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¿Es de izquierdas durar?

Fuentes: Cuarto Poder

Uno de los rasgos de la izquierda clásica, marxista o libertaria, es su desconfianza hacia los partidos que llegan al gobierno y, enseguida, hacia los partidos que no son desplazados inmediatamente del gobierno. Es decir, hacia los partidos que se mantienen en el ejercicicio del poder. A partir de la convicción no insensata de que […]

Uno de los rasgos de la izquierda clásica, marxista o libertaria, es su desconfianza hacia los partidos que llegan al gobierno y, enseguida, hacia los partidos que no son desplazados inmediatamente del gobierno. Es decir, hacia los partidos que se mantienen en el ejercicicio del poder. A partir de la convicción no insensata de que (1) no se puede llegar al gobierno por vías democráticas -en las llamadas democracias «burguesas»- sin renunciar a la transformación radical de la sociedad o de que (2) no se puede conservar el poder sin hacer concesiones de principio que implican la renuncia a esa transformación, la izquierda ha tenido siempre dificultades para sumarse al juego electoral, luego para desear ganar las elecciones, por fin para interiorizar reglas de gestión muy correosas fosilizadas -por años de gobierno de las derechas- contra sus valores y sus prácticas. En resumen: que la relación con «el gobierno» se ha convertido básicamente en un test de «izquierdidad»; ha servido para decidir retrospectivamente qué partido era realmente de izquierdas y cuál no: todo partido que no fuese descabalgado por un golpe de Estado (blando o duro) o no perdiese enseguida las elecciones, todo partido que se mantuviese en el poder más de cuatro años se volvía enseguida sospechoso y, si gobernaba más tiempo, demostraba así que había renunciado a sus principios, su programa y su vocación transformadora. El solo hecho de durar ha desacreditado siempre a los gobiernos de izquierda. Durar sólo puede ser una cosa de derechas.

Esta relación izquierdista con el gobierno tiene dos laderas. Una relacionada con el hecho, desgraciadamente inobjetable, de que los cambios que se pueden introducir desde el poder son pocos y casi homeopáticos y de que los partidos que han intentado ir más lejos han sido derrocados por campañas militares o civiles una veces cruentas y otras bellacas. Pero tiene también que ver con la prevalencia -psicológica y política- del «momento revolucionario» o «momento constituyente» en el pensamiento clásico de izquierdas. De izquierdas es sólo el instante del relámpago liberador, la disrupción popular en la plaza liberada, el derribo fulminante de la Bastilla; momento a partir del cual todo sólo puede ser ya desviación, aburguesamiento y decadencia. Este prestigio del «momento revolucionario» ha sobrevivido a la posibilidad misma de la revolución y a la conciencia razonable de que la «violencia revolucionaria» se reveló en el siglo XX más limitada en su capacidad transformadora que la propia impotencia democrática (al menos en su capacidad transformadora benéfica). Se sigue privilegiando mentalmente -y esperando sin darse cuenta- el levantamiento emancipador, la ruptura tectónica, la fractura constituyente después de la cual la política se hará sola, como «administracion de las cosas» o como «solidaridad ininterrumpida organizada»; y ello con la fatal consecuencia de que, incluso cuando la izquierda acepta disputar electoralmente el poder, desdeña prepararse para su ejercicio. Me temo que si a veces se ha hecho menos de lo que se hubiera podido en los municipios gobernados por «las fuerzas de cambio» no ha sido tanto porque no se quisiera hacer más -que también- sino porque no se sabía siquiera qué se podía hacer. No es que nuestros alcaldes y concejales hayan descubierto, mediante el choque frontal con la correosa realidad administrativa, todo lo que no se puede hacer; es que aún no han chocado lo bastante con ella como para averiguar todo lo que no sabían y aún no saben que sí se puede hacer.

La izquierda sabe que se puede hacer poco y lo pide todo. La izquierda sabe que se puede hacer un poco más, pero lo pide todo. La izquierda no denuncia la diferencia real existente entre lo que se puede hacer y lo que aún no se ha hecho sino que una y otra vez lo pide todo. Muchas de las críticas que se han dirigido desde la izquierda a Carmena en Madrid o a Colau en Barcelona son sin duda razonables e iluminan ese espacio -o hiato- entre la posibilidad y la voluntad; otras, en cambio, desprecian cada medida como expresión de una claudicación frente al IBEX-35 o de una voluntad de durar incompatible con los principios y las necesidades transformadoras. Las dos posiciones, no siempre infundadas, ignoran, en todo caso, estas preguntas: ¿qué significa realmente hacer? ¿Qué significa hacer cuando pasamos del nivel individual al nivel institucional? Y la más importante: ¿cuánto tiempo hace falta para -sencillamente- descubrir, no ya lo que no podemos hacer -que imagino se descubre enseguida y de manera traumática- sino lo que sí se puede? Es decir: ¿cómo diablos vamos a hacer todo lo que podemos hacer sino sabemos siquiera que podemos hacerlo?

