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Entrevista al historiador Enrique González de Andrés

«En términos objetivos, desde 1976 hay un retroceso en luchas y salarios hasta el día de hoy»

Fuentes: Ctxt

Enrique González de Andrés (Gutierre-Muñoz, Ávila, 1963) se doctoró en Historia por la UNED. Ha investigado el franquismo y la Transición, así como la historia del Partido Comunista de España. ha publicado La economía franquista y su evolución. Los análisis económicos del Partido Comunista de España (Catarata, 2014), Las transiciones políticas (Academia española, 2016) y ¿Reforma o ruptura? Una aproximación crítica a las políticas del Partido Comunista de España entre 1973 y 1977 (Viejo Topo, 2017). Su último libro es 1976, el año que vivimos peligrosamente. Las instituciones provinciales franquistas y la conflictividad sociolaboral (Postmetrópolis, 2022). Sobre este libro, resultado de un exhaustivo barrido de los archivos de las autoridades franquistas en los 70, hablamos con él semanas atrás.

¿Qué cuenta en su libro 1976, el año que vivimos peligrosamente?

Este libro es una profundización de mi libro anterior. En aquel, uno de los aspectos fundamentales que abordaba era la relación entre los dirigentes del PCE y el movimiento obrero. La cuestión es que una de las ideas que el PCE planteó en aquel periodo –y que reproduce hasta la historiografía que ha sido más crítica con el discurso oficial– es que en los setenta hubo movilizaciones, hubo luchas, pero que estas no fueron de la fuerza suficiente como para derribar el franquismo y darle una vuelta al orden social. Lo que suele ser habitual al construir la historia de la Transición es superponer relatos de época. Y con el PCE se hace lo mismo, y el discurso del PCE subraya que la respuesta que la gente dio en aquel momento no fue revolucionaria y que, por eso, ellos tampoco lo fueron. ¿Qué hice? Pues, además de mirar la historia material de la movilización, las cifras, las estadísticas de la revuelta de la clase trabajadora durante ese periodo, busqué fuentes que estuvieran alejadas o fueran hostiles a las movilizaciones. Tomé fuentes franquistas, leí a los delegados provinciales del sindicato vertical, a los gobernadores civiles que desde un punto de vista geográfico estuvieran próximos al conflicto laboral, y seleccioné las memorias de los 52 gobernadores civiles del Estado de 1976. El año que pasa a ser clave en la Transición, si se tiene en cuenta este material.

¿Y qué conclusiones sacó de aquel material?

Un punto fundamental es que la movilización fue impresionante.

¿Y entonces qué pasa con el PCE en la Transición?

Bueno, eso lo mostré también en el libro anterior: en el PCE ni siquiera hubo un antifranquismo en ese período, sino una política de pactos entre el PCE y las facciones del franquismo interesadas en una reforma. El nuevo orden se pacta con el empresariado no franquista. Con este fin, se quiso poner sordinas, constantemente, a una movilización social sin precedentes. El PCE se centra en no confrontar con el bando que había ganado la Guerra Civil, su discurso es el de la unidad nacional, el de cicatrizar las heridas. Todo ello conllevaba no poner en cuestión el sistema capitalista sobre el que se asentaba el franquismo. El PCE tenía un programa interclasista en el que se aseguraba, incluso, que hubo una parte del empresariado que sufrió bajo Franco. Por tanto, la llamada fue a asociarse contra el régimen en complicidad con el empresariado que no fuera franquista. En el fondo, el PCE creía que la clase obrera no podía derrocar al franquismo.

¿Cuál es su interpretación?

La de la discrepancia. Niego la mayor. Se podría haber llegado mucho más lejos de lo que los dirigentes del PCE querían. Particularmente en Euskadi, incluyendo a Navarra, se vio claro que el movimiento obrero estaba mucho más allá de lo que quiso el PCE y que si ese movimiento obrero se hubiera generalizado a otras provincias sin duda alguna estaríamos hablando de otra Transición o, incluso, de algo más relevante.

¿Por qué el PCE frena la lucha de clases?

