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Errejón y el populismo, en tres tesis

Fuentes: Ctxt

En estos días de feliz confluencia, tiene cierto interés recuperar la discusión en Fort Apache sobre Podemos y el populismo [https://www.youtube.com/watch?v=-q9oxr54X_Y]. Si dejamos a un lado las intervenciones de Alberto Garzón, es Carolina Bescansa quien, a partir del minuto 49:30, hace la que tal vez sea la aportación más relevante para comprender a los populistas […]

En estos días de feliz confluencia, tiene cierto interés recuperar la discusión en Fort Apache sobre Podemos y el populismo [https://www.youtube.com/watch?v=-q9oxr54X_Y]. Si dejamos a un lado las intervenciones de Alberto Garzón, es Carolina Bescansa quien, a partir del minuto 49:30, hace la que tal vez sea la aportación más relevante para comprender a los populistas de izquierda: «No querría abandonar la mesa sin decir algo relativo a las condiciones materiales que subyacen y acompañan a este proceso de crisis de régimen que evalúo como momento populista, momento populista acompañado en el nivel mundial por un crecimiento de la desigualdad sin precedentes […]. Más allá de la reflexión sobre la lógica de la capacidad performativa [realizativa] de la palabra, que me parece crucial, creo que no conviene perder de vista las condiciones materiales que acompañan a todo esto». La cuestión no es que lo dicho sea extremadamente vago, sino que se trata de un mero inciso para seguir anclados en el discurso.

Entretanto, Íñigo Errejón ha publicado un artículo [http://ctxt.es/es/20160420/Firmas/5562/Podemos-transformacion-identidad-poder-cambio-Tribunas-y-Debates.htm] en el que, de algún modo, sistematiza sus discrepancias ideológicas con Garzón a la hora de articular el siempre difícil vínculo entre teoría y praxis política. Pero me temo que, de nuevo, el documento es más interesante por lo que omite que por lo que enuncia. Veámoslo.

1.- Politicismo

Errejón viene a decir -partiendo para ello de una anécdota- que ya no es la economía lo que explica la movilización ciudadana -sus «simpatías o antipatías». Esto puede entenderse, en todo caso, como una impugnación del determinismo materialista más o menos engelsiano. No hay -o no debería haber- problema alguno con eso. Pero sí lo hay cuando, aceptado ese punto, se dan algunos saltos ilegítimos. Por ejemplo, inferir de casos particulares que ya no hay «un terreno ideológico común», y luego, como empujados hacia esa suerte de pendiente resbaladiza que encadena falacia tras falacia, sostener que la política, en tanto que «actividad de construir orden y sentido en medio de voluntades entrecruzadas», constituye «el terreno de combate fundamental para construir posiciones y cambiar los equilibrios de fuerzas en una sociedad».

(Por aquello de las precauciones ideológicas de que alguna vez habló Manuel Sacristán, adviértase antes de continuar que este lenguaje de Errejón mantiene cierto parentesco con el de un defensor de la «democracia de propietarios» como John Rawls, incluso con el de un socioliberal como Jürgen Habermas, quien no tiene empacho en extirpar del diálogo constituyente toda cuestión relacionada con la economía de mercado -con el capitalismo, para ser más precisos. Estos dos autores, que siguen gozando de enorme reconocimiento académico, entienden que el consenso es «sólo político», y la obediencia a la ley que resulte de ese silencio tendido sobre lo económico, un deber de civilidad. Por cierto que el constitucionalismo español de hoy, que se dice, en su versión más reciente, liberal-progresista y patriota, hereda de su tradición de vencedores la fe en el consenso -léase, mantenimiento del orden- y en la presunta política «post-metafísica» -léase, post-materialista- de un Rawls o un Habermas.)

Para oponerme a esta tesis ni siquiera estoy pensando en el «viejo» socialismo: basta considerar las distintas batallas contra la barbarie expresada en múltiples formas en eso que llamamos Sur Global. W. Benjamin, la interpelación de las víctimas o el recurso a «los de abajo» es en efecto un lugar de encuentro para las distintas políticas transformadoras. Pero no es verdad que «la simpatía» tenga que ver «fundamentalmente con una percepción difusa de representar lo nuevo, lo ajeno a las elites tradicionales y una promesa general de renovación del país». Eso lo podría haber canalizado cualquiera con la capacidad y la audacia de los líderes de Podemos pero con principios ideológicos radicalmente opuestos. En este orden de cosas, no es un asunto menor el hecho de que la derecha y la «nueva» derecha (PP y C’s) hayan obtenido más votos -aun sin incluir ahí al PSOE, que es el lugar que le corresponde- que la izquierda y la «nueva» izquierda (IU y Podemos). Ni «lo nuevo» ni «las izquierdas» ganaron los comicios del 20-D. Mal que nos pese, el «terreno ideológico común» de la mayor parte de la ciudadanía sigue siendo el individualismo posesivo (liberal o neoliberal). O sea, la derecha.

