Muertes por accidentes de trabajo, desprotección, infraviviendas, salarios paupérrimos o explotación laboral y sexual, son parte del precio que pagan los peones de un lucrativo modelo agroindustrial mientras se les señala como indeseables.
Murcia es la huerta de Europa. Según datos de PROEXPORT, la asociación de productores y exportadores de frutas y hortalizas de esta región, que aglutina a 58 grupos de empresas y cooperativas, el 10% del volumen total de hortalizas y frutas que se envía al extranjero desde España proviene del campo murciano, donde se comercializan más de un millón de toneladas cada año, se exporta a 62 países y se da empleo directo a más de 28.000 trabajadores.
Un negocio que, junto a la ganadería, constituye el 20% del PIB regional y genera 3.000 millones de euros anuales. Riqueza que no se reparte equitativamente en un territorio donde los ricos ganan 89 veces más que la renta media, una de las mayores diferencias del país.
Aquí, los empresarios más poderosos del sector acumulan beneficios estratosféricos gracias a un modelo intensivo que necesita mano de obra barata, dócil y desprotegida. Al mismo tiempo, invierten en campañas de imagen para presentar la agricultura murciana como un “milagro verde” de eficiencia y sostenibilidad. Mientras, dentro de los invernaderos y sobre los fértiles y extensos campos de cultivo, hay jornaleros que trabajan a 45°C por salarios que representan menos de la mitad del SMI.
Detrás de las fotos de postal de hileras de lechugas perfectamente alineadas, existe otra realidad: la de miles de trabajadores que viven en naves abandonadas, infraviviendas o habitaciones compartidas entre diez o doce personas por las que se abonan alquileres desorbitados. En otros casos, el precio a pagar es mucho más alto: la propia vida.
Un ‘milagro’ agrícola que se alimenta de precariedad
Según datos de las principales centrales sindicales, el 70% de la mano de obra agrícola en la Región de Murcia es migrante, y buena parte trabaja sin contrato o con contratos temporales que no reflejan las horas reales trabajadas. El salario medio ronda los seis euros por hora, pero muchos cobran incluso menos. La brecha salarial entre trabajadores migrantes y españoles llega al 29%.

Obtener sus testimonios directos no es fácil. Muchos temen represalias o la pérdida del trabajo. Aun así, algunos se atreven a hablar, como Mohamed, jornalero marroquí en Fuente Álamo, que lo resume sin rodeos: “Aquí trabajamos en negro. Ocho, diez, doce horas, lo que te pidan. Te pagan lo que quieren, y si te quejas, hay otro esperando”. Para Rosa, de origen boliviano, “si me rompo la mano aquí, no me pagan ni un día. Y tengo que seguir, porque si no, no como”.
Después de doce horas en el campo, vuelves a una habitación donde no puedes ni estirarte. Si dices algo, el casero te echa
Y es que los bajos salarios no dan para mucho más. El último informe AROPE (2024) indica que la tasa de pobreza en la región se sitúa en el 30,5 %, cuatro puntos por encima de la media nacional. Un porcentaje significativo de personas que sufren privación material severa, es decir, imposibilidad de mantener la vivienda a temperatura adecuada, de comer carne o pescado con regularidad, o de afrontar gastos imprevistos. Situaciones a las que los migrantes son especialmente vulnerables.
Edgar, trabajador ecuatoriano en una explotación en el campo de Lorca lo explica así: “Después de doce horas en el campo, vuelves a una habitación donde no puedes ni estirarte. Pero si dices algo, el casero te echa, y no hay manera de encontrar otra cosa”.
Eleazar, Denis Antonio y Nadia
El verano en la Región de Murcia no perdona. A las doce de la mañana, la temperatura puede llegar a rozar los 40°C, y el aire, húmedo y caliente, parece querer derretir los cuerpos. A esas horas, Eleazar Benjamín Blandón Herrera, jornalero nicaragüense de 42 años, trabajaba en una finca de Lorca recogiendo sandías. No tenía contrato ni agua suficiente ni una sombra donde resguardarse.

