Recomiendo:
0

¿Por qué las palabras dan color al mundo?

Entrevista a Guy Deutscher a propósito de su reciente libro «Through the Language Glass»

Fuentes: Tlaxcala

Traducido por Manuel Talens

¿Alguna vez le ha preguntado a alguien si el grifo del agua caliente que hay en el lavabo es el que está cuesta arriba? O puede que le haya señalado usted a un amigo esas hormigas coloradas que deambulan al norte de su pie. O quién sabe si -con la mayor delicadeza- le ha dicho a la mujer con quien está cenando que se limpie una migaja de pan que tiene en la mejilla de la montaña. ¿Le parece que lo anterior no tiene sentido? Es posible que, si se lo parece, sea porque la lengua materna que usted habla no es el tzeltal, el guugu yimithirr o el balinés. En su libro «Through the Language Glass», Guy Deutscher se ocupa de estas y otras diferencias en el pensamiento y en la percepción que las muchas lenguas del mundo ocasionan en sus hablantes. Deutscher es en la actualidad investigador honorario de la Escuela de Lenguas, Lingüística y Culturas de la Universidad de Manchester (Reino Unido). Lo que sigue es una entrevista que mantuvimos recientemente por correo electrónico.

En la introducción de su libro señala usted las muchas maneras en que la gente suele sobrestimar la influencia de la lengua en el pensamiento y la experiencia. ¿Por qué lo cree así? ¿Hay otros aspectos en los que la gente subestime la influencia de la lengua?

¿Será que en parte tenemos tendencia a sobrestimar la influencia de la lengua porque solemos subestimar la inteligencia de los demás? Piense en razonamientos como éste: «Si a una cosa se la llama x, la gente creerá que es x por simple hecho de tener ese nombre. Por supuesto, yo sé que no es así, pero los demás no lo saben.» Este tipo de sobreestimación tiene una larga historia. Una de las primeras discusiones sobre la influencia de la lengua en el pensamiento fue un ensayo del erudito bíblico Johann David Michaelis en 1760, que ganó el premio de la academia prusiana. En él, Michaelis explica que si, por ejemplo uno le diese nombres completamente distintos a dos legumbres que en realidad son muy parecidas, «la gente» nunca sospechará que son similares. Por supuesto, Michaelis no había oído hablar de clementinas, mandarinas, tangerinas ni satsumas.

Por otra parte, también es verdad que solemos subestimar la influencia de la lengua, como he tratado de mostrar en el libro. De lo que no nos damos cuenta es del ascendiente de los hábitos que la lengua puede crear en nosotros a través de las distinciones que nos enseña a hacer y de los tipos de información que nos incita a privilegiar desde muy temprana edad. Lo irónico de todo esto es que los ámbitos en los que la lengua materna puede ejercer un efecto sobre el pensamiento son exactamente esos en los que el sentido común esperaría que todas las lenguas fuesen iguales, por ejemplo, en el de cómo describir el espacio que hay a nuestro alrededor o hablar de los colores.

Dice usted que si una lengua posee una palabra para el color azul, casi con certeza tendrá otra palabra para el rojo, pero no a la inversa. ¿Qué es lo que esta suerte de asimetría nos dice sobre la percepción del color?

En primer lugar, no es «casi con certeza», sino «con toda certeza», porque no conocemos ninguna excepción a esta regla. La conclusión inicial de los eruditos del siglo xix fue que esta asimetría refleja el hecho de que nuestra visión cromática ha mejorado desde el punto de vista biológico en fechas muy recientes. Han hecho falta mucho tiempo y muchas disputas para que hoy se acepte que el desarrollo de los nombres atribuidos al color refleja profundos cambios culturales, no anatómicos. Buena parte de mi libro trata de dejar bien claro que la intuición de que las distinciones de color que hacemos son simplemente un legado de la naturaleza -tal y como se pensaba-, en realidad están profundamente influenciadas por convenciones culturales. A fin de cuentas, la pura verdad es que si la gente encuentra un nombre para el rojo antes que para el azul no es porque pueda ver el primero antes que el segundo, sino porque todos damos nombres a las cosas que nos parecen importantes y, en todas las culturas más simples, el rojo es más importante en la vida que el azul.

En su libro, la hipótesis de Sapir-Whorf y sus repercusiones ocupan un lugar destacado. ¿Puede explicarnos brevemente dicha hipótesis y, sobre todo, en qué radica su fallo?

