Ninguna reforma universitaria puede realizarse con eficacia duradera si no intervienen decisivamente en su elaboración los más directamente afectados por ella, los estamentos universitarios, y quienes tienen que aportar medios para realizarla, o sea la sociedad en general. Ni los universitarios españoles ni la sociedad española han podido intervenir adecuadamente en la elaboración de las […]
Ninguna reforma universitaria puede realizarse con eficacia duradera si no intervienen decisivamente en su elaboración los más directamente afectados por ella, los estamentos universitarios, y quienes tienen que aportar medios para realizarla, o sea la sociedad en general. Ni los universitarios españoles ni la sociedad española han podido intervenir adecuadamente en la elaboración de las reformas decididas por la administración actual […] este camino quiere llevar a una institución de puro rendimiento técnico, indigna del nombre de Universidad, al perder todo horizonte cultural, moral, ideal y político. i
Los párrafos anteriores no forman parte de ninguna octavilla anti-Bolonia. Se corresponden al Manifiesto aprobado por los estudiantes y profesionales encerrados en 1966 en el convento de los Capuchinos de Barcelona para protestar por el modelo universitario franquista. El paralelismo entre aquella situación y la que actualmente atraviesa nuestra universidad trae a la mente la frase de aquel viejo pensador alemán, para el cual, cuando la historia se repetía, lo hacía la primera vez como tragedia y la segunda como farsa. De tragicómico cabe calificar el estado de los estudios superiores en nuestro país una vez que a los efectos devastadores del terremoto de Bolonia le ha seguido el tsunami de los recortes impuestos so pretexto de la crisis económica.
Con el lema eufemístico «Una Universidad al servicio de la sociedad» Bolonia venía a imponer, en la práctica, una universidad sometida a los mercados. Aquella sinécdoque tramposa, por la que los intereses de la gente quedaban reducidos a los de sus élites, ponía de manifiesto el alcance de la onda expansiva del capitalismo postmoderno, que, una vez había conquistado países y se había apropiado hasta de la naturaleza misma, se lanzaba también a la colonización de lo intangible, a poner su pica en el ámbito del conocimiento. Esta mercantilización de la universidad apenas ha consistido en la apertura a una financiación privada que condicionase la orientación de las titulaciones e investigaciones, como al principio se temía; sino en la más económica traslación de la propia lógica del mercado al mundo académico. Lejos de chantajear con dinero a la comunidad universitaria para que cambiase planes de estudio y proyectos de investigación, se recurrió a una fórmula más barata, consistente en que la comunidad universitaria interiorizase, por Decreto ley y con mucha propaganda, los valores del funcionalismo, la eficiencia y la rentabilidad económica. En esta dinámica de conversión de todo valor de uso en valor de cambio no es de extrañar que sólo se estime el conocimiento que produzca beneficios económicos. En esta epistemología del negocio no será raro que pronto se tome por verdadero sólo aquello que genere plusvalía.
Pero la farsa se ha desvelado con la crisis del llamado capitalismo financiero. No se entiende que la lógica del mercado se imponga en la universidad cuando ha sido esta lógica la que ha conducido al desastre económico actual. Como dice Carlos Fernández Liria, es absurdo permitir que el mercado intervenga de un modo u otro en la gestión de las universidades después de que se haya puesto de manifiesto su impericia para gestionar hasta los bancosii.
Lo peor de todo es que la mercantilización va siempre de la mano del clasismo. Por eso este nuevo modelo universitario está socavado aún más las bases de la educación pública, y haciendo de la universidad otro espacio para la segregación social. Con sus desregulaciones y recortes en el gasto educativo los dirigentes políticos de turno no sólo están promoviendo que el mundo académico se desdoble en universidades públicas desasistidas para estudiantes que serán carne de cañón del paro, la precariedad o la emigración y unas pocas universidades privadas concebidas como centros para la formación de élites gestoras. La propia universidad pública ya se ha desdoblado en grados que ni siquiera cabe calificar de pseudo gratuitos (pues las tasas han alcanzado niveles prohibitivos) y en postgrados de pago donde se hará definitivamente la criba social. Quienes tengan recursos económicos podrán pagarse un master carísimo que les proporcionará prácticas o futuros contratos en las grandes empresas que los promocionan. Los que no puedan se quedarán simplemente con un grado devaluado en el mercado laboral o cursarán un master más barato de escasa consideración para la empresa privada, u orientado a buscar salidas en un sector público en peligro de extinción. A algunos pocos que no tengan dinero para matricularse en un master de prestigio se les quiere conceder la gracia de que lo cursen solicitando un crédito bancario, con sus correspondientes intereses a devolver una vez que, en el mejor de los casos, consigan su primer trabajo. Con ello se pretende que si los de abajo ascienden socialmente por esta vía formativa lo hagan, por si acaso, con el grillete de una deuda. Resulta grotesco que quienes presentan la crisis actual como un problema de deuda pública sean los mismos que inciten a endeudarse a edades tan tempranas. Si además las cosas te van mal, luego te dirán que viviste por encima de tus posibilidades.