Su jornada había empezado a las siete de la mañana y debía prolongarse hasta bien entrada la tarde. Antes del mediodía, su organismo ya empezó a dar señales de colapso: palidez, sudor frío, mareos… Pero el empresario que lo contrató de forma irregular no consintió que suspendiera su labor. No fue hasta que Eleazar perdió el conocimiento, cuando lo subieron a una furgoneta y lo dejaron tirado en la puerta de un centro médico. Ya estaba en parada cardiorrespiratoria.
Murió ese mismo día víctima de un golpe de calor, pero también de un sistema que normaliza la explotación. Justo cuando se cumplen cinco años de su fallecimiento, la jueza que instruye el caso, Emilia Ros, ha decidido procesar al empresario por homicidio imprudente y vulneración de derechos laborales. Para la familia de Eleazar, la decisión llega tarde, pero abre una grieta por donde se cuela la luz de su anhelo: justicia.
A las pocas semanas de llegar a Lorca, también desde Nicaragua, Lilliam María y su esposo Denis Antonio fueron contratados para restaurar una casa en ruinas y construir corrales a cambio de un salario paupérrimo y alojamiento en una vivienda diminuta, sin luz ni agua corriente. Según Víctor Romera, secretario de Empleo, Acción Sindical y Negociación Colectiva de Comisiones Obreras, los corrales que construían estaban en mejor estado que la vivienda que habitaban. Tampoco tenían contrato ni alta en la Seguridad Social.
Una noche encendieron un grupo electrógeno para iluminar el chamizo donde dormían y cargar un teléfono móvil. Los gases que emanaron del motor provocaron que Lilliam María terminara en la cama de una UCI por intoxicación de monóxido de carbono. Su esposo no sobrevivió y sus dos hijos, de 8 y 7 años, quedaron huérfanos de padre.

Sus muertes no son casos aislados, sino síntomas de un sistema que prioriza el beneficio económico sobre la seguridad de los trabajadores. La última se produjo hace apenas una semana.
Nadia, una mujer marroquí de unos cuarenta años, perdió la vida aplastada por una máquina en una finca de Pozohondo (Albacete) mientras recogía lechuga. Llevaba años trabajando en campañas agrícolas, viajando en autobuses que parten de madrugada desde la localidad murciana de Jumilla, donde residía, para regresar con la última luz del día.
Vivía sola y ahorraba para visitar a su familia en Marruecos. El viaje ya estaba planificado, incluso había comprado regalos para sus sobrinos. No pudo llegar. Su cuerpo sin vida podrá ser repatriado gracias a la colecta solidaria que han emprendido sus vecinos y compañeros de trabajo.
La trabajadora estaba contratada por una empresa filial del Grupo Lucas, una de las principales firmas hortofrutícolas de la Región de Murcia, cuyos inicios, en 1970, se forjaron en torno a la venta de pequeñas cantidades de lechuga. Hoy, maneja miles de hectáreas en el sureste español.
Los sindicatos han pedido explicaciones y la apertura de una investigación exhaustiva. La Asociación de Trabajadores Inmigrantes Marroquíes (ATIM) recuerda que “los accidentes no son casualidad, sino consecuencia directa de la falta de medidas de seguridad y de la presión por producir más, en menos tiempo”.
Otras veces, los abusos laborales van ligados a otra cruel forma de violencia estructural contra mujeres inmigrantes: la explotación sexual. El conocido como ‘Caso Yawari’ se saldó en 2022 con una condena de 42 años de prisión –seis por cada una de las víctimas– para un intermediario agrícola por un delito de abuso sexual continuado. La sentencia de la Audiencia Provincial de Murcia dio por probado que se trataba de perfiles especialmente vulnerables: mujeres extranjeras –marroquíes, como el agresor– en situación irregular, sin recursos ni redes de apoyo y con cargas familiares en su país de origen. “Si no follo a ninguna tampoco doy trabajo a ninguna”. se jactaba el condenado en una grabación telefónica aportada en el juicio.
