En el segmento de inicio de The Fate of The Furious, octava entrega de la saga de The Fast and The Furious, o FF, Cuba ocupa un lugar de privilegio. Son 16 minutos donde La Habana reina como locación. Donde finalmente tenemos acceso a las secuencias rodadas durante los frenéticos días de abril de 2016 […]
En el segmento de inicio de The Fate of The Furious, octava entrega de la saga de The Fast and The Furious, o FF, Cuba ocupa un lugar de privilegio. Son 16 minutos donde La Habana reina como locación. Donde finalmente tenemos acceso a las secuencias rodadas durante los frenéticos días de abril de 2016 en que la capital cubana vio por vez primera lo que es oficiar como plató de un blockbuster de Hollywood.
Dominic Toretto (Vin Diesel) y su novia Letty (Michelle Rodriguez), la pareja protagónica, están de luna de miel en Cuba. Finalmente, su relación ha cuajado y la felicidad mutua se confunde con el jolgorio y la gozadera soleada de una Habana donde la gente vive al aire libre, los jóvenes se reúnen alrededor de autos de época y del reguetón con pose despreocupada. Un país casi sin viejos (excepto un cuarteto alrededor de una mesa de dominó y alguno que desanda las calles), ni mucha vida cotidiana más allá de las mujeres de larguísimas cabelleras sueltas y minúsculos shorts. Un Paraíso.
La primera línea de diálogo nos introduce de inmediato al panorama de los autos de época cubanos, esos museos rodantes que movilizan la curiosidad vintage global. Un joven explica que su carro se ha armado con piezas de Ford Plymouth y de Cadillac, pero tiene un motor de bote. Su abuelo lo habría comprado en 1957 y ha pasado de su padre a él. «Lo que sea para mantenerlo funcionando». Y los guionistas aprovechan para introducir una línea acerca del Cuban spirit.
Pero no hay Paraíso sin conflicto. Vienen a avisar a Dom que su primo está en problemas (aquí obtenemos repentino conocimiento acerca de la rama familiar cubana de Toretto). Alrededor de un coro de gente, el susodicho primo discute con un mulato que está a punto de remolcar su auto. Dom interviene y se entera de que ese individuo ha hecho un préstamo a su pariente, que este último no devolvió a tiempo. Por ello, está punto de perder el automóvil, que fuera comprometido como prenda.
El visitante propone algo intermedio: apuesta su propio auto en una carrera en la que el ganador se lo lleva todo. Supuestamente, el mulato, que es conocido como El Cubano (aunque esté interpretado por un actor de origen dominicano, Celestino Cornielle), tiene por negocio exportar autos clásicos cubanos a Estados Unidos. «Deberías mostrar un poco de respeto a tu gente», le alecciona Toretto. Y cuando le advierten que el tipo tiene el auto más veloz de Cuba, lanza otra frase de leyenda: «La única cosa que importa es quién está detrás del timón».
Y después de un intercambio de giros muy masculinos, se corre La Milla Cubana: una de las secuencias por las que se paga la entrada a cualquiera de las pelis de esta saga, vertiginosa e inverosímil, repleta de accidentes dramáticos inesperados (entre ellos, cuando los motoristas que acompañan a El Cubano intentan sacar al héroe de la carrera haciéndole trampa) que hacen devanarse los sesos a los guionistas y donde siempre triunfa el héroe.
Toretto cumple de maravillas el cometido del gringo bueno en patio ajeno: le da una lección al mal cubano. Este, que también tiene su moral, baja del auto en pleno Malecón, mientras una muchedumbre de jóvenes y niños los rodea. «Ganaste mi auto. Y también mi respeto», dice. Extiende su mano ofreciendo a Dom la llave del carro. La cámara nos permite verla en un gran primer plano: le cuelga un llaverito con la bandera cubana. Dom sonríe: «Quédate con tu carro. Tu respeto es suficiente». Esta escena ocurre bajo la columnata y ante el complejo escultórico en homenaje al acorazado Maine, en la zona del Malecón habanero hoy conocida como La Piragua.
En 2016, apenas días después de finalizado el rodaje de FF8 en La Habana, escribí un texto con el mismo título que este. Allí advertía, en otras palabras, que el rodaje de esta superproducción en Cuba no representaba para el país una mera operación de relaciones públicas. El taquillazo que ha significado su estreno y los récords en recaudaciones que deja quizás se refleje en la llegada de turistas (ha sido el estreno mundial más ambicioso de la historia de Universal Pictures, y ya va camino a convertirse en la más lucrativa de la saga). Pero también en la manifestación de los prejuicios coloniales inevitables en esta clase de transacciones simbólicas.
Podrá argumentarse que FF8 es un vehículo de entretenimiento, un producto comercial simplón y escapista, propio de la cultura de masas del capitalismo avanzado. Que no hay que ponerse profundo con ella, ni dedicarle tiempo o aplicarle las herramientas de la lectura sintomática. Lo cual se explicaría solamente como ingenuidad.
Porque una vez cumplido el trabajo del espectador que se deja llevar por la adrenalina y el «efecto wow», amanece la conciencia de que nada en el cine es casual. En cualquier producción, sobre todo en una tan compleja y costosa como esta, toda decisión de puesta en escena supone un cálculo previo. Son gestos elocuentes tanto terminar la carrera ante el monumento al Maine (frente al que se celebraban hasta la década de 1940 anuales desfiles que conmemoraban la intervención militar estadunidense en Cuba; coronado por un águila imperial que fuera derribada poco después del triunfo revolucionario de 1959) como usar símbolos.
FF8, tómese como artefacto lúdico o como examen de los prejuicios etnocéntricos con que Hollywood representa el patio trasero colonial (esta misma serie de películas lo ha hecho antes en República Dominicana, Dubai, la frontera estadunidense-mexicana, entre otros escenarios), significa una merma de soberanía simbólica para el país. Porque se ha cedido en la negociación a intereses que permiten llegar a más gente a costa de una pérdida del control sobre la imagen propia.
Convengo en que esta situación es inevitable. Ha sucedido y seguirá sucediendo. Pero en un intercambio de representaciones, en ese enfrentamiento de símbolos que ahora mismo tanto se anuncia como drástico desafío desde la tribuna política e intelectual nacional, entre el rodaje de FF8 en La Habana y su estreno, se ha perdido un año. Un año para reforzar el sector audiovisual cubano, para tomar medidas que fortalezcan su marco de legalidad y operacionalidad, para poner a circular las imágenes de un país más complejo que el aquí pintado y provocar con ellas una discusión que enriquezca la esfera pública donde FF8 ahora mismo encuentra decenas de miles de espectadores inevitablemente ávidos.
En este año, los estrenos de películas cubanas siguen siendo exiguos (algunos títulos han sido vetados para su exhibición; otros, son invisibilizados sin causa manifiesta), los productores encuentran cada vez más limitaciones para vencer la irracional barrera de permisos necesarios para rodar, el talento formado en las escuelas de cine nacionales sigue emigrando, y esas mismas escuelas se deterioran. Este año los cineastas cubanos no tendrán posibilidad alguna de acceder al Fondo Ibermedia porque el país no pagará la cuota necesaria para seguir gozando de sus beneficios.
No quiero decir con esto que FF8 no debería ser estrenada en Cuba. Ni que la 9 u otra que siga tengan que ser rechazadas. Finalmente las vamos a ver en alguno de los diversos espacios cinematográficos del verano televisivo, estrenada con bombo y platillo. Ojalá nos quede entonces la posibilidad de sentir un poco de vergüenza histórica.
Fuente: http://oncubamagazine.com/columnas/es-la-ideologia-estupido-reloaded/