo la atenta mirada del anciano Abdülselam. Aquí, las asambleas de ancianos son quienes dirigen la vida familiar, dan el visto bueno a los matrimonios y hasta deciden sobre la vida o la muerte de los miembros del clan que han cometido una falta, denuncia una feminista de Van.
Abandonada a su suerte durante muchos años y olvidada por las inversiones del Estado, la región permanece inmersa en el conservadurismo y el atraso. «El PKK se queja de que el estado no invierte en la educación pero los kurdos, por una parte, y por otra quema las escuelas, destroza los transportes públicos y mata a profesores.», denuncia Ziya Sözen, presidente de la asociación de víctimas del terrorismo de Bingöl. Y el problema es que tanto el gobierno de Ankara, como los partidos políticos -incluido el DTP, a pesar de definirse como progresista- sacan provecho de esta situación enfrentando a los clanes pro-PKK con aquellos contrarios o comprando los votos de familias enteras.
Lo cierto es que en los últimos meses se ha instalado un diálogo abierto en torno a la resolución del conflicto gracias a la apertura de TRT6 (un canal de la televisión pública en kurdo), al comienzo de la restitución de los antiguos nombres kurdos a los pueblos del sudeste, a la promesa de abrir la universidad a la enseñanza del kurdo y a la tregua decretada por el PKK, aunque no reconocida por Ankara. Pero todavía queda mucho por hacer. «La gente tiene esperanza en la iniciativa y cree en ella, pero al final el resto de partidos de la oposición (nacionalista turca) no permitirá al gobierno que resuelva el conflicto porque hay mucha gente viviendo de él, también entre los kurdos», se queja Haci, camarero en un restaurante de carretera: «En el oeste de Turquía ganan 20 euros al día; aquí yo trabajo 12 horas, sin fiestas ni domingos, y cobro 10. Esa es la diferencia».