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Entrevista a Gerardo PIsarello sobre «Procesos constituyentes. Caminos para la ruptura democrática»

Fuentes: Rebelde

Gerardo Pisarello, que acaba de publicar en Editorial Trotta Procesos constituyentes. Caminos para la ruptura democrática, responde a las preguntas de Luis Roca Jusmet sobre temas de relevancia jurídica y política como la reforma constitucional en nuestro país.

¿De qué hablamos cuando hablamos de proceso constituyente?

Puede definirse de muchas maneras. En un sentido técnico, es un conjunto de actuaciones que conducen a la elaboración de una nueva Constitución. En un sentido más amplio, podría verse como un proyecto que aspira a refundar las instituciones, a redefinir los derechos de la población y a replantear las obligaciones de los poderes públicos y privados.

¿Un proceso constituyente implica un cambio automático de las relaciones de poder?

De ninguna manera. Un proceso constituyente no es un mecanismo mágico que permita modificar la realidad de la noche al día. Una nueva Constitución puede suponer un cambio en las reglas de juego institucionales, pero eso no implica una mejora inmediata en la vida de las personas.

¿Y qué haría falta para asegurar esta mejora?

Hacen falta muchos elementos que escapan a una Constitución: otras leyes, otra administración, cambios profundos en el poder judicial, el desarrollo de formas solidarias, cooperativas, de producción, de gestión de los bienes comunes y públicos.

¿Y la participación ciudadana?

Sin duda. Un proceso constituyente democrático debería verse, sobre todo, como una herramienta plural, diversa, de autoorganización y autoeducación popular.

¿Un proceso constituyente es por definición democrático?

No, no tiene por qué serlo. Puede ser democratizador, pero también puede ser autoritario o elitista. Desde el punto de vista formal, puede implicar a sectores amplios de la sociedad, a los estratos populares, a la mujeres, o bien realizarse desde arriba, bajo la vigilancia de las élites que gobiernan o de grupos de poder no sometidos al control de la ciudadanía, como ocurrió en buena medida con la Constitución de 1978 o con el proyecto de Constitución Europea de 2004. Desde el punto de vista del contenido, un proceso constituyente -o la Constitución que resulte de él-, serán más democráticos mientras más contribuyan a distribuir el poder político, económico, social y cultural.

De ahí la importancia de la participación a la que se aludía antes.

La participación o la incidencia popular son decisivas. Para comenzar, en la fase destituyente del orden previo, es decir, en el cambio de correlación de fuerzas que permite desplazar, por presión social o por vía electoral, a los poderes existentes e imponer otros nuevos. En segundo lugar, en el momento de apertura del proceso constituyente propiamente dicho.

Es decir, cuando se rompe con la Constitución antigua y se comienza a elaborar la nueva.

Exacto. Cuando se plantea la necesidad de convocar una Asamblea Constituyente para elaborar una nueva Constitución. La participación de la ciudadanía en las medidas políticas y sociales que se adopten en esta fase, en la Asamblea y en los proyectos de Constitución que se discutan, es fundamental para la configuración del régimen político y económico futuro. Y también lo es en el momento de ratificación de la Constitución adoptada, que puede implicar una o más consultas a la población sobre las cuestiones previamente discutidas.

¿Y cuándo se suele poner en marcha un proceso constituyente, de ruptura?

Las situaciones pueden ser variadas. Por ejemplo, cuando un pueblo o una comunidad política deciden constituirse formalmente en un Estado o en una nueva República. Este fue el caso de los Estados Unidos, en 1787, y de muchas repúblicas nacidas de procesos anticolonialistas o independentistas a lo largo de los últimos siglos. También puede abrirse camino cuando una comunidad política es cuestionada de manera lo suficientemente radical como para exigir nuevas formas de organización institucional y social. Así ocurrió durante la Revolución francesa, o con los procesos de ruptura que siguieron a la caída del fascismo y otras dictaduras, en Italia o Portugal.

¿Y más recientemente?

Ahí tenemos los ejemplos de América Latina, del Norte de África o de Islandia. Aunque no siempre han sido procesos constituyentes exitosos. En Islandia, por ejemplo, la ciudadanía forzó dos referendos para no pagar la deuda de las entidades financieras, se juzgó a algunos políticos y banqueros, pero no se pudo aprobar una nueva Constitución. Con todo, la idea de proceso constituyente no ha perdido vigencia. Se habla de ruptura democrática en Chile, en Colombia.

¿Y en España?

La Constitución española nació con condicionamientos y deficiencias innegables. Pero contenía algunas promesas garantistas y admitía lecturas abiertas, flexibles. Hoy queda muy poco de todo eso. Los derechos sociales y las libertades civiles son conculcados sin rubor y las interpretaciones más democráticas del texto de 1978 se arrinconan. Diría que no solo no hay evolución, sino que asistimos a un auténtico golpe deconstituyente.

¿Y qué se puede plantear ante una situación así?

Muchas reformas urgentes podrían acometerse sin necesidad de cambiar la Constitución. Una mayoría legislativa similar a la del Gobierno actual podría plantear el rechazo de la deuda ilegítima, frenar el drama de los desahucios, revertir la contrarreforma laboral o ampliar los mecanismos de participación ciudadana. Lo que ocurre es que una mayoría que se atreviera a hacer algo así tendría que plantearse, sin mucha dilación, la apertura de un proceso constituyente.

¿Eso quiere decir que la reforma constitucional carece de sentido?

Si la reforma, e incluso una Asamblea Constituyente, la pudieran instar los propios ciudadanos, como se prevé en Bolivia o Ecuador, quizás tendría sentido. Pero no es el caso español, que solo permite cambios que cuenten con el consenso de los dos partidos mayoritarios. Hoy mismo, ese acuerdo no existe, y cuando se hacen propuestas, muchas son más regresivas que las planteadas por los sectores más conservadores durante la transición. Una reforma constitucional democratizadora, en realidad, exigiría la existencia de una clase política muy diferente a la actual.

¿Este debate sobre la posibilidad o la necesidad de un proceso constituyente coincide con la exigencia de una consulta en Cataluña? ¿Es posible dentro del marco constitucional actual?

Si hay voluntad política, la consulta es jurídicamente viable, sin necesidad de reformar previamente la Constitución. El Gobierno ha optado por una oposición cerril, que no hará desaparecer este reclamo. En mi opinión, una salida limpia a la cuestión territorial solo puede pasar por el reconocimiento previo del derecho a decidir, que no es sino una lectura actualizada del derecho a la autodeterminación de los pueblos. En la oposición antifranquista esto estaba muy claro, y se sabía que se aludía, ante todo, al caso de Cataluña, el País Vasco y Galicia.

¿Y Europa?

Muchas de las políticas antisociales, deconstituyentes, vienen de la Unión Europea. De ahí que un proceso de ruptura democrática en un solo país tenga un recorrido limitado. Hacen falta, pues, nuevas alianzas constituyentes supraestatales, sobre todo entre los países del Sur de Europa. Eso e impulsar, antes de que sea demasiado tarde, un auténtico proceso constituyente europeo que revierta la deriva oligárquica y autoritaria a la que estamos asistiendo hoy.