En tiempos en los que la llegada de refugiados vuelve a traer debates simplificados y estereotipados sobre el imaginario árabe y/o musulmán, el filósofo y ensayista Santiago Alba Rico (Madrid, 1960), quien vive desde hace 17 años en Túnez y antes residió seis años en Egipto, es una de las voces que hay que escuchar. […]
En tiempos en los que la llegada de refugiados vuelve a traer debates simplificados y estereotipados sobre el imaginario árabe y/o musulmán, el filósofo y ensayista Santiago Alba Rico (Madrid, 1960), quien vive desde hace 17 años en Túnez y antes residió seis años en Egipto, es una de las voces que hay que escuchar. En su libro Islamofobia. Nosotros, los otros, el miedo (Icaria editorial), analiza de manera rigurosa y crítica, con datos y hechos, y sin lemas ni proclamas apriorísticas -de la misma forma en la que habla-, los mecanismos de construcción del otro exterminable. Su objetivo, advertir de los peligros a los que nos enfrentamos.
-¿Por qué un libro sobre islamofobia?
-Estaba trabajando más bien en un poemario y en un ensayo sobre literatura e identidad. Entendí, sin embargo, que era importante ocuparse de este asunto. No es la primera vez que lo hago. Había escrito numerosos artículos, sobre todo después del 11S y de la campaña feroz contra el islam que se desató para justificar guerras e invasiones. Cuando Icaria me encargó el libro me daba mucha pereza escribirlo, pero comprendí que era necesario. Me parecía importante reflexionar sobre un peligro que es ya muy real y que está introduciendo muchos efectos destructivos tanto en términos políticos e institucionales como, sobre todo, antropológicos. Esto es lo que más me preocupa: la interiorización mansa de la inferioridad de otros pueblos, de otras gentes. A nivel internacional, la intervención de los europeos y estadounidenses es creciente tras las revoluciones árabes y además está el caos generalizado en toda la región. Tenemos también la cuestión de la inmigración, donde nos encontramos con que la mayor parte de las minorías vulnerables en Europa se identifica con el islam. En este contexto alertar sobre los peligros de la islamofobia como un peligro político inmediato, no solo para sus víctimas directas, sino también para los que la ejercen, para nosotros los occidentales, me parecía muy necesario. Para eso había que recordar otros periodos de la historia en los que esquemas de exclusión semejantes se han aplicado sobre otros pueblos produciendo efectos catastróficos.
Nuestros periódicos hablan sin parar del Estado Islámico y de sus peligros. No digo que no sea un peligro. Lo que trato de demostrar en el libro es que es mucho más peligrosa la respuesta frente al yihadismo, sobre todo cuando afecta a comunidades extensas en Europa y en EE. UU. Es mucho más peligrosa la islamofobia que el islamismo radical.
-¿Cuáles son esos peligros?
-Los de construir un falso enemigo, un enemigo que, falso como construcción, subsume en su seno, sin embargo, a muchos seres reales y concretos, víctimas directas de la exclusión y de sus prácticas al mismo tiempo institucionales y cotidianas. Por experiencia sabemos que cuando las prácticas institucionales y las creencias de las poblaciones –el «sentido común»– coinciden el resultado es siempre catastrófico. Varias veces utilizo de manera provocativa, pero yo creo que muy precisa y muy bien justificada, la cuestión de los judíos. Siempre pensamos que los judíos fueron masacrados y exterminados durante la Segunda Guerra Mundial porque un gobierno muy malo con un programa de exterminio se hizo con el poder en Alemania. No, esos dos elementos fueron posibles precisamente porque durante siglos, y desde luego, durante todas las décadas anteriores, en Europa se había tratado a las comunidades judías exactamente como hoy se trata a las comunidades musulmanas. Es decir, que cuando nos horrorizamos ante el Holocausto se nos olvida que fue posible porque en ese momento no nos horrorizaba el trato que se infligía a los judíos. Que fue, por tanto, la aceptación de la inferioridad de una determinada comunidad, convertida en programa de gobierno por un partido que, de alguna manera, hizo visible y manipuló el racismo de un sector de la población, lo que hizo posible el Holocausto. Alertemos entonces sobre las consecuencias históricas que tiene la aplicación de esquemas de exclusión en las relaciones de poder. Si utilizamos estos esquemas, acabaremos construyendo inevitablemente otros incómodos, prescindibles y exterminables. Y si construimos otros incómodos y exterminables y tenemos los medios para exterminarlos, apenas haya una ocasión histórica que lo permita acabaremos haciéndolo.