Para averiguarlo -maldición- hay que gobernar. En términos institucionales, «hacer» significa ante todo «deshacer» lo que han hecho los equipos salientes durante décadas de gobierno; deshacer medidas, pues, que han sido respaldadas desde el poder legislativo en el Parlamento y que sólo podrían ser revisadas o derogadas desde allí. ¿Se puede rescindir un contrato blindado que se hereda del PP? ¿Cuánto tiempo y cuánto dinero se necesita? ¿Y cuánto tiempo lleva municipalizar los servicios o establecer un nuevo contrato más favorable para el conjunto de los ciudadanos? ¿Cuánto tiempo hace falta, repito, para llegar a saber qué podemos hacer?

Es verdad: en la izquierda estamos fatalmente acostumbrados a que el oportunismo, el falso realismo y la mutación paquidérmica invoquen la necesidad de «durar» -frente a enemigos muy peligrosos- para reproducir nuevas élites en el poder, cada vez más lejos de los principios y los programas que las llevaron hasta allí. Pero habrá que ajustarse a algún criterio -entre la ingenuidad idolátrica y la desconfianza ideológica- para sopesar la distancia entre la posibilidad y la voluntad, la dificultad aparejada a las circunstancias, los riesgos de pedir demasiado cuando el demasiado antagónico empuja desde el otro lado, con más medios y en un contexto favorable, de la forma más amenazadora. La recomposición del régimen del 78, la debilidad de Podemos, el desplazamiento de la derecha hacia posiciones más radicales, la situación en Europa y en el mundo, parecen aconsejar no facilitar la des-democratización rampante de nuestras instituciones; aconseja conservar los espacios ganados y los pequeños logros conquistados. Cuando se tiene poder, por poco que sea, hay que utilizarlo también para conservarlo. Eso lo hace muy bien la derecha, porque tiene los medios pero también la convicción -el deseo y el orgullo de la «duración».

No creo que debamos ahorrar ninguna crítica que ilumine el hiato entre posibilidad y voluntad o que ayude a descubrir y ampliar los límites de lo realmente posible. Estoy seguro de que ese hiato es ya, si se quiere, «político» y no sencillamente técnico, pero me parece que cuatro años son muy pocos para descubrir y forzar los límites administrativos y horadar los paquidermos fosilizados por acumulación histórica de poder derechista; son muy pocos, sobre todo, para dejar rastros materiales que a la derecha le cueste luego deshacer; son muy pocos -aún más- para abarcar los próximos cuatro años que de otro modo llenará, como un caudal que recupera su cauce, una nueva derecha mucho más vieja y agresiva. Yo soy -escribía hace unos días- del partido «oportunista» de los remendones y parcheadores; del partido también de los pararrayos y los rompeolas. Hay ocasiones en que las barricadas no hay que hacerlas en las calles sino en las instituciones. Necesitamos amontonar ruedas, sillas y cascotes en el poder municipal; necesitamos un mandato más. Los «ideales» hay que dejarlos para tiempos mejores o para tiempos peores; para cuando todo sea posible o para cuando todo sea ya imposible -salvo nombrar el bien. Pero cuando algunas cosas son aún posibles y otras no, y ni siquiera sabemos cuáles son por falta de tiempo, conviene no comportarse como si todo estuviese ya ganado o como si todo estuviese ya perdido. En un contexto en el que lo más posible -si lo damos todo por ganado o todo por perdido- es que España se sumerja con el resto de Europa en el tsunami des-democratizador, el tiempo se vuelve de pronto tan material como un cortafuegos o una muralla. Una advertencia: si hablo de «ideales» no es para relativizar los principios; los principios son innegociables pero a veces los «ideales» son lo contrario de los principios porque impiden formular -y desde luego responder- a la pregunta: ¿qué puedo hacer -e incluso negociar- en favor de mis principios?».

Nunca -es cierto- ha habido épocas «blandas», pero ésta es especialmente adversa. Por un milagro inexplicable la derecha no gobierna en el Estado y los harapos del 15M gobiernan algunos municipios. ¿Es de izquierdas durar? Mucho me temo que en estos momentos una de las pocas cosas de izquierdas que puede hacer la izquierda en España es conservar el poco poder que tiene: como parche, como dique e incluso como objeto de crítica y de presión. Desde el pesimismo radical y contra el derrotismo idealista diría incluso más: lo único de izquierdas que se puede hacer hoy en España es precisamente eso: durar.

Fuente: http://www.cuartopoder.es/ideas/2018/10/23/santiago-alba-rico-izquierdas-durar-luchas/

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.