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Entrevista a Manuel Cañada sobre el libro La huelga más larga (II parte)

Fuentes: Rebelión

«Esta huelga apuntó a la raíz. Los trabajadores eludieron las añagazas que suelen funcionar en estos casos y adoptaron dos mecanismos de control del destajo: uno, de autorregulación, y el otro, de limitación del poder patronal».

Manuel Cañada trabaja actualmente de educador social en un IES de Extremadura. Forma parte, en condición de afiliado, del PCE, IU y CGT, aunque su tiempo de militancia, como él mismo señala, lo dedica fundamentalmente a un colectivo por los derechos sociales que lleva el nombre de «La Trastienda».


Estábamos en asuntos de memoria. El concepto está de moda, lo sé, pero su libro puede ser un ejemplo, acaso a contracorriente, de abonar la memoria histórica de los trabajadores. Si fuera así, ¿cómo cree usted que hay que cultivar la memoria obrera? ¿Es pasado interpretado, documentado, bien expresado y a punto de congelar, o puede o pretende ser su ensayo un libro de interés para la historia de hoy mismo? ¿Para qué podría «ser útil» si fuera este segundo caso?

Pienso que debe cultivarse la memoria de la clase obrera en tanto que clase. No se trata de hacer antropología y muchos menos, costumbrismo. Lo que urge es una memoria de la explotación y de la resistencia que busque «una salida a la praxis», que tienda vínculos con las luchas del presente. Memoria obrera es recuerdo de la intemperie, del frío que atraviesa los huesos, pero también revivir de la generosidad y del coraje. El NO oportuno, el no impensable, el no pleno de valor. Me vienen a la memoria tres buenos ejemplos, tomados del cine, que podrían servir como referencias útiles: Novecento, Billy Elliot o Recursos humanos. La comunidad obrera, organizando su pequeño mundo al margen del patrón, pasando el testigo generacional, haciendo valer las verdades de la unidad y del sacrificio.

La memoria y la historia obreras no deben ser «arqueología», pasado congelado, como tú bien dices. Tampoco el proceso de transmisión cultural está libre de la barbarie, nos recuerda Benjamin. Y la memoria, como la historia, tiene y debe tener consecuencias. No es sólo bálsamo de heridas o digna sepultura para los familiares, es el arco que une pasado y presente. Es memoria actual y actuante. ¿Cómo nos enfrentamos al dogal del salario? ¿Cómo nos revolvemos contra el esquirol invisible, nuestra mentalidad de consumidor y propietario de clase media? ¿Cómo hacemos quebrar la traición de clase envuelta en ascensos y promociones? ¿Y cómo lo hacemos hoy? Hoy, cuando por todos lados vemos el rastro de la explotación: empresarios que no pagan la seguridad social, becarios explotados, interinos a los que chulean las vacaciones, despedidos con una mano atrás y otra adelante. Desposeídos y precarios, mileuristas y nimileuristas, trabajo sin derechos, trabajo sin fin…

Y en la memoria colectiva, en la producción de sentido, el relato adquiere una función primordial, como recordaba recientemente Javier Mestre. La memoria histórica es mucho más que la crónica de los años 30 y 40. Hace falta contar la historia reciente, la urdimbre del poder que sufrimos, la marginación de la clase obrera en la transición, la represión, los asesinatos de Pedro Patiño, de los obreros de la construcción de Granada, de la Bazán, de Vitoria…O el pacto entre los arribistas de ambos bandos que supuso la transición (Rafael Chirbes).

Habla de ello en más de un momento a lo largo del libro. ¿Cómo concibe usted la relación entre la historia y la política?

Gramsci afirma, con Croce, que «la historia es siempre, y sólo puede ser siempre, contemporánea». Y la historia contemporánea es política. Un buen ejemplo de esa permanente concupiscencia podría ser que la metáfora que se ha venido utilizando en las últimas décadas para aludir a la victoria del capitalismo no haya sido otra que la del «fin de la historia».

Sorprenderá al lector tal vez las referencias que hace usted a lugares de encuentro obreros como bares o tabernas. ¿Qué importancia tienen esos ámbitos? ¿Es allí dónde se fermenta la rabia?

Muchos de los libros sobre historia del movimiento obrero que conozco comparten un asfixiante economicismo. Estadísticas sobre contratos temporales, número de afiliados a los sindicatos, trascripción de los periódicos de la época… Me parece que esos nutrientes son necesarios pero insuficientes.