En el libro planteo que el PCE no tiene ni una estrategia ni un programa revolucionario. Es interesante ver quién dirige el PCE en los años setenta; en el fondo, es gente que ya tenía responsabilidades desde los años treinta. Durante el franquismo, el PCE está buscando cómo pactar. Nunca defendieron una política de clase, sino una de colaboración. Siempre trataron de pactar con la burguesía, con un supuesto empresariado que desarrollaría la reforma democrática. Es la teoría de las dos etapas. Esa es la razón por la que no era revolucionario, la primera etapa consistía en sacar a España del “atraso medieval” que decían que tenía. Según defendían ellos, España no estaba desarrollada desde un punto de vista capitalista. Una vez el desarrollo deseado se alcanzara, se haría la revolución socialista. Ese era el esquema que se aplicó. A día de hoy ese esquema no ha cambiado, siguen planteando lo mismo independientemente de la realidad que tenga la España de los años treinta, o ya en los años setenta. En los años setenta España era la décima potencia industrial del mundo y en los años treinta era un erial, con la excepción de Euskadi, Barcelona y Madrid, poco había. A día de hoy, la estrategia sigue siendo la misma y su política de colaboración de clase sigue intacta. En el libro intento demostrar que sus planteamientos no se ajustan a la realidad; al contrario, intentan someter la realidad a sus planteamientos. Por ejemplo, cuando había crecimiento económico, el PCE lo minimizaba, seguía diciendo que el país estaba extraordinariamente subdesarrollado. Así justificaba, por un lado, la necesidad de la primera etapa: el desarrollo de la fuerza productiva, según la terminología marxista, y por otro, que el capitalismo en España todavía carecía de modernidad. Se estaba dando una expansión de la clase obrera asalariada y seguían pensando lo mismo. El caso de Navarra es ejemplar: ¿qué tiene que ver la Navarra agraria de 1936 con la Navarra industrial y minera de los setenta? Cualquier parecido es pura coincidencia. De hecho, en España se dan éxodos migratorios espectaculares, incluso comparados con cualquiera de los que en ese momento se están dando a escala mundial. El éxodo no sólo es hacia el exterior (van varios millones de personas a Francia, Alemania, Suiza) sino también hacia dentro, de Extremadura, de Andalucía, de Castilla, de León hacia zonas industriales. En el caso de Cataluña llega muchísima gente y hay, además, un montón de inversiones extranjeras: mano de obra barata y un negocio rentable. Es un fenómeno mundial cuyas cifras sólo supera Japón en los setenta. Por eso, es curioso leer documentos internos del PCE de los cincuenta, los sesenta y los setenta y observar que son intercambiables; no se dan cuenta de que España pasa a ser una potencia industrial, con los cambios laborales y sociológicos que ello implica. El PCE estaba constantemente matizando la realidad para que se pareciera a su plan.

Ese es el contexto de la década, pero ¿por qué dedicarle un libro a ese año concreto, a 1976?

El 76 tiene un elemento fundamental, aunque me sorprende que la mayoría de historiadores que han analizado ese ciclo lo pasen por alto. En noviembre de 1975 muere Franco. A partir de ahí se agudiza la crisis del franquismo. La muerte de Franco es, digamos, la espita para el movimiento obrero. Le hace sonar la alarma de que es el momento. Claro que el franquismo ya estaba en crisis, pero la chispa se expande. Y no tanto a nivel cuantitativo, que también, quiero decir que hay años posteriores, como 1977, que son de una movilización social impresionante, pero ya no tienen la dimensión cualitativa que tuvo 1976. Eso se observa, por ejemplo, en las memorias de los gobernadores del momento. En 1976 la gente se moviliza de manera entusiasta y salvaje, sin importar que la policía los mate, los torture o que los patrones los despidan. Lo que sucede en el 76 no tiene precedentes. Y si aquello no fue a más, a lo que se entiende como una revolución, fue debido a las posiciones de los líderes de partidos como el PCE, que frenan al movimiento que autónomamente se venía desarrollando.

¿Puede aterrizarlo en algún ejemplo concreto?

Mira, después de la matanza del 3 de marzo en Vitoria-Gasteiz, una de las grandes preocupaciones del PCE es que la movilización de una ciudad entera no se extienda a otros lugares. Si se hubiera extendido no habría pacto posible con los sectores demócratas franquistas o con los sectores progresistas. El PCE, a través de las dos plataformas principales de la oposición, la Junta Democrática y la Plataforma de Convergencia Democrática, tras el 3 de marzo no intenta extrapolar el movimiento asambleario, el movimiento radicalizado, el movimiento con tintes anticapitalistas que había en Vitoria. Todo lo contrario, trabaja para que se extinga. En enero de 1976 hay 400.000 trabajadores madrileños en huelga, lo que supone casi un 70% de la población asalariada madrileña, y, a pesar de este dato abrumador, el PCE había decidido no convocarla. En Sabadell, ciudad que según el gobernador civil estuvo totalmente en manos de las asambleas y de los trabajadores, hasta el punto de que Fraga llegó a hablar de un Petrogrado, el PCE no organizó ni secundó ninguna de las demostraciones de fuerza de la gente trabajadora.