Pero la «simpatía», lograda además de forma vertiginosa, es cosa que, ciertamente, puede y debe ir en aumento. A mi juicio, no obstante, la razón para ello sigue estando más del lado de la economía que de la cultura. Aunque sea una perogrullada, es una realidad obstinada: las infames consecuencias derivadas del crack del año 08 han vuelto receptiva a una parte cada vez mayor de la población -lo que, a estas alturas, da fe del cinismo de Margallo al entonar el «mea culpa» de la austeridad.

Estoy lejos de querer sumarme al irresponsable «cuanto peor, mejor», pero fue la crisis económica la que, en formas muy distintas, nutrió tanto al 15-M como ha nutrido luego a Podemos. Entre la izquierda -y lo digo así, porque hablar de «los de abajo» es hacerlo siempre en términos de economía política-, Podemos ha sabido aprovechar mejor que ninguna otra organización esa circunstancia. (Desde luego, no fue la IU de Cayo Lara la que «politizó» -dicho esto de forma bastante rudimentaria- a «la gente».) Pero el proyecto económico es todavía el gran interrogante. También para la nueva fase que acaba de abrirse.

2.- Idealismo

El propio Errejón tiene que reconocer que «durante largos años» el PP supo llevar a cabo «una construcción cultural y material compleja». Pero esto sólo complementariamente ha sido cosa de relatos. Cuando Marx y Engels reflexionan sobre la «falsa conciencia», efectivamente tratan de construir un sujeto histórico desde un discurso innovador (no a otra cosa responde el voluntarioso «¡proletarios de todos los países, uníos!»). Pero la burguesía tuvo que acabar aprendiendo del Manifiesto Comunista que, si no daba de comer al hambriento, éste intentaría devorarla: tanto para el PP como para el PSOE, «pacificar la lucha de clases» -fórmula que por cierto repite Habermas desde 1962- precisamente ha pasado por alimentar las expectativas «asociadas a la burbuja inmobiliaria y sus rentas». (Si no fuera porque excede del objeto de este escrito, cabría decir algo aquí respecto de la «acumulación por desposesión» teorizada por David Harvey, que en todo caso da buena muestra de la perseverancia de lo material.)

Por otro lado, que la literatura filosófico-política se haya dado a la tarea de pontificar acerca de los «valores posmateriales» no debería hacernos creer en la muerte de «lo material» y aún menos en la imposibilidad de la traducción de las diversas luchas contrahegemónicas («un mundo donde quepan todos los mundos»). Asimilar esa retórica sí sería hacer vencedor al relato hegemónico. En este sentido, escribe Errejón: «No se trata en absoluto de negar que existan intereses concretos, necesidades materiales asociadas a la forma en la que vivimos y nos ganamos la vida. Sino de reconocer que estas nunca tienen reflejo directo y «natural» en política, sino a través de identificaciones que ofrecen un soporte simbólico, afectivo y mítico sobre el que se articulan posiciones y demandas muy distintas».

Haré sólo dos observaciones a lo que se dice en el párrafo. En primer lugar, no conviene obsesionarse con el determinismo económico ni con el teorema de la infraestructura y las superestructuras. Insistimos en ello porque éste parece ser el único interlocutor de Errejón -como durante décadas lo ha sido para Habermas el marxismo ortodoxo en lugar del propio Marx. Y en segundo lugar, y a juzgar por lo que dice inmediatamente después, el primer punto parece, más bien, una mera prevención, un cubrirse retóricamente las espaldas para luego adentrarse en el tópico liberal del «sí, pero no»: está bien que las personas persigan sus propios intereses -los liberales, Rawls entre ellos, siempre han interpretado la «vida buena» en términos de deseo, preferencia o gusto, nunca de necesidad-, pero eso no cabe en los márgenes de «lo político». (De su círculo, más bien: la justicia política sólo se ocupa de cuestiones de justicia política; las cuestiones de justicia política son aquellas de las que se ocupa la justicia política.)

Para no dar una representación falsa de su argumento, hay que matizar lo anterior a partir del siguiente principio: el recurso formal al consenso sirve al sostenimiento de un orden social dado merced al consentimiento ganado (o pretendido) en aquellos que virtualmente podrían oponérsele. Por ello, desde su posición teórico-práctica, Errejón bien puede afirmar que «la política radical, que aspira a generar otra hegemonía y otro bloque de poder, no es aquella que se ubica contra los consensos de su época, en un margen melancólico de impugnación plena, sino aquella que se hace cargo de la cultura de su tiempo y sitúa un pie en las concepciones y «verdades» de su época y el otro en su posible recorrido alternativo». La maniobra es inteligente y seguramente inextirpable de todo proyecto transformador (ponerlo de manifiesto fue una de las muchas virtudes de Gramsci), pero el contenido de la misma es incierto.

