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Entre santa y santo… o Cultura anticorrupción

Fuentes: Cubarte

A Cuba no se le perdona, ni ella misma debe permitírselo, nada parecido a hechos que en otros lares pululan y hasta acaban convertidos, a veces, en sainetes mediáticos al servicio de enconos electoreros llamados democracia. La razón de la diferencia es sencilla: lo que para otras naciones acaso sea un «mero episodio», puede constituir […]

A Cuba no se le perdona, ni ella misma debe permitírselo, nada parecido a hechos que en otros lares pululan y hasta acaban convertidos, a veces, en sainetes mediáticos al servicio de enconos electoreros llamados democracia. La razón de la diferencia es sencilla: lo que para otras naciones acaso sea un «mero episodio», puede constituir una aberración de esencia para el país que abrazó el reto de construir una República de trabajadoras y trabajadores.

Su brújula es qué debe o qué no debe hacer en función de ese proyecto, no para complacer a sus enemigos ni para no parecer que los complace. Ni dar el brazo a torcer, ni dejar que se nos parta por inmóvil y rígido. El conocimiento sobre posibles debilidades y deformaciones de Cuba es un arma para sus enemigos, pero no más poderosa que los propios males, aun cuando estos se dieran en grado mínimo. ¿Faltará razón a quienes vinculan esa realidad con que, años después de afirmar que «hemos hecho una Revolución más grande que nosotros mismos», el Comandante en Jefe de esa obra dijera que sólo nosotros podríamos destruirla?

La primera declaración brotó de las esperanzas del guía. A la otra -cima de una ejemplar anagnórisis- la precedieron el desastre del campo socialista europeo y el desguace de la URSS años después de acuñarse que el socialismo era irreversible. Con la abnegación de sus pueblos, ese campo resistió acciones hostiles tremendas del exterior, que contribuyeron incluso a fortalecerlo, pero acabó desmoronándose desde dentro. Los deseos no bastan para que un proyecto justiciero sea indestructible. El Titánic fue declarado invulnerable, y no se tomaron las medidas necesarias para evitar su naufragio. Con millones de personas a bordo, una Revolución atraviesa edades de la humanidad, aguas más desafiantes que un océano.

Contra una nave semejante pueden operar los icebergs que los enemigos le pongan en el camino, y otros menos objetivos, pero también reales: no todos los seres humanos asumen de igual modo el ideal de rebasar una era compleja y de duración imprevisible. Unos más que otros aspiran a que los logros lleguen al tramito de historia que son sus vidas y al pedacito de mundo que son sus casas (o los sitios donde habiten). La zanahoria tiene su importancia, y una cosa son los cálculos de la lecherita y otra la producción de las vacas.

Una Revolución debe prevenir deformaciones cuya existencia no parece limitable al ámbito de los viajeros y los marinos de menor rango. Haya o no haya camarotes para todos, está por ver si en los desafueros brillan quienes buscan un mínimo espacio en que vivir o quienes ya tienen camarotes confortables, colosales, no mínimos. Así sean necesarias, las diferencias de categorías y remuneraciones pueden generar insatisfacción y trastornos.

Parece más fácil advertir la inviabilidad y las injusticias del igualitarismo que practicar la justa igualdad; más fácil arriesgar la vida que las comodidades. ¿Qué ocurriría si algunos de los beneficiados por las «diferencias justas» deciden que sus méritos bastan para atribuirse por su cuenta -no digamos con cuentas mal habidas- ventajas que los distancien de los marinos y viajeros a quienes deben guiar con buen timón y con el ejemplo? Los méritos son importantes, pero democracia y meritocracia no son lo mismo, aunque lo parezcan.

Que algunas figuras sobresalientes de la tripulación se corrompan, o se acomoden, ¿pasará sin malos efectos entre la marinería y los viajeros? Los acomodados buscan servidores, cómplices, y estos intentarán imitar, hasta donde puedan, a quienes tienen autoridad para premiar servicios o castigar desacatos. La influencia de premios y castigos ilegales e inmorales resulta nociva, y si los castigos -directos o indirectos- reprimen denuncias de inmoralidades, ¿qué esperar? La existencia de acusaciones anónimas es un pésimo signo de comportamientos individuales y males colectivos. Pero pareciera que a veces sin ellas no se descubrirían ciertos delitos. ¿Por qué puede resultar «necesario» el anonimato?