¿Cómo justifican no acompañar el movimiento obrero organizado?

Según la lectura del PCE, el movimiento no podía crecer y por eso había que hacer lo contrario, aminorar y tranquilizar el ambiente. Lo contrario de lo que normalmente harías en un proceso negociador: debilitarte. El PCE se escudaba en que ellos hubieran querido una ruptura, pero no pudo ser porque los trabajadores no querían tanta radicalización en el fondo. Y eso se repite, hasta el día de hoy, en muchos ambientes de la historiografía oficial, el movimiento memorialístico está lleno de ese tipo de afirmaciones. Es evidente que el PCE o no tenía la capacidad de entender el momento o no lo entendía. Creo que sí, que los mimbres de la ruptura política estaban ahí, en gran parte del territorio. El problema fue que el PCE tiró en dirección contraria. Siempre planteaban la posición más moderada en todas las huelgas, siempre defendían, a fin de cuentas, al empresariado que no fuera del todo franquista. La cuestión es que el PCE no tenía una postura que correspondiera con la mayoría del sentir de la clase que decían representar. No estaba sintonizado con los sectores más desfavorecidos de la sociedad en aquel período. Eso es lo que explica el famoso reflujo de finales de los setenta y primeros ochenta, cuando Juan Luis Cebrián, entonces en El País, decía que España se puso a bostezar. En términos objetivos, desde 1976 hay un retroceso en luchas y salarios hasta el día de hoy. La contratación temporal, por ejemplo, se aprueba ya en los Pactos de la Moncloa y luego la ratifica Felipe González en 1985, pero el origen es fundamental: lo firman Comisiones Obreras, UGT, el PCE y el PSOE. A mi juicio, es lo que explica que su política no estuvo a la altura de las aspiraciones, de las demandas y del ánimo que existía en la mayoría de la sociedad civil española.

Ha hecho una lectura cuantitativa, cualitativa y geográfica del 76.

Las sensaciones son fundamentales en la evolución de los procesos sociales. Por eso he investigado las memorias de los cargos franquistas. Me interesaba saber qué interpretaban de lo que estaba sucediendo, cómo leían la conflictividad socio-laboral. Al fin y al cabo, su lectura no simpatizaba en absoluto con el cambio. Es más, trataban constantemente, en sus informes, de minusvalorar los acontecimientos para decir que el régimen de Franco todavía servía. Esto se ve en las cifras que ofrecen. Por ejemplo, según el Ministerio de Trabajo en 1976 hay 2.500.000 huelguistas; según el Sindicato Vertical, 3.600.000. Según cifras oficiales de aquel momento, la población activa no pasaba de los nueve millones. Esto significa que hay más de un tercio de la población laboral que participa en huelgas bajo una dictadura militar. El régimen seguía matando, torturando, castigando, sancionando, pero los trabajadores se movilizaban. Con respecto al resto de países europeos, España era el último que no tenía un régimen democrático y a pesar de ello era donde más movilización se registraba. Hay que tener en cuenta que la Revolución de los Claveles ya había sucedido en Portugal y el Régimen de los Coroneles había caído en Grecia. Las clases subalternas ocuparon el escenario y es intolerable que no se mencione desde la historiografía oficial de hoy en día. No se debería tomar como norma el hecho de que la gente en una situación de opresión se enfrente a morir, a ser torturada o castigada. Es esta diferencia –el hecho de que la gente se enfrente al régimen– lo que marca el periodo, lo que hace que este momento cobre una extraordinaria importancia. Lo que sucede en el 76 es más relevante que la muerte de Franco o la existencia de Suárez o la dimisión del señor Arias Navarro. En una sociedad dividida en clases, es excepcional cuando un sector tan importante como la clase trabajadora ocupa espacios reservados para las élites, es lo que los marxistas llamamos “momento revolucionario”.

Ese es el eje del libro ¿no?