Los universitarios anti-Boloniaiii ya denunciaron que lo peor de este proceso es que se estaba disfrazando con los ropajes de una revolución didáctica y pedagógica, algo que escandalizaría a quienes, como Paulo Freire, cultivaron magistralmente estas disciplinas en un sentido formativo y emancipadoriv. Lejos de ello se vienen imponiendo unas pautas de ordenación de la docencia que repelen el análisis científico y la reflexión crítica en torno a contenidos materiales concretos, en beneficio de una jerga corporativa de objetivos, competencias, destrezas y evaluaciones: un metalenguaje vacuo y autorreferencial que reproduce los valores mercantiles del funcionalismo y la competitividad y confunde la necesaria organización de la enseñanza con su burocratización. Entre tantas directrices plagadas de fríos tecnicismos se disipa aquello que Emilio Lledó reivindica como las coordenadas básicas de la enseñanza: el amor por lo que se enseña y el amor a quien se enseña. El gran humanista nos recuerda también que la libertad de expresión es papel mojado si no va acompañada de la libertad de pensar que debería promover una enseñanza plural, rigurosa y de calidad, no utilitarista y sobre-pautadav. Por el contrario uno se pregunta si las directrices educativas actuales no están haciendo de la universidad lo que José Carlos Bermejo denomina ya como «la fábrica de la ignorancia»vi, quizá porque algunos dirigentes políticos y económicos temen que eso de aprender a pensar lo que uno expresa puede hacer de la reconocida libertad de expresión un derecho subversivo.
Que las cárceles nunca han funcionado como una institución orientada a la reeducación es algo que se aprende mucho antes de la mayoría de edad. El drama añadido en este contexto de paro juvenil desbocado es que la universidad empiezan a parecerse a un recinto de reclusión para jóvenes, donde a base de jordanas extensas, prácticas a todas horas, evaluaciones constantes, cursos de perfeccionamiento, señuelos y jaujas de futuro se mantiene ocupados a muchos de quienes podrían prender la llama de la conflictividad en la calle. Para que no piense mucho también al profesorado se le tiene enredado en decenas de comisiones, tareas gestoras y absurdos procedimientos de control de resultados y rendición de cuentas, que apenas generan apariencia de profesionalidad y ponen de manifiesto, como señala Enrique Díez, el prejuicio ideológico neoliberal de que lo público es ineficaz y hay que sobre-vigilarlovii.
En este contexto de quiebra social, donde se trata de contener cualquier emergencia, la escuela y la universidad no sólo reproducen los valores teóricamente neutros del tecnocratismo, también adoctrinan expresamente. Este adoctrinamiento tiene dos caras complementarias: la cara bronca del conservadurismo moral, la enseñanza confesional y el darwinismo social y la cara ingenua de la llamada educación en la tolerancia. Lo curioso es que de manera trasversal a ambos enfoques se mueven a sus anchas los mismos valores del utilitarismo y la competitividad. No se trata de infravalorar la expansión de esas ideas retrógradas y agresivas que la derecha trata expresamente de difundir a través de la instrucción pública; pero también resulta muy peligrosa la expansión que por los currículos ha tenido y sigue teniendo ese otro pensamiento moralizante, cándido y políticamente correcto que proclama ideas tan peregrinas como el «respeto a todas las ideas», dado que inevitablemente entre éstas habría que incluir las ideas creacionistas sostenidas por diferentes sectas religiosas, las ideas segregacionistas del Aparheid o la idea de la superioridad de la raza aria del Mein Kampf. Y es que la alternativa al pensamiento reaccionario no puede ser un pensamiento blando y melifluo. De manera más corrosiva lo expresaba el novelista Rafael Chirbes: «no hemos tenido suficiente con los colegios de curas como para tener ahora colegios de socialdemócratas»viii. En ese desdoblamiento clasista de la enseñanza sería intolerable que muchos masters de élite se orientasen, como ya lo hacen, a enseñar sofisticadas técnicas de «optimización fiscal», eufemismo de la tan de moda evasión de impuestos, mientras que en la enseñaza media y en las universidades públicas les educamos en el conformismo social y la tolerancia a todas las ideas, incluida aquella que viene a justificar el fraude sosteniendo, por ejemplo, que un exceso de control fiscal inhibe la buena inversión.
