Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
Las relaciones entre israelíes y palestinos se han hundido en una peligrosa melé de ataques y asesinatos de revancha, con la violencia de estas últimas semanas centrada en Jerusalén. La ciudad, proclamada por Israel como su «capital indivisible», se ha visto asolada por los enfrentamientos entre la policía israelí y los residentes palestinos desde el pasado verano, cuando un muchacho palestino de 16 años, Mohammad Abu Jdeir, fue quemado vivo por extremistas judíos.
Posteriores ataques palestinos culminaron la pasada semana en un tiroteo y apuñalamiento por parte de dos primos en una sinagoga, matando a cuatro judíos y a un policía israelí. En una atmósfera tal, ambas partes han advertido de que el conflicto político se está convirtiendo en religioso.
Mahmud Abbas, el presidente palestino, avisó de que los intensificados esfuerzos de Israel para ampliar su control sobre el recinto de la mezquita de Al Aqsa en la Ciudad Vieja de Jerusalén, incluyendo la imposición de severas restricciones al culto musulmán, estaban abocando a la región a «una nociva guerra religiosa».
Yoram Cohen, el jefe del servicio de inteligencia israelí Shin Bet, coincidió con esa opinión. La pasada semana advirtió de que Israel estaba atizando el enfrentamiento religioso al animar a los judíos a rezar en el lugar a pesar de las objeciones rabínicas.
Pero a pesar de estas advertencias, el gobierno israelí anunció hoy que estaba redactando una ley que prohibiría la presencia de guardias musulmanes en la explanada, a fin de facilitar aún más las visitas de los judíos.
Mientras tanto, los ministros del gobierno acusaron a Abbas de «incitación» religiosa y de ser el autor intelectual de la violencia en Jerusalén.
Ari Shavit, un influyente analista israelí, también culpó de lo que calificó como «guerra santa» emergente, no a las opresivas políticas israelíes sino a la extensión del extremismo islamista.
Shavit y otros israelíes han preferido pasar por alto los paralelismos obvios entre los asesinatos de la pasada semana y un incidente aún más grave de hace veinte años cuando Baruch Goldstein, un colono israelí, entró en la mezquita de Ibrahim en la ciudad de Hebrón, Cisjordania, con su uniforme de capitán del ejército israelí y abrió fuego contra los fieles musulmanes, matando a 29 e hiriendo a 125.
Uno sólo puede preguntarse por qué la cronología de la guerra santa de Shavit no abarcó la masacre de Goldstein ni refirió las oleadas de ataques, incluyendo incendios provocados, que a partir de ese momento llevaron a cabo los colonos contra los lugares musulmanes y cristianos de culto.
La respuesta de Israel frente a esas dos masacres ayuda bastante a aclarar las causas fundamentales del reciente estallido de violencia.
En Hebrón fueron los palestinos, y no los colonos, quienes pagaron el precio de la carnicería de Goldstein. Israel dividió la mezquita de Ibrahim para crear un espacio judío de oración, cerrando a cal y canto el centro comercial de Hebrón, desplazando a miles de residentes palestinos.
Tras la masacre, en vez de sacar a los colonos de los territorios ocupados, Israel permitió que sus cifras crecieran a un ritmo de récord.
Aunque el grupo antiárabe Kach al que Goldstein pertenecía fue ilegalizado, ha continuado operando abiertamente en los asentamientos, incluido Jerusalén. La tumba de Goldstein, próxima a Hebrón, es un lugar de peregrinaje de miles de religiosos judíos.
Los palestinos, no los israelíes, son de nuevo quienes están sufriendo, en esta ocasión tras el ataque de la semana pasada a la sinagoga.
Israel ha empezado a demoler las casas de los involucrados en los recientes ataques y está redactando leyes para meter en la cárcel, en condenas de hasta veinte años, a quienes tiran piedras, y para castigar también duramente a los padres de aquellos que son aún demasiado pequeños como para meterlos en prisión.
El domingo, el ministro del interior revocó la residencia en Jerusalén de un palestino acusado de haber llevado en su coche hasta Tel Aviv a un suicida-bomba hace trece años, un preludio, según el primer ministro Benjamin Netanyahu, de muchas más revocaciones de ese tipo.
Israel está preparándose también para relajar los controles de armas a fin de permitir que miles de israelíes más puedan llevar armas en un momento en que los conductores palestinos de taxis y autobuses afirman estar siendo regularmente atacados. La pasada semana un conductor de autobús murió en circunstancias sospechosas, y los palestinos aducen que se trató de un linchamiento.
No debería ser ninguna sorpresa que Jerusalén se halle en el ojo de la tormenta. Durante más de una década ha servido de laboratorio de la derecha israelí para experimentar con un modelo de desesperación política diseñado a fin de conseguir que los palestinos se sometan o se marchen.
Las demoliciones de casas palestinas y la construcción de asentamientos para judíos, la brutal actuación policial y el fomento de la delincuencia como forma de reclutar colaboradores están produciéndose de forma más rápida y más agresivamente en Jerusalén que en cualquier otro lugar de los territorios ocupados.
Desde que estalló la segunda Intifada en 2000, Jerusalén Este se quedó huérfana políticamente. Israel expulsó a la Autoridad Palestina y encarceló o deportó a los dirigentes de Hamas cuando intentaron llenar el vacío. Desde entonces, los palestinos de Jerusalén se han quedado indefensos frente a las intrigas israelíes.
Netanyahu y la derecha no hacen ningún secreto de su deseo de exportar un modelo similar a Cisjordania, erosionando gradualmente lo poco que aún controla la Autoridad Palestina. Pero la espiral de violencia en Jerusalén ha puesto de manifiesto la paradoja del núcleo de su estrategia.
La ira palestina en Cisjordania es tan intensa como en Jerusalén, pero las fuerzas de seguridad de Abbas todavía tienen la voluntad y, a duras penas, el control sobre algo.
Por otra parte, en Jerusalén, los manifestantes se están enfrentando directamente con la policía israelí. Debido a que la ciudad carece de grupos palestinos organizados, los servicios de seguridad israelíes no han podido penetrarles con colaboradores. Al contrario, Israel se ha visto sorprendido por impredecibles ataques de palestinos individuales destrozados por la situación.
Al negarse a reconocer cualquier reclamación nacional palestina en Jerusalén, Netanyahu ha forzado a la población a reconducir el conflicto en términos religiosos. Al no poderse identificar políticamente con Fatah o Hamas, los palestinos de Jerusalén han encontrado un poderoso consuelo en la lucha religiosa para contrarrestar las crecientes amenazas contra Al Aqsa.
Desde esta perspectiva, los continuos esfuerzos de Netanyahu para debilitar y socavar a Abbas y a la AP parecen estratégicamente autodestructivos. Sin ellos, Cisjordania seguirá el camino de Jerusalén, un conflicto colonial cada vez más difícil de manejar que corre el riesgo de convertirse en una conflagración religiosa.
Jonathan Cook ganó el Premio Especial Martha Gellhorn de Periodismo. Sus últimos libros son » Israel and the Clash of Civilizations: Iraq, Iran and the Plan to Remake the Middle East» (Pluto Press) y Disappearing Palestine: Israel’s Experiments in Human Despair (Zed Books). Su web es www.jonathan-cook.net.
Fuente: http://www.counterpunch.org/2014/11/27/israels-model-of-political-despair-in-jerusalem/