No es cuestión de anécdotas. Por comisión, omisión o connivencia objetiva, esta historia puede envolvernos a todos, y convertirse de cotidiana en costumbre. Habrá personas que digan: «No es el momento para hacer críticas, porque el enemigo puede valerse de ellas». O esto otro: «No es el momento adecuado para enfrentar la pequeña corrupción», como a veces llamamos a ciertos hechos que no creemos graves.

¿Cuál será el momento para ejercer la crítica y enfrentar la corrupción desde sus raíces? Que en determinadas circunstancias algunos manejos sirvan para sobrevivir, para resolver problemas a los que no se halle solución por caminos rectos, no es para despreocuparnos. Muy mala señal se recibe si revolucionarios sinceros coinciden con acomodados, oportunistas y delincuentes -en fin: con los no interesados en salvar y mejorar el socialismo-, en estimar que no conviene «andar criticando mucho», y menos aún cambiar ciertas cosas que piden a grito ser cambiadas para bien del bien.

Nuestros enemigos echarán mano a todo para desacreditarnos, pero hay algo de lo que nadie debe tener la menor duda: la crítica puede resultar hasta inoportuna -quizás porque el oportunómetro sea más difícil de manejar que el oportunismo-; pero sacarán menos ganancias de ella que de la debacle a la cual podría llevarnos la corrupción. Aun pareciendo que no llega al tobillo, es funesta: corroe, se expande. Si no puede atajarse a fondo sin la debida producción de bienes de consumo y de servicios, también por eso resulta vital alcanzar niveles productivos satisfactorios. La corrupción «de baja intensidad» es terreno para la complicidad, inconsciente incluso, con niveles de corrupción directamente letales.

No por gusto la dirección de la Revolución Cubana, en particular el compañero presidente Raúl Castro, insiste en la necesidad de alcanzar una alta eficiencia económica, y no esperar a lograrla plenamente para enfrentar la corrupción a todos los niveles. El descontrol, enemigo de la eficiencia, crea una «cultura» en la cual prospera la corrupción, cuya peor variante no será la encarnada en luchar un poco de leche en polvo o una colada de café para el desayuno. Para llegar a ciertos grados de corrupción se necesitan recursos y facultades que no están en poder de los más humildes en la nave, sino de quienes tienen el modo de construir un yate o adquirirlo para sí con fondos que no les pertenecen. Si a esos se les deja actuar impunemente, se apoderan del barco, o le tuercen el rumbo.

Lo dicho por un académico u otro, por un periodista u otro, por un ser humano u otro contra la corrupción, puede irritar y tildarse de inadecuado, y tener o atribuírsele insuficiente base documental. Pero ¿para qué existe o debe existir el debate? Junto con la corrupción, hay otras cosas muy graves: la irritación ante la crítica puede venir no solamente de incautos, o de personas que honradamente piensen que la crítica puede hacernos daño, sino asimismo de quienes estén interesados en que la corrupción no se combata  (y menos aún la suya).

A eso que suele llamarse «la gente de la calle», y que es el pueblo, o parte de él, puede oírsele reprobar que en el área de un organismo dado ocurra un desastre sobresaliente, o una cadena de calamidades explicables por descontrol y mal trabajo, y no le cueste el cargo, entre otros, al jefe del organismo, aunque «solamente» sea por desconocer lo que pasa en su esfera. No es cosa de arrancar cabezas, ni de cazar brujas, sino de impedir que las brujas y los brujos nos decapiten, y asegurar el buen funcionamiento del país, con lo que dentro y fuera de él se confirma el carácter de la Revolución, y esta se fortalece.

Ella ha resistido el bloqueo y otros icebergs fabricados por sus enemigos -agresiones armadas, actos terroristas, desvergonzadas campañas mediáticas- porque la mayoría del pueblo apoya un sistema responsabilizado con la propiedad social, la justicia y la mayor equidad posible. El sentimiento colectivo que eso genera ha sido un valladar contra la alianza -voluntaria o consciente, según el caso, pero objetiva– que para el enemigo representan en el interior del país males como la insuficiente productividad, la desidia, la burocracia, el deterioro de los servicios, el descontrol y la posible metástasis de la corrupción. En el capitalismo es natural ese cáncer voraz. En el afán socialista es aberrante.

Ha sido decisiva, y no se debe desconocer, la sabiduría, conciencia o intuición del pueblo sobre lo que significaría la vuelta al capitalismo. En la opinión popular se ha expresado campante la voluntad de mantener los logros socialistas y hacer más productivo el sistema, para lo cual se requiere una gran ofensiva que alcance revolucionariamente logros como una menor centralización burocrática, una mayor participación popular y controles efectivos. No hay que abusar de la confianza y la resistencia del pueblo, ni permitir que las desviaciones crezcan hasta no caber dentro del afán socialista: lo harían estallar.

