Primera llamada, primera. El triunfo de la revolución cubana sobre la tiranía de Batista y las oligarquías nativas fue consecuencia de la unidad final de las fuerzas nacionalistas, populares y antimperialistas en pos de su liberación efectiva (1868-1959). Sin esta unidad, otro sería el cuento. El grado de calidad de la revolución tuvo que debatir, […]
Primera llamada, primera. El triunfo de la revolución cubana sobre la tiranía de Batista y las oligarquías nativas fue consecuencia de la unidad final de las fuerzas nacionalistas, populares y antimperialistas en pos de su liberación efectiva (1868-1959). Sin esta unidad, otro sería el cuento.
El grado de calidad de la revolución tuvo que debatir, necesariamente, la liquidación del régimen social clasista, madre de todas las injusticias. Saint-Just resucitó en Fidel: «Ciudadanos, el crimen tiene alas, va a extenderse por el imperio, a cautivar el oído del pueblo» (Convención Nacional, París, 27 de diciembre de 1793).
Recordémoslo: toda sociedad humana está cruzada por fuerzas que dentro o fuera del poder están interesadas en mantener y/o combatir el orden establecido (status quo). Rasgo característico: el amplio y complejo abanico de premisas que convenimos en llamar de «izquierda» y «derecha».
En la segunda mitad del siglo pasado se vivió (y con particular intensidad en 1989-90) la llamada «crisis de las ideologías». Variopintas posiciones «de centro», algunas muy «posmo», ocuparon universidades y centros de «excelencia académica» que enseñaban técnicas para pintar un cuadro con una linterna. Nada nuevo. Este tipo de crisis pueden estudiarse en los sucesos de 1794 y 1851, años decisivos de la contrarrevolución francesa.
Apuntemos otro dato interesante: «el muro» se cayó, pero casi nadie desea identificarse con la «derecha». Los actores políticos se dicen «de centro», «de centro izquierda» o de la «izquierda dentro de la democracia y la ley». Finalmente quedan los teóricos de la revolución, sujetos que a veces resultan amorosos y otras plomo líquido.
El debatido «problema» de la/las izquierdas consistiría en algo más simple que «el fin de los metarrelatos»: los personajes que desde sus filas ejercen la sabiduría canónica respecto al deber ser de la revolución. Menos acuciosas, la derecha y la izquierdas «dentro de la ley» se regocijan con el protagonismo enfermo de la izquierda tipo «comandante-en-jefe-ordene».
Por eso, los reaccionarios retienen (o retoman) el poder. Por eso, en libertad o tiranía, los conservadores de izquierda pueden más que los sabios autopersuadidos de que el futuro será necesariamente socialista, sin entender lo que pasó ayer o está pasando ahora. Me refiero, naturalmente, a los izquierdistas sin ángel ni misterio que nutren sus conocimientos de los «clásicos», apropiándose de sus glorias y aciertos. Las masas también los conocen y desconfían de ellos.
Así, no resulta casual que cuando aparecen personajes como Fidel Castro o Hugo Chávez les resulta difícil entender que estos líderes jamás hubiesen aparecido sin la historia rebelde de sus pueblos. En 1959, los «representantes del proletariado» se tomaron su tiempo para descifrar si en Cuba había revolución. Y hasta que La Habana no bendijo la revolución bolivariana, la izquierda derechista comulgaba con la derecha izquierdista: «Chávez, golpista», «Chávez, populista». Quienes en la izquierda viven acumulando tribunas, miedos, foros, tarjetas de crédito y transgresiones sin vuelo, nunca tienen tiempo para sopesar su historia nacional.
Segunda llamada, segunda. La Habana, 17 de noviembre de 2005, aniversario número ¡60! del ingreso de Fidel Castro a la universidad. El estadista más insigne del siglo XX se dirige a los componentes de su propio poder, construido una y otra vez en 47 años de revolución y, en particular, a millones de estudiantes.
El hombre que según la CIA padece enfermedades terminales (80 años el próximo 13 de agosto) habla más de seis horas. Fidel dice cosas que ningún revolucionario cubano se atrevía a decir. «Es tremendo el poder que tiene un dirigente cuando goza de la confianza de las masas», dijo. De acuerdo. Pero ¿a quién le toca fijar los límites?
Desde un lugar de descanso en la costa oriental de China, en plena «revolución cultural» (mayo de 1966), Mao Tse Tung escribe con vuelo filosófico a su esposa Chiang-ching: «… Me han impulsado hasta la cima de la montaña para exhibirme y, al parecer, no hay forma de no hacer lo que ellos quieren… Como decía Li-Ku: ‘es fácil romper lo que está alto… es difícil sobrellevar el nombre que uno ha conquistado…’ dí a entender que no estaba de acuerdo con las alabanzas de nuestro amigo» (Lin Piao, ministro de Defensa).
Mao cavila: «¿Qué se puede hacer?… En el mundo hay más de cien partidos (comunistas) y la mayoría no creen ya en el marxismo; han fracturado a Marx y a Lenin: ¿qué nos ocurrirá a nosotros?… Yo tengo la impresión de que ciertas alabanzas no son inapropiadas y te lo digo para ponerte en guardia: ellos, en cambio, quieren acabar con el partido y mi persona».
En la Universidad de La Habana Fidel develó cosas que todos sabían. Y esto sí es un problema. ¡Un gran problema!
Tercera llamada, tercera. ¡Acción! (si llegó hasta aquí, no se pierda la segunda parte de esta serie excitante acerca de Cuba y su revolución.)