Los ciudadanos estadounidenses de origen judío podemos estar seguros de que numerosas organizaciones judías dicen hablar en nuestro nombre sin que nadie se lo haya pedido. También podemos estar seguros de que, si discrepamos del artículo de fe fundamental de la comunidad judía en EE UU -que Israel no se equivoca nunca-, nos machacan. Cuando […]
Los ciudadanos estadounidenses de origen judío podemos estar seguros de que numerosas organizaciones judías dicen hablar en nuestro nombre sin que nadie se lo haya pedido. También podemos estar seguros de que, si discrepamos del artículo de fe fundamental de la comunidad judía en EE UU -que Israel no se equivoca nunca-, nos machacan. Cuando nuestros compatriotas gentiles expresan algunas dudas, se les acusa de antisemitismo. A los que somos judíos se nos acusa de odiarnos a nosotros mismos.
¿Es posible que la obligación suprema de los judíos estadounidenses sea utilizar nuestra considerable influencia para lograr que la política de Estados Unidos coincida con la de Israel? Las organizaciones judías nos dicen que no existe ningún conflicto de lealtades o responsabilidades: ambos países comparten unos valores y unos objetivos comunes. Se trata de una frase absurda, pero el hecho de que se repita contradice un estereotipo sobre los judíos: nuestra supuesta inteligencia. Suele ir acompañada de la afirmación de que no hay ningún grupo de presión israelí, sólo ciudadanos estadounidenses que expresan de forma espontánea unas opiniones a sus representantes electos y al Gobierno.
La fructífera campaña del lobby israelí, coordinada con la embajada de Israel, para convencer al Congreso de que respalde la decisión de la Casa Blanca de dar carta blanca a Israel en Líbano, se puede interpretar como un epílogo involuntario de otra campaña. Esta primavera, los profesores John Mearsheimer, de la Universidad de Chicago, y Stephen Walt, de Harvard, publicaron en The London Review of Books y en un trabajo de la Escuela de Gobierno J. F. Kennedy un análisis del «poder absoluto» que ejercen sobre la política de Estados Unidos los defensores incondicionales de Israel. Éstos reaccionaron con sonoras denuncias en las que tacharon a los autores de perversamente antisemitas o (en las críticas más suaves) intelectualmente incompetentes.
La asimilación de los inmigrantes judíos de Europa del Este (entre ellos, mi abuelo) que llegaron a finales del siglo XIX y principios del XX ha cambiado enormemente sus posiciones. Hoy en día, con judíos que destacan en los negocios y las finanzas, las artes y las profesiones, la ciencia y la educación, los medios de comunicación y la política, se ha olvidado cuánto antisemitismo declarado había en EE UU hace sólo 50 años, tanto en las capas más altas de la sociedad como en sus rincones más oscuros. Del lado gentil, el sentimiento de culpa por el Holocausto y el filosemitismo del protestantismo calvinista norteamericano hicieron que los judíos empezaran a ser aceptables. Asimismo, la idea de los puritanos del siglo XVII de que América era un nuevo Israel preparó el terreno para que sus descendientes consideraran el Estado de Israel como una nación hermanada espiritual y políticamente con la nuestra.
Mientras tanto, el ascenso económico y la aceptación social de los judíos estadounidenses es un triunfo tanto colectivo como social. La verdad es que la idea de que Estados Unidos es una cultura totalmente individualista es simplista; los avances sociales son obra de grupos étnicos y religiosos muy organizados. Los judíos han sabido utilizar muy bien su ascenso desde su condición de trabajadores inmigrantes y vendedores callejeros hasta ejecutivos de Wall Street y rectores de universidades para lograr no sólo la integración en el país, sino un gran poder político y cultural.
La capacidad de disfrutar de nuestro éxito se ha visto disminuida por la mala conciencia de no haber podido ayudar a los judíos europeos durante el Holocausto. Esa experiencia, junto al recuerdo imborrable del genocidio, es un factor importantísimo en la identidad de los judíos estadounidenses, que hoy está centrada en la defensa incondicional del Estado de Israel. Muchos de ellos consideran que a Jehovah, por supuesto, hay que oírle con respeto, pero que los primeros ministros y jefes de gabinete de Israel hablan directamente en nombre del Señor de los Ejércitos.
La clase dirigente norteamericana agradece el compromiso de los judíos con Israel. Durante la Guerra Fría y su derivación bastarda, la guerra contra el terror, Israel ha servido los intereses de Estados Unidos en Oriente Próximo. Y la transformación de un grupo importante de comentaristas, intelectuales y estudiosos judíos que antes se mostraban críticos y propugnaban valores universales y ahora defienden la superioridad moral y el dominio mundial de Estados Unidos, ha sido muy conveniente para nuestros líderes y ha ofrecido trabajos lucrativos a los oportunistas.