Claro, y la cuestión no es limitarlo al mundo académico. Mi investigación es, en el fondo, un reconocimiento a esa clase trabajadora que se enfrenta al régimen. Lo digo de manera más explícita en el libro: lo que he buscado es un reconocimiento a aquella clase trabajadora, a Fulano y a Mengano, que parece que no tienen nombre ni apellido pero que lo protagonizaron todo. Ellos son los responsables no visibilizados de la caída de la dictadura.

¿Se ha trabajado mucho este terreno?

Con excepciones de investigaciones muy locales, estamos ante un erial. Ojalá hubiera más. Los del sector crítico, los que, digamos, hacen una historiografía que reconoce las presiones de abajo, lamentablemente son todos muy próximos a las tesis del PCE y, claro, enfatizan la movilización de los trabajadores, pero hasta un punto. Pues no debe rebasar determinadas líneas rojas, porque de hacerlo pondría en cuestión el programa, la estrategia y las políticas del PCE de los años setenta. Por eso nunca se superan. La historiografía cercana al PCE, en realidad, decora un poquito el relato oficial del Régimen del 78. Lo que dice es: está Suárez pero está también la sociedad civil. Lo plantean de una manera muy abstracta, para, de esa forma, reconocer que por un lado hubo movilización pero que, por otro, no tenía suficiente fuerza para sobrepasar el franquismo.

Hay quien le dirá que no, que la responsabilidad era la coyuntura en su conjunto, no las tesis del PCE.

Sí, hay quien subraya la escasa movilización de la clase trabajadora durante ese periodo. Pero ahí están las cifras generales de huelgas, su incidencia, su calado. Y, además, lo que los propios próceres franquistas registran ante aquellas movilizaciones sociales. Hay en torno a un 24% de población en huelga, según sus propias fuentes; esto supone un tercio de la población asalariada. Cambio 16 contaba cinco millones y medio de huelguistas aquel año. Quien crea que aquella clase obrera no lo intentó suficiente, no conoce la historia europea de las movilizaciones tras la Segunda Guerra Mundial y seguramente lo haga para exculpar a las cúpulas de los partidos que impidieron cambios más profundos.

Háblenos de Barcelona.

Es el apartado más extenso, no porque considere que Barcelona sea más importante sino porque me encontré con más fuentes, como las notas que tomaban las comandancias de la Guardia Civil sobre las luchas que sucedían en la provincia de Barcelona. Cuando la gente las lea, entenderá lo jugoso de la cuestión: es impresionante la movilización en muchísimas pequeñas y medianas empresas. Allí había asambleas donde se elegían comités, donde se elegían representantes y donde se planteaban plataformas reivindicativas como en SEAT o Motor Ibérica, igual que en cualquier empresa grande. Hay empresas en el puerto, de treinta o cuarenta trabajadores con reivindicaciones fuertes, incluso trabajadoras en una empresa textil de cincuenta personas. Y estaban extraordinariamente radicalizados.

Foto: La policía golpea a manifestantes en el passeig de Sant Joan de Barcelona en febrero de 1976. El lema de la manifestación era: Libertat, amnistia, estatut d’autonomia. / Manel Armengol

¿Por qué es tan capilar el momento revolucionario de 1976 si no hay apenas organizaciones radicalizadas con la excepción del País Vasco, Cataluña o Madrid? ¿Cómo se entiende ese nivel de movilización?

Efectivamente hay núcleos muy importantes como Madrid, Barcelona, Tarragona, Euskadi (al que sumaría Navarra), Asturias, con sectores de Galicia, Andalucía, con Sevilla y Málaga, Valencia… con esto quiero decir que si comparas, por ejemplo, con la Segunda República, donde los focos de movilización obrera se reducían a Madrid, Vizcaya, Barcelona, Asturias… y en Andalucía lo que había era un movimiento jornalero. El resto del país era agrícola. Además, lugares completamente agrícolas, que apoyaron el golpe, como Navarra o Valladolid, se habían cambiado de bando. No sólo no apoyaban el franquismo sino que eran la punta de lanza del combate contra el régimen: léase Navarra o Galicia. Vigo es una de las ciudades más conflictivas, o A Coruña. Están al nivel de Madrid o el País Vasco.

¿Por qué sucede eso?