Los males corroen el conjunto de la sociedad, y a sus miembros individualmente. Uno de los resultados más dañinos de la falta de control es privar al país del servicio de personas que pueden ser hasta eficientes, y acaban fuera de circulación, con sanciones severas. Por sus características, hay quienes están dispuestos a violar toda norma y todo control en el afán de obtener beneficios. Pero la sociedad no puede renunciar a buscar métodos para evitar deformaciones que van centralmente contra ella. Un rosario de errores y horrores puede avalar la condena aplicada a quien los haya cometido, y también, de paso, mostrar descontrol o peligrosa lentitud en el enfrentamiento de los errores y las deformaciones.

Se sabe que de intocables y de corruptos que no se descubrieron a tiempo surgió en el otrora campo socialista europeo una mafia poderosa. Sus integrantes, beneficiados con el dinero, la experiencia de mando y las relaciones que acumularon en cargos desde los cuales debieron haber servido al socialismo, lo combaten hoy desde altas posiciones empresariales y políticas. Ojalá los partidos comunistas que en esas tierras se desactivaron estén ahora en la clandestinidad, luchando o dispuestos a luchar por un socialismo verdadero.

Aunque se probara -¿ocurrirá?- que la fragua histórica basta para que todos los dirigentes salidos de ella sean incorruptibles, inmunes a deslealtades y malversaciones, el país tiene ante sí una tarea inexcusable: crear o perfeccionar un sistema de dirección con mecanismos adecuados para formar y controlar a sus nuevas hornadas de dirigentes, cuyo acrisolamiento no podrá confiarse a tareas históricas que ocurrieron ya y son irrepetibles. Si no es saludable dejar las cosas en manos de jóvenes que salten de las aulas a oficinas de funcionarios enmeladas con prerrogativas notables, tampoco lo sería depender de lo que la sabiduría popular va llamando cuadros reciclados.

Si no hay Batistas y esbirros como los que servían al imperialismo y fue costoso derrotar; si no hay agresiones armadas como en Girón, porque -ojalá así sea- los imperialistas no vuelven a perpetrarlas; si no fuera posible o necesario reeditar el internacionalismo combativo que cubanas y cubanos protagonizaron en otras tierras, entonces habrá que convertir en histórico y heroico lo que, por cotidiano, podría parecer poco importante: la formación de ciudadanos en quienes eficiencia, honradez y humildad marchen juntas.

El imperialismo sigue en pie. Nos agrede con el bloqueo y con calumnias, y puede retomar otras armas. Si no encuentra aliados domésticos como los Batistas y sus esbirros, los tendría en ciertos lacayos, y los cómplices mayores pudiera hallarlos en las deformaciones, entre las cuales descuella la corrupción. La lucha por erradicarla, sin olvidar otros males, es un acto histórico que el país debe seguir reforzando sin extremismos y sin ingenuidad.

Un simple artículo no será ni más fuerte ni más amplio que el Titánic, y el tema se relaciona con numerosos hechos. Se han mencionado los niveles de producción y la calidad de los servicios. Añádase la relación, vital, entre el trabajo, los salarios y los precios. Y no se excluyan la indisciplina social y la grosería, a las que sería fatídico acostumbrarse. Mal estaremos mientras repudiarlas se considere cosa de exquisitos, prurito aristocrático.

La máxima «Entre santa y santo pared de canto» remite a grupos humanos comprometidos con algo tan difícil como la castidad. La pared que a la honradez aquí defendida le urge no es ni la Inquisición ni un muro aislado, sino la cultura anticorrupción, que se expresará de veras cuando se apliquen de modo natural, eficaz y permanente los controles necesarios, sin olvidar que los mecanismos no son mágicos y los inspectores no caerán del cielo. En medio de eso, debemos impedir que la corrupción nos infarte el corazón y la cabeza.

El tema está entre los que demandan atención clara y profunda en el cauce central de nuestra prensa, no sólo en los meandros alternativos. Asegurar que haya espacio para favorecer la búsqueda de soluciones revolucionarias y que la población esté bien informada propiciará, además, que nadie con buenas intenciones crea necesario irse a ventilar nuestros problemas en publicaciones que nos calumnian. No es cuestión de academia, sino de vida.

Fuente: http://www.cubarte.cult.cu/paginas/actualidad/conFilo.php?id=15121

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