Ahora bien, ¿es bueno todo esto para los judíos? El hecho de que Israel dé por sentado el papel de EE UU como policía en Oriente Próximo no garantiza, desde luego, la supervivencia del Estado israelí. La tan celebrada «asociación estratégica» no es necesariamente permanente. Si los dirigentes estadounidenses decidieran que unos intereses estratégicos más generales imponen la necesidad de sujetar o incluso abandonar a Israel, no dudarían en hacerlo. A las protestas de los judíos estadounidenses se respondería evocando la cuestión de la doble lealtad, sobre la que los líderes judíos son ahora tan complacientes.
Los judíos estadounidenses quizá harían mejor servicio a los israelíes si evitaran la identificación total con Israel y asumieran una postura más reflexiva. Jerusalén ha cambiado de manos decenas de veces desde la conquista romana. Las políticas de Israel, que combinan la brutalidad y el desprecio hacia los árabes, suscitarán otro cambio, y más bien pronto. Se suponía que el Estado judío tenía que proteger a la diáspora, pero ahora es la diáspora la que protege al Estado judío. Sin embargo, la diáspora estadounidense ha superado ya sus límites. Su capacidad de ayudar indefinidamente a Israel es discutible.
En EE UU, los principales aliados de los judíos solían ser los protestantes liberales, los católicos modernos, cuyo máximo triunfo fue el Concilio Vaticano II, y los progresistas laicos. Ahora, los judíos están aliados con otros que no hace mucho eran antisemitas encarnizados. Los protestantes fundamentalistas piensan que la creación de Israel significa que la conversión de los judíos es inminente. ¿Y si los fundamentalistas exigen a los judíos estadounidenses que adelanten el final de los tiempos y empiecen ya a convertirse? Algunos han acogido la crisis de Líbano como el comienzo del Apocalipsis. Mientras tanto, luchan contra el pluralismo de la esfera pública, que es indispensable para que los judíos posean derechos permanentes en nuestro país.
Estados Unidos corre peligro de convertirse en una nación que no se defina por la ciudadanía, sino por las conexiones entre comunidades étnicas y religiosas en apuros a las que une un imposible proyecto de dominar el mundo. ¿Podrán los premios Nobel y la habilidad para los negocios, además de las imágenes bíblicas del siglo XVII según las cuales América era un nuevo Israel, proteger a la minoría judía a medida que se desintegre nuestro proyecto imperial? Ese final podría engendrar unas tensiones internas que desemboquen en una nueva corriente de antisemitismo.
En el New Deal de F. D. Roosevelt y la Great Society de Johnson, los judíos tuvieron un papel importante dentro de las alianzas para reconstruir la sociedad. Volver a dirigir las energías judías hacia esos proyectos es una forma más eficaz de asegurar la supervivencia de los judíos estadounidenses que formar coaliciones con quienes rechazan las raíces de nuestro país en la Ilustración. E, indirectamente, puede ser también muy beneficioso para Israel: un Estados Unidos con una visión más realista de sí mismo sería más mesurado respecto a su papel en el mundo y tendría una opinión más equilibrada sobre sus responsabilidades.
La imparcialidad en Oriente Próximo no perjudicaría a Israel sino que le ayudaría, al reducir la agresividad y el militarismo que dominan hoy la cultura política israelí. El otro día, un general israelí hizo una valoración de largo alcance al declarar que Israel lleva en guerra 6.000 años. Tanto la población actual de Israel como los pueblos vecinos preferirían empezar los próximos 6.000 años con unos decenios de paz.
Estados Unidos podría ayudar empleando su gran influencia y sus recursos para obligar a Israel a reanudar unas negociaciones serias con los palestinos. La belicosidad de muchos judíos norteamericanos por persona interpuesta es destructiva. La historia no juzgará con benevolencia a quienes la fomentan.
La obsesión de los judíos estadounidenses con Israel como centro de su vida no estaba tan clara en las primeras décadas de existencia del Estado israelí. De hecho, los dirigentes de la comunidad judía dijeron a los israelíes que la patria de los judíos estadounidenses era Estados Unidos, y no Israel. Lo curioso es que, a medida que el Holocausto se aleja más en el tiempo, su presencia en la imaginación de los judíos, tanto en Estados Unidos como en Israel, parece aumentar y revivir toda una serie de fantasmas.
Ha llegado el momento de hacer una valoración más seria de las dimensiones históricas del presente. Eso solo ya es suficientemente difícil.
Norman Birnbaum es catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.