Tal como la planteó Whorf, el fallo está en que presupone que en la lengua que hablamos es una prisión que limita nuestra capacidad de pensar, de razonar y de comprender. Whorf pretendía que «si una lengua carece de palabras para el concepto x, los hablantes no podrán comprender x». Pero nunca se ha podido presentar la menor prueba convincente de una influencia limitadora como ésta por parte de la lengua materna y, de hecho, hay miles de ejemplos contrarios, fáciles de encontrar con solo buscarlos. Podemos entender perfectamente bien cosas para las que nuestra lengua no nos ha proporcionado las etiquetas con las que nombrarlas.

¿Por qué cree que esta hipótesis de la relatividad lingüística ha resultado tan atractiva fuera del campo de la lingüística, por ejemplo, en muchas disciplinas de humanidades y ciencias sociales como la literatura, la sociología, la filosofía, etc.?

Bueno, es una idea muy seductora, porque da pábulo a todo tipo de explicaciones aparentemente simples de cuestiones y problemas complejos. Lo que hice en mi libro fue tratar de encontrar algunos de los ejemplos más absurdos, como ese de un filósofo según el cual la ruptura de Enrique viii con el Papa y el nacimiento de la teología anglicana se debieron inexorablemente a las exigencias de la gramática inglesa.

Uno de los objetivos de su libro es la defensa de lo que denomina el principio de Boas-Jakobson como una especie de sustitución de la hipótesis de Sapir-Whorf, que supuestamente rescata lo rescatable en la idea de que la lengua influye en el pensamiento y la percepción. ¿Puede explicar brevemente dicho principio?

Lo que el antropólogo y lingüista Franz Boas explicó a principios del siglo xx fue que la gramática de cada lengua determina qué aspectos de la experiencia deben expresarse. En los años cincuenta, Jakobson convirtió aquella perspicacia de Boas en una máxima concisa: las lenguas se diferencian esencialmente en lo que deben transmitir (pues, en teoría, cualquier pensamiento puede expresarse en cualquier lengua). Las lenguas se diferencian en los tipos de información que sus hablantes están obligados a dar cuando describen el mundo (por ejemplo, algunas de ellas los obligan a ser más específicos sobre el género de lo que lo hace el inglés; por su parte el inglés obliga a sus hablantes a ser más específicos sobre el tiempo verbal de lo que lo hacen otras lenguas; otras obligan a ser más específicos sobre las diferencias de color, y así sucesivamente). Esto da lugar a que si nuestra lengua materna nos obliga a expresar determinada información cada vez que abrimos la boca, prestaremos atención a cierto tipo de información y a ciertos aspectos de la experiencia que a los hablantes de otras lenguas ni siquiera les preocupan. Esos hábitos del lenguaje pueden crear hábitos mentales que van más allá del habla y que afectan a cosas como la memoria, la atención, la asociación e, incluso, a habilidades prácticas como la orientación espacial.

Usted describe en su libro a una tribu de aborígenes australianos que hablan la lengua guugu yimithirr. ¿De verdad sólo comprenden orientaciones espaciales de acuerdo con los puntos cardinales (Norte-Sur, Este-Oeste)? ¿De verdad las coordenadas egocéntricas, es decir, «derecha e izquierda» y «delante y detrás», no cuentan para nada en su pensamiento?

No es que no puedan comprender nuestras coordenadas egocéntricas. No parece que tuvieran problemas para aprender esos conceptos en inglés y utilizarlos correctamente. La diferencia radica en otra cosa: si nuestra lengua nos obliga a ser conscientes de la orientación geográfica de acuerdo con los puntos cardinales cada vez que nos desplazamos durante la vida (puesto que ellos nunca utilizan las coordenadas egocéntricas), ese hábito crea una capa de pensamiento espacial y una memoria que «nosotros», que hablamos lenguas egocéntricas, no necesitamos… y ese tipo de conciencia geográfica tiene profundas implicaciones en la orientación y en la percepción del espacio.

Dice usted que algunas lenguas -húngaro, finlandés y vietnamita, por ejemplo- carecen de géneros femenino y masculino y no tienen pronombres personales como «él» o «ella». ¿Cabe pensar, entonces, que en dichas lenguas el sexo tenga un papel menos definitorio en la concepción que los demás tienen de nosotros, puesto que la lengua no les exige que nos conciban como hombre o mujer cada vez que nos tomen como referencia?