En un paso posterior, en efecto, Errejón sostiene que «nada en política es «mentira» si construye en torno a sí el equilibrio, las creencias y el acuerdo como para generar estabilidad durante décadas». Si de verdad se tomara esto en serio, el teórico político quedaría inadvertidamente despojado de criterios con los que poder juzgar de manera crítica una «situación concreta». (La cruz, sin la espada, difícilmente habría mantenido en el poder al cristianismo durante cerca de dos milenios.) Tal vez se haya llegado a esta encrucijada fruto de la confusión que genera tomar en préstamo una razón comunicativa deudora de Habermas combinada con un misticismo schmittiano que reduce lo político a la relación amigo/enemigo. Eso explicaría cómo los restos del idealismo alemán han podido presentarse, sorprendentemente, en un formato «político radical». En todo caso: es evidente que el autor del texto ‘Podemos a mitad de camino’ sigue pensando que puede «revitalizar la esfera pública» leyendo virtuosamente en «las posibilidades de despliegue» de un «arsenal cultural».

3.- Reformismo

La tensión entre los campos cultural, político y económico no puede resolverse en una sola dirección. Pero aun cuando quepa reconocer esto, o precisamente por ello, me resultan insatisfactorios, a este propósito, los postulados de alguien tan próximo a Errejón como Chantal Mouffe1: «Las concepciones que rechazan los principios del liberalismo deben excluirse. Principios antagónicos de legitimidad no pueden coexistir en el seno de una misma asociación política sin poner en cuestión la realidad política del Estado». Toda la crítica en este sentido de Mouffe a Rawls se reduce al hecho de que el filósofo estadounidense elimina «la lucha democrática entre «adversarios»», negando así el carácter «constitutivo» y «dicotómico» de la política, que es, según la autora (en esto, muy schmittiana), el rasgo antagonista por el que se define toda comunidad humana. Pero esa «lucha democrática entre ‘adversarios'» debe darse, continúa Mouffe, «entre quienes comparten lealtad hacia los principios liberales democráticos pero defienden interpretaciones distintas respecto al tipo de relaciones e instituciones sociales que deben aplicarse». Lleva razón la filósofa al criticar el consenso entendido a la manera de Rawls, pero, si en verdad quiere disipar dudas acerca de su postura económica, debería superar el marco discursivo liberal-político; esto es, tiene que quedar clara la ruptura con el capitalismo.

«La paradoja de estos dos años -escribe todavía Errejón- es que esta concepción constructivista de la política y su importancia [otorgada] al lenguaje, las metáforas y la práctica de la contrahegemonía, ha sido tan exitosa en términos prácticos como poco comprendida en términos teóricos». La paradoja no es tal toda vez que se rebajan ambas pretensiones. Fiarlo todo a «la capacidad performativa [realizativa] de la palabra», como dijera Bescansa, incorpora el riesgo de que los «creadores de opinión al servicio del IBEX-35», tan constructivistas en ese terreno de juego como el propio Errejón, terminen por ganar la partida. Claro que también puede ocurrir lo propio si el terreno privilegiado para presentar batalla es el económico-material, pero el «movimiento popular» que se genera con uno u otro tiene un alcance y un significado bien distinto.

Para empezar, y aun aceptando que se haya «renovado el lenguaje» y «otorgado una importancia central a la batalla por el relato», no es de recibo que sigan considerándose un éxito los cerca de 200 escaños que han impedido «el cambio». Me temo que sólo desde una «hipótesis narcisista» se puede considerar un éxito que 16 millones de votantes hayan optado por partidos neoliberales. No descarto un vuelco relativo en las próximas elecciones, pero la cuestión capital es ver hacia dónde conduce el «instrumento político» recién engendrado. Por lo pronto, detrás de las fórmulas errejonianas del tipo «reequilibrio del contrato social en favor de la ciudadanía» se esconde el mismo benestarismo que ha llevado a la bancarrota a una socialdemocracia que, como Habermas, no comprende que el capitalismo, ni siquiera el de Keynes, no entiende de límites ni de contrapesos.

Si es verdad que en Podemos cohabitan las almas de Ernesto Laclau y de Boaventura de Sousa Santos, lo mejor que podría pasarle en estos momentos a quienes han suscrito el histórico pacto es que el segundo les acabe pareciendo más convincente a los miembros de la formación morada. La co-participación de IU debería servir para evitar que la pelea por lo material-concreto se diluya en las abstracciones de la lógica discursiva. Sólo por eso, «una coalición» ya es más prometedora que un «matrimonio de conveniencia». No se nos olvide que la realidad de la Unión Europea y de una globalización neoliberal en descomposición nos espera.

Nota:

1 Las sucesivas citas de la filósofa belga están tomadas de su obra La paradoja democrática. El peligro del consenso en la política contemporánea, Barcelona, Gedisa, 2012, pp. 42 y ss.

Javier García Garriga, licenciado en filosofía y doctorando en filosofía política y derecho internacional en la Universidad de Barcelona.

Fuente: Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.