La cuestión es que hay un proceso material, un proceso de industrialización en esas zonas. El núcleo de Valladolid es un núcleo industrial; en 1930 era un territorio de Falange. Navarra, en los mismos años, estaba dominada por los carlistas, que era el movimiento civil más relevante que apoyó al Alzamiento Nacional. Sin embargo, en la década de 1970 es un lugar de revuelta clave, incluso parte del carlismo está contra el régimen y defiende un socialismo autogestionario. Un ejemplo de lo mucho que las condiciones materiales condicionan la existencia. Vigo está totalmente transformada para 1970, en la ciudad se encuentra la Citroën y muchas otras empresas. Sucede lo mismo con Sevilla y la zona sur de Madrid, que pasa a ser un polo industrial. Fuenlabrada, en 1930, era un pueblo, en los setenta es un hervidero industrial, de ahí la fortaleza de Comisiones Obreras en Getafe, Fuenlabrada y Leganés. En Valencia sucede lo mismo con la cuestión textil y con los altos hornos. Los obreros industriales son mucho más favorables a que el conflicto social se exprese. Desde el Proceso de Burgos se empieza a generalizar una dinámica que va extendiéndose por el país. En 1976 el gobernador civil de Burgos admite que nunca ha visto un movimiento de trabajadores así: la huelga de la construcción dura casi un mes. Consiguen un resultado bastante aceptable en el lugar en el que se asentó el alzamiento en 1936. Tuvo allí su sede principal. Lo industrial se tiende a expresar. Lo mismo en Puertollano, por ejemplo: la propia policía social estaba atónita porque llegó a tener a doce mil trabajadores concentrados. Por eso digo que en 1976 los principales centros industriales y de servicios del capitalismo se paralizan. No sólo se paraliza el sector industrial, también los servicios: Renfe, Telefónica, sanidad, la banca, Correos, todos se ponen en huelga durante el año 1976. ¿Cómo no pensar que hay un enorme potencial para la mejora de las condiciones de los trabajadores? ¿Qué más hacía falta? Los principales bastiones del capitalismo español estaban parados. A pesar de la brutal represión del Estado y de los empresarios se daban las condiciones para luchar por mejoras mucho más ambiciosas, pero el PCE desaprovechó la oportunidad. Ese es el elemento fundamental.

¿Qué pasa en 1977?

El fenómeno empieza a remitir. No tanto cuantitativamente, porque en 1979 se producen todavía más huelgas que en 1976, pero el ánimo ya no es el mismo, ya no es revolucionario, ya no se cree que se puedan conseguir grandes cambios. Aunque hay movilización, es todavía muy activa, lo es ya sólo para defender el empleo, que las fábricas no cierren. Esto no se daba en 1976, donde la lucha es ofensiva: mejora, jubilación a los 65, semana de 40 horas. Las de 1979 son luchas para quedarse como se estaba.

Claro, pero el PCE no tenía una implantación uniforme en el territorio.

En efecto. Hay lugares donde era irrelevante, como Euskadi, o donde está en minoría, como en Madrid. Pero es que en muchos otros lugares, como Valencia, Sevilla o Málaga, la izquierda del PCE era muy fundamental. No lo digo yo, lo escriben los gobernadores. Y la cuestión no es si estamos de acuerdo con ese sinfín de organizaciones y corrientes, la cuestión es que toda esa gente es crítica con la posición del PCE. No se afiliaron al PCE, se afiliaron a otras formaciones. Y esto se silencia hoy. No se trata tanto de que la gente esté buscando una revolución como un Arca perdida. La cuestión es que la gente veía las posiciones del PCE en sus empresas, en sus centro de trabajo, en sus barrios, en sus centros de estudio, sus facultades, y se daban cuenta de que no les satisfacía, y buscaron otros programas, otras alternativas. No es tanto el buen hacer de las políticas de los líderes de la izquierda radical, sino la incapacidad del PCE para leer y promover las movilizaciones. Por eso los maoísmos y los troskismos tuvieron tanta fuerza. Por ejemplo, no existiría el Sindicato Andaluz de Trabajadores sin el Partido del Trabajo de España y las Comisiones Jornaleras que estaban en posición contraria a la de Comisiones Obreras. Marinaleda no se entiende sin eso, por ejemplo. Los troskistas, los maoístas y la oposición al régimen que estaba a la izquierda del PCE canalizaban un descontento no sólo contra el franquismo, sino también contra el pacto y la estrategia que el PCE mantenía. Esto se ha silenciado hasta el día de hoy.

Fuente: https://ctxt.es/es/20231001/Politica/44438/Enrique-Gonzalez-de-Andres-transicion-PCE-franquismo-1976.htm