Frente a la farsa política y las mistificaciones ideológicas sería otro error promover una educación moralizante a la contra. En lugar de eso la universidad debería hacer, simplemente, y ya es mucho, lo que le es propio: promover el conocimiento científico, entendiendo por tal, como en su día nos enseñó el filósofo Manuel Sacristán, un conocimiento amplio, positivo y críticoix. Creo sinceramente que una consigna no se combate con otra consigna, sino con una buena tesis. Y como vacuna contra la candidez no estaría mal incluir algunas dosis de irreverencia y buen humor, para lo cual se podría recomendar como lectura de clase la obra de Slavoj Zizek «En defensa de la Intolerancia»x.
Y ante todo eso, ¿qué está haciendo la comunidad universitaria? La verdad es que, salvo las protestas organizadas fundamentalmente por los estudiantes y algunos pocos profesores, esto parece una balsa de aceite. La docilidad está siendo hasta ahora la actitud mayoritaria de un profesorado que viene tragando con carros y carretas, o que más allá de eso interpreta como problemas académicos la erosión de sus derechos laborales, que concibe la defensa de estos derechos como una reivindicación corporativa ajena al drama social que se está viviendo o que piensa ingenuamente que por su posición y supuesta estima social no le va a alcanzar la afilada tijera de los recortes.
Lo malo también de estos eternos retornos en la historia es que no dejan mucho espacio para la originalidad en las recomendaciones. Habrá que empezar por recuperar el pulso crítico y la memoria de las luchas universitarias pasadas y recientes para sumarlas a esa marea de movilizaciones sociales que ha subido muy por encima del nivel de la universidad. Si nos replegamos sobre nosotros mismos, fascinados por los cantos de sirena de la modernización que trae de nuevo la «Estrategia Universidad 2015», enredados en el burocratismo o enrocados en nuestro corporativismo, esta Academia se parecerá cada vez más a la Caverna.
Notas:
i «Manifiesto: por una universidad democrática», en Manuel Sacristán, Intervenciones políticas. Panfletos y materiales III, Barcelona Icaria, 1985, pp. 50-61.
ii Carlos Fernández Liria, «En contra de Bolonia», Diario Público, 1/12/2008.
iii Véase la recopilación de trabajos en Luis Alegre y Victor Moreno (coord.), Bolonia no existe. La destrucción de la universidad europea, Hiru, Hondarribia, 2009.
iv Paulo Freire, Pedagogía del oprimido, Madrid, Siglo XXI, 1995.
v Emilio Lledó, Ser quien eres. Ensayos para una educación democrática, Zaragoza, Universidad de Zaragoza, 2009.
vi José Carlos Bermejo, La fábrica de la ignorancia. La Universidad del como si, Madrid, Akal, 2009.
vii Agustín Moreno (Coord), ¿Qué hacemos con la educación?, Madrid, Akal, 2012, pp. 49-53.
viii Entrevista a Rafael Chirbes en la Universidad de Cádiz, en http://www.youtube.com/watch?v=1bOdnT-qhM8
ix Manuel Sacristán, «El trabajo científico de Marx y su noción de ciencia», en http://roiginegre-audios.blogspot.gr/2008/07/el-trabajo-cientfico-de-marx-y-su-nocin.html.
x Slavoj Zizek, En defensa de la intolerancia, Madrid, Público, 2010.
Juan Andrade. Profesor en la Universidad de Extremadura
Fuente: http://saramagofanzine.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.