Poner el foco en los bares o en los barrios, a modo de pista o insinuación para la investigación, es un intento de acercarse de otro modo al conocimiento de la clase obrera. Frente a la mera repetición de las estadísticas del Ministerio de Trabajo y frente al regüeldo de las instituciones, «el ethos, el modo de vida, el sentido del vivir cotidiano», como diría Joaquín Miras. Frente al dato instituido, aparentemente neutro y objetivo, la singularidad de los sujetos, la reivindicación de los espacios despreciados por los usufructuarios de la ciencia social. Hay un reciente libro de Raúl Zibechi (Política y miseria) que insiste en la misma idea: «Los opresores siempre se empeñaron en eliminar o controlar los espacios sociales autónomos de los oprimidos (desde las barracas donde dormían los esclavos hasta las tabernas, cervecerías y mercados donde concurren las familias proletarias), porque saben que allí se tejen las rebeliones».

La fermentación de la rabia, a la que se alude en el libro, no se produce sólo o fundamentalmente en los bares, es obvio. La expresión es una metáfora, con la que se quiere poner el acento en la importancia de lo comunitario, de lo pre-sindical, de lo pre-político. La rabia fermenta en la conciencia, claro está, pero la conciencia se alcanza o se reúne en muchas instancias; no sólo en los libros; no sólo ni preferentemente en las reuniones de partido o sindicato. La rabia va adquiriendo conciencia en los espacios informales, en la cotidianidad, en los vínculos no episódicos.

¿Dónde fermenta, en nuestros días, la rebelión de las banlieu, de las barriadas miseria? En las plazas y escalinatas de los barrios, donde se juntan los parados y excluidos, en los bares donde se juega a las cartas, en las colas del INEM o de los Servicios Sociales… Donde, desde luego, no parece que fermente mucha rabia es en los locales del sindicalismo oficial. Hoy tienen el aire de una oficina, donde un grupo de burócratas atiende las reclamaciones y solicitudes de los usuarios o clientes-trabajadores. Me parece que en esos despachos más que fermentar, la rabia se requema y asquea.

Cita en el libro, en un determinado momento, las luchas de Numax y de Sintel. ¿Por qué fueron tan importantes esas luchas? ¿Por qué considera tan importante para un trabajador participar activamente en una lucha obrera larga? ¿Qué podemos aprender en ella?

Alain Badiou definió la política como fidelidad al acontecimiento. Pienso que muchos de los trabajadores que han participado en una huelga larga la describirían, sin duda, como un acontecimiento que ha marcado sus vidas y, en muchos casos, ha fundado un compromiso militante duradero.

Las luchas citadas de Numax y Sintel responden a ese perfil y además tienen cierto aire de familia con la huelga de los yeseros. Son huelgas largas pero además «irreverentes», que desbordan el guión de lo previsible y de lo posible. Huelgas donde se va a por todas, luchas que van en serio.

He afirmado que para un trabajador es muy importante participar activamente en una lucha de estas características porque pienso que el mundo se aprende luchando. Y en una huelga larga se aprende en carne propia la naturaleza del capitalismo. El obrero constata su debilidad y su fuerza; aprende que es un paria, una mercancía condenada a esperar o buscar un comprador de su fuerza, de su inteligencia y de su tiempo, pero también que es justamente él quién crea puestos de empresario. Se aprende que el capitalismo tiene mil trampas y escondites, que se oculta tras un castillo de formas (mercancía, dinero, acciones…), que tan pronto se desdobla en filiales como lo hace en franquicias o en subcontratas. Se comprueba para qué y a quién sirve la policía o la justicia; se ve a las claras que capital y estado son la uña y la carne de la misma mano invisible. Y se aprende, sobre todo, el secreto mecanismo de la lucha de clases, el heliotropismo del que hablara Benjamin: se aprende la unidad y el coraje, el cemento de las fatigas colectivas, la importancia de «vestirse por los pies», de respetar la palabra dada, el significado exacto de palabras como esquirol o compañero…

Afirma también en el libro que el pistolero es una figura central del entramado empresarial de la construcción. ¿Lo fue, lo sigue siendo?