Eso es algo de lo que sólo me cabe hacer conjeturas, pues no sé si se ha estudiado empíricamente. Sólo puedo responderle de forma anecdótica: el inglés se diferencia en esto de mi lengua materna, el hebreo. Contrariamente al inglés, el hebreo carece de una palabra asexuada para designar, por ejemplo, el concepto de friend (amigo), pues su gramática me exige que especifique cada vez si el amigo es de sexo masculino o femenino [como el español, N. del T.]. Yo sé por experiencia que, cuando escucho la palabra friend, automáticamente necesito asignarle un sexo pues, para mí, un amigo o una amiga no pueden nunca estar en un estado de indeterminación, como sucede con la paradoja del gato de Schrödinger. Lo sé porque me sucede a menudo que, conforme avanza una conversación, me doy cuenta de que me había equivocado en el sexo que le asigné inicialmente a la palabra friend, lo cual me desconcierta y me obliga a reajustar mentalmente toda la información anterior. ¿Les sucede lo mismo y con la misma intensidad a los hablantes nativos del inglés o también ellos piensan a veces en friends de manera más indeterminada? Si fuese así, los hablantes del húngaro simplemente aplicarían el mismo principio de indeterminación a otros contextos. Dicho lo cual, no olvidemos que ni siquiera las lenguas que carecen de distinciones de género pueden evitar la existencia de la misoginia.

¿Cómo se explica que Homero le asignase a la miel el color verde, al buey el color del vino y al hierro el color violeta? ¿Y por qué los nativos de la Isla de Murray dicen que el cielo es negro?

Con respecto a la primera de sus preguntas, no puedo explicarlo mejor de lo que ya lo hizo William Ewart Gladstone hace ciento cincuenta años: «Para Homero, los colores no eran hechos, sino imágenes: las palabras que utilizó para describirlos son figurativas, tomadas de objetos naturales. En aquel tiempo no existía una terminología fija del color y era el genio de cada poeta verdadero quien seleccionaba un vocabulario propio.» Para Homero, la palabra que terminó significando «verde» significaba algo así como «fresco», «recién cortado» o «pálido» y podía aplicarse perfectamente a cosas frescas o pálidas que fuesen de color verde o amarillo. Parece ser que la distinción entre el amarillo y el verde no era muy importante en su tiempo. De manera similar, en muchas culturas el «azul» está considerado como un matiz del negro y la necesidad de buscar un nombre específico para ese matiz específico no les quita el sueño, sobre todo si se considera que los objetos materiales de color azul son raros en la naturaleza, contrariamente a lo que sucede con la vasta inmensidad inmaterial del cielo o incluso del mar. De manera que es perfectamente lógico que si un puntilloso antropólogo les pregunta a los nativos que de qué color es el cielo, éstos utilicen el color más cercano de su paleta y respondan que es «negro».

Vale la pena señalar que los científicos cognitivos hace tiempo que se interesan por la relación entre la lengua y la cognición. Parece un tópico, por ejemplo, que esta relación haya llegado a ser lo suficientemente convencional como para que el departamento de ciencia cognitiva de la Universidad Cornell ofrezca Lengua y Cognición como una de sus cinco carreras.

Desde su nacimiento, la ciencia cognitiva ha estado estrechamente relacionada con la lingüística y, por supuesto, se ha interesado en la relación existente entre lenguaje y pensamiento y, en particular, en la lengua como una ventana abierta hacia la mente. Pero la ciencia cognitiva también ha estado dominada desde su nacimiento por una visión particular de la lengua que yo no comparto por completo, a saber, que los aspectos más fundamentales de la lengua y de sus reglas gramaticales son innatos, que están codificados en los genes y preinstalados en el cerebro. Según esta corriente de opinión, las diferencias entre las lenguas han de ser por principio superficiales y eso hace que exista una fuerte resistencia ideológica a admitir la idea de que lenguas diferentes pueden afectar las mentes de sus hablantes de maneras diferentes.

En el último capítulo de su libro parece usted optimista sobre la profundidad de los conocimientos que adquiriremos en lingüística y psicología cognitiva en el futuro. ¿Cuánto tiempo deberá pasar todavía antes de que podamos dar respuesta a las principales preguntas? ¿Décadas? ¿Siglos?

Como dice el dicho, el don de la profecía es cosa de locos. Dado el ritmo al que avanza el progreso, décadas parece más probable que siglos, pero no debemos olvidarnos de la infinidad de grandes avances que en un principio debían realizarse en una década pero que, sin embargo, tardaron muchas en ver la luz.

Fuente: http://www.tlaxcala-int.org/article.asp?reference=2459