Racismo, el otro campo de batalla
Las muertes de Eleazar, Denis Antonio y Nadia, las chabolas de jornaleros, las brechas salariales o la explotación laboral o sexual, son piezas de un mismo engranaje: un modelo agroindustrial que prioriza la rentabilidad por encima de la dignidad humana y que, paradójicamente, también llena de votos la saca de grupos políticos que legitiman el racismo como herramienta de control social.
El pasado julio Torre Pacheco fue escenario de una ola de violencia xenófoba tras la difusión de un vídeo que mostraba la agresión a un anciano por parte de un joven de ascendencia marroquí, ahora en libertad provisional por estos hechos.

En cuestión de horas, grupos ultras empezaron a organizarse en redes sociales y a la localidad comenzaron a llegar decenas de ultras animados por mensajes en Telegram que llamaban a las “cacerías” contra migrantes. Según datos del Observatorio Español del Racismo, en un solo día se publicaron más de 33.000 mensajes racistas en redes sociales, y 113.000 en una semana.
Poco después, Jumilla se convirtió en otro foco de tensión. El Ayuntamiento, gobernado por PP, aprobó una moción de Vox retocada que prohíbe usar espacios deportivos para actividades religiosas. La medida afecta directamente a las festividades de Aid al Fitr (la fiesta de la ruptura del ayuno que pone fin al Ramadán) y el Aid al Adha (Fiesta del Cordero), celebradas por más de 1.500 vecinos de esa localidad.
Mounir Benjelloun, presidente de la Federación Española de Entidades Religiosas Islámicas, denunció la decisión como “islamofobia institucional”. Y ONGs como la Comisión Española de Ayuda al Refugiado y SOS Racismo responsabilizaron a la extrema derecha de alimentar el odio con bulos y mensajes incendiarios.
Que la ultraderecha no entiende la diversidad cultural como un activo, sino como una amenaza, no es ningún secreto. Y en la Región de Murcia ese discurso les funciona. Tras las elecciones autonómicas de 2023, Vox pasó de cinco a nueve diputados en la Asamblea regional, convirtiéndose en la tercera fuerza parlamentaria. La última encuesta del Centro de Estudios Murciano de Opinión Pública (CEMOP), del pasado mayo, indica que los de Abascal son los únicos que mejorarían resultados con respecto a los últimos comicios, alcanzando los diez escaños y quedando solo a dos del PSRM-PSOE.
Su líder regional, José Ángel Antelo, acostumbra a usar la red social X para vincular inmigración con inseguridad y delincuencia. Da igual que los datos oficiales del Ministerio del Interior le desmientan: la criminalidad en la Región de Murcia es 3,6 puntos inferior a la media nacional. Dentro de ese mismo territorio, municipios con menor población extranjera, como Murcia capital (12%), registran una tasa de delincuencia mayor que la de Torre-Pacheco, donde más del 30 % de sus vecinos no tienen la nacionalidad española.
Pero, en la cara ‘A’ de su disco, Vox sigue alentando los discursos xenófobos y racistas mientras, en la cara ‘B’, sirve desde la política a los intereses lobistas de una parte del sector agrario, con cuyos representantes se sientan a comer en restaurantes de lujo y que, en un retorcido giro, necesitan de esas víctimas del racismo y la xenofobia a las que la dirigencia de Vox señala. Lo que se dice rizar el rizo.
Unos y otros lo saben: los números, aunque fríos, no mienten. La economía murciana no podría sostenerse sin la fuerza de trabajo migrante. Es su columna vertebral. Sin los jornaleros marroquíes, bolivianos, ghaneses, ecuatorianos o senegaleses, no habría exportaciones récord, ni supermercados europeos llenos de hortalizas murcianas en pleno invierno. Así que quizá sea hora ya de reconocerlo no solo en los balances contables, sino también socialmente y en los derechos. La dignidad, como la tierra, también necesita ser cultivada.