Sin ningún género de dudas. Lo que ocurre es que, también aquí, se ha producido una adaptación, una «modernización» del pistolero. Los Florentinos y las Koplowitz no podrían existir sin una organizada cohorte de mercenarios del metro cuadrado. La burguesía no puede reproducirse sin una urdimbre de lumpen-burguesía; los parásitos grandes necesitan de muchos parásitos pequeños.

Pero lo que el capital y sus ideólogos llaman «descentralización productiva» ya no es privativo de sectores como la construcción. La subcontratación, la «externalización», es hoy uno de los pilares donde se asienta la reorganización capitalista del poder.

El lenguaje ha cambiado, eso sí. Ya no se habla de «prestamismo» o de «sacapringues». Ahora se habla de recursos humanos, asistencias técnicas, coaching, emprendedores, agencias privadas de colocación… toda una jerga que edulcora la realidad. Pero el fondo, es decir, la «gestión de la mano de obra», el dominio sobre esa especialísima mercancía llamada trabajador, el control de la explotación en definitiva, se mantiene intacto.

¿Qué papel tuvo usted en la huelga que se describe en el libro?

En ese momento, participaba en la dirección de CCOO, tanto en el sindicato de la construcción como en la Unión Provincial de Badajoz. Este hecho, la implicación activa en la huelga, me ha obligado a encarar la escritura del libro de otro modo. He procurado que desapareciera el rastro personal, salvo en contadas ocasiones. Se trataba de contar la lucha desde el nosotros, sin absurdas ínfulas de objetivismo pero dando un paso atrás, dejando que se escuchara la voz de Joaquín, de Antonio el Oreja, de Carlos, de Paco el Camarón, de Fermín, de Tole, de Tomás, de los hermanos Aparicio, de Mora, de los yeseros en definitiva, los auténticos protagonistas de la huelga. Se trataba de «estar ahí como si uno no estuviera ahí», como dice uno de los Poemas lisiados, de Jorge Riechmann.

 


Ahora no desde luego, pero durante años se ha hablado en España, con la cara muy satisfecha y risueña, y en épocas diversas, del «boom de la construcción». ¿Qué boom es ése? ¿Cuáles son sus efectos?

El boom de la construcción en España viene de largo. Ramón Fernández Durán señalaba una línea de continuidad entre el urbanismo especulativo de los 60 y 70 y el tsunami urbanizador de las dos últimas décadas. Las fortunas y el poder de la casta dirigente se han amasado en los negocios de la construcción. La colusión entre poder político y poder económico está en el origen del modelo de crecimiento capitalista en España.

Finaliza el segundo capítulo del libro hablando de una revolución jornalera que «hizo temblar la tierra». ¿Qué revolución fue esa?

Aquí estoy haciendo referencia a una expresión utilizada por Eric Hobsbawn para describir las rebeliones campesinas. El historiador inglés afirmaba: «la revolución social en Andalucía empieza poco después de 1850». Y yo añado, por mi cuenta: en Extremadura también se cardó mucha lana.

Esa «larga revolución» se extendió a lo largo del siglo XX y es uno de los conflictos originarios del golpe militar de 1936. La matanza de la plaza de Toros de Badajoz es uno de los episodios más sanguinarios, pero al mismo tiempo la culminación represiva del tenaz pulso que venían manteniendo terratenientes y jornaleros. La Mano Negra, los motines del hambre, la creación de la Guardia Civil, el bandolerismo social, Jarrapellejos, el caciquismo, Casas Viejas, Castilblanco, la ocupación y roturación masiva de tierras del 25 de marzo de 1936, son algunos de los ecos de esa enconada lucha.

En el libro se alude a las últimas boqueadas de la mítica reivindicación por la Reforma Agraria. Marinaleda o el Sindicato de Obreros del Campo serían algunos de los honrosos rescoldos que quedan de ese sueño histórico. El sistema del PER se organizó, precisamente, para darle la puntilla.

Esta pequeña estampa sobre las últimas marchas jornaleras de finales de los 80, junto a otros dos apuntes sobre la penetración de la heroína en los barrios (La heroína no cae del cielo) y sobre la precoz conciencia de muchos militantes en relación a la naturaleza del GAL (La verdad está en el asesino), es un esbozo «impresionista» de lo que podría haber sido una contextualización socio-política de la huelga.

Le pregunto ahora por huelgas indefinidas.

Vamos a ellas.

 

Nota edición: La primera parte de esta entrevista ha sido publicada en Rebelión.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.