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En defensa de Jordi Borja

Fuentes: Rebelión

Gregorio Morán publicó el pasado sábado 29 de septiembre la segunda parte de «La derrota del caimán» [1]. Un breve apunte. El autor de El maestro en el erial abre su sabatina con tono vibrante y voz de bajo: Santiago Carrillo fue mucho, señala, y el que diga lo contrario miente o lo ignora. En […]

Gregorio Morán publicó el pasado sábado 29 de septiembre la segunda parte de «La derrota del caimán» [1]. Un breve apunte.

El autor de El maestro en el erial abre su sabatina con tono vibrante y voz de bajo: Santiago Carrillo fue mucho, señala, y el que diga lo contrario miente o lo ignora. En su opinión, «buena parte de esos señores, hoy talludos, que se jactan de su soberanismo, bebieron de él hasta la beatería».

Y a continuación la autocita a la que nos empieza a tener acostumbrados. Hace años, nos recuerda, escribió «que el día que Carrillo recibió a la plana mayor de Bandera Roja -una de las nutrientes políticas del periodismo desvergonzado que estamos viviendo en Catalunya-, Jordi Borja recogió el cigarrillo que ofreció Santiago y lo guardó como recuerdo». Es una anécdota, admite, pero tratándose del país donde Eugenio d’Ors «marcó la diferencia entre anécdota y categoría, merece la pena detenerse».

Y don Gregorio se detiene por supuesto. Borja no fuma, o al menos no fumaba, comenta. «Pero esa tradición religiosa que empalma con el carlismo, la fe, la tradición, el magisterio de los sabios que supuestamente han leído las escrituras -Marx, Engels, Lenin, también el estrangulador de París y el sucedáneo de Marta Harnecker- ejercía su capacidad de seducción». Después de muchos años, prosigue, y, también por supuesto, cuando la veteranía -como en la mili- es un grado, «puedo decirlo con la misma convicción que Bertrand Russell enunciaba sus apotegmas. «Detrás de todo antiguo Bandera Roja latía un trepa». Y la política se hizo para gente con ambición de futuro. La militancia del PCE constituía un personal más vulgar, clase de tropa con aspiraciones de chusquero». Eso sí, admite finalmente, hubo excepciones.

No sé si Jordi Borja fumaba o fuma. No sé si Morán estaba presente cuando según parece recogió el cigarrillo ofrecido por Santiago Carrillo. Desconozco si se lo guardó o no. Tengo dudas si Morán, estando tal vez presente, contempló la escena con sus ojos de ahora. No sé a qué tradición (acaso a la reaccionaria y española) se está refiriendo. No a qué viene apuntar de nuevo el manido paralelismo Marx-Engels-Lenin y las escrituras. Se me escapa también a qué viene meterse de nuevo con Marta Harnecker y su manual de materialismo histórico. Y, me sorprende mucho, que Morán cite a alguien con prosa y ánimo tan distante como Bertrand Russell. Pelillos a la mar. Es el estilo de don Gregorio.

Ahora bien, el apotegma que Morán enuncia, dice, con convicción -«Detrás de todo antiguo Bandera Roja latía un trepa»-, parece implicar que Jordi Borja es uno de ellos, uno de los trepas que describe o critica. Y no es el caso.

No he seguido con detalle toda la trayectoria política de Jordi Borja. He vivido con enorme distancia muchas de sus posiciones políticas y con alguna distancia algunos de sus posicionamientos actuales. No todo lo realizado en el Ayuntamiento barcelonés me parece destacable. Pero, sin hacer apología de nadie e intentando no estar cegado por nada, el gran urbanista barcelonés está lejos de ser un trepa. Desde hace años, muchos años, se le puede ver en las calles de Barcelona apoyando todo acto, lucha y manifestación que tenga que ver con la izquierda resistente, republicana y antineoliberal. Sus miradas críticas a la historia del pujolismo y Convergència son agua bendita del cielo. Con el tiempo, la mayoría nos solemos hacer más conservadores; con el tiempo, algunos, una ínfima minoría, enrojecen más. Jordi Borja está entre estos últimos. Curiosamente, Francisco Fernández Buey, máxima expresión del anti-trepa, me lo comentó en repetidas ocasiones en sus últimos años: ¡Mira Salva que me he discutido con Jordi Borja veces y veces, mira que hemos estado distanciados políticamente, pero me alegra mucho -¡mucho!- verle ahora en las mismas manis y defendiendo cosas muy pero que muy parecidas a las que yo defiendo!

El escrito de GM prosigue con pasos tan propios del curioso estudiosos de Barrett como el siguiente: «Santiago tenía un olfato excepcional. Mientras otros veían la hierba crecer, él detectaba la ambición del competidor. Había nacido a la política siendo adolescente y esa categoría te convierte en un escéptico opaco, clandestino incluso para los más íntimos, que no tuvo. Los más cercanos, Fernando Claudín en un tiempo, con el que compartió vivencias, incluso dos novias, hermanas y argentinas, o Teodulfo Lagunero, un perillán, listo y pendenciero. Los barrió el tiempo; duraron lo que dura una necesidad».

Si dos protones de prudencia, un quark, sólo un quark de documentada bondad y un pelín menos de resentimiento acompañaran las sabatinas de Gregorio Morán, los lectores saldríamos ganando en información crítica y en ecuanimidad. Incluso nos podríamos evitar pasos tan masculinos como el siguiente: «La muerte de Franco le conmocionó, como a todos los que estaban en la pomada, pero no como a esos graciosos acojonados que aseguran ahora haber descorchado botellas de champán, sino porque el peso de la muerte del Caudillo condicionaba el futuro de tal modo que hacía imposible la confrontación». Y no es el único por supuesto: «El PCE se presentaba como un partido viejo, Dolores Ibarruri, el patético Alberti, Ignacio Gallego, Carrillo, el inefable Wenceslao Roces, que saldría corriendo al borde del infarto… Parecía una pasarela de la derrota de 1939, en un momento en el que contaba con el elenco, valga la expresión de cabaret, de lo más joven y audaz de la sociedad española».

Y, como era de prever el truco-final de la sabatina es estoque final marca de la casa Morán: «Pero barrer el pasado era también barrerle a él. Lo destrozó todo; hizo la más torpe campaña electoral que nadie se podía imaginar. El cambio entre un partido en la clandestinidad, que él dominaba, y uno en la legalidad le había roto el esquema. Lo de menos era la aceptación de banderas, monarquías y signos del pasado -¡mucho más que eso aceptó Togliatti en 1944!-, pero él era un táctico de Gijón» [la cursiva es mía].

Nota:

[1] Gregorio Morán, La derrota del caimán (2), La Vanguardia, 29 de septiembre de 2012.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.