-¿Observa ya ejemplos concretos de esa amenaza latente en Europa?
-Sí, clarísimamente. No vamos a hablar de la inmigración. Hablemos de las comunidades ya asentadas en nuestro país. Hemos visto cómo en la última campaña electoral tanto el PP como Plataforma per Catalunya han hecho una campaña claramente islamofóbica, utilizando además términos relacionados con la «limpieza» que evocan eufemísticamente procesos de exterminio que deberían darnos mucho miedo. Cuando se habla de limpiar el Raval, cuando se utilizan ciertas imágenes para identificar el islam con el terrorismo y se hace una campaña electoral sobre esos pivotes ideológicos los peligros están ya ahí. Y más si vemos además que, al hilo de la crisis, hay un sector de la población que, como ha ocurrido tantas veces a lo largo de la historia, desvía las responsabilidades sobre lo más visible, lo más empírico. En las relaciones desiguales de poder hay siempre una espontánea racialización del otro; todos los racismos trabajan sobre lo empírico, sobre lo visible, sobre la carne. Los conceptos no se ven. Es mucho más difícil explicar cómo funciona el capitalismo y comprometer a la gente en luchas contra estructuras intangibles que movilizarlos contra cosas que puedes medir, que puedes tocar, que están en tus barrios, que puedes clasificar con la mirada. En los humanos hay una especie de impulso clasificatorio espontáneo que no tiene por qué ser necesariamente malo. Cuando uno es niño y va al colegio, siempre encuentra allí al de la nariz grande, al que más corre, al rubio, al cabezón… Clasificamos lo que nos entra por los ojos, por la nariz, por los sentidos. El racismo trabaja obviamente sobre el material empírico. Y el peligro del empirismo es precisamente este: que mediante él acabas aceptando o no viendo las verdaderas relaciones de poder que están detrás. Quién realmente tira de los hilos, quién es el responsable de lo que nos está ocurriendo. Por eso, a lo largo de la historia, se ha recurrido a chivos expiatorios. Es lo normal en situaciones de crisis. Lo que pasa es que vivimos en 2015 y hemos tenido experiencias históricas dramáticas, hemos hecho progresos en término de derechos, somos más o menos conscientes de que un sistema de gobierno democrático es formalmente más racional que uno autoritario basado en el manejo de las emociones, y no deberíamos, de ninguna de las maneras –y menos en esta crisis en la que los responsables pueden nombrarse incluso con nombres y apellidos– permitir que para solventarla nos busquemos un chivo expiatorio y generemos así una situación de caos y de violencia de la que puede no haber retorno.
-Su libro parece escrito más en clave europea que española, aunque la está introduciendo ahora. ¿Es también un miedo real ya aquí?
-En España tenemos todavía una ventaja comparativa con respecto a otros países, pero, en todo caso, España está en la periferia y, de alguna manera, ha acabado siempre sucumbiendo a las corrientes o movimientos que venían de otros sitios. ¿Cuáles son los dos motores de la Europa contemporánea? Francia y Alemania. En estos dos países, el fascismo y la islamofobia, concretamente como forma de racismo especializada, están muy generalizados, son muy potentes y muy agresivos. Y en el caso de nuestro vecino, además, tiene una dimensión intelectual que aquí no tiene. Aquí todavía no tenemos intelectuales que hayan dado una cobertura de prestigio y de autoridad a la islamofobia, mientras que en Francia sí. Allí hay toda una serie de intelectuales de primera línea que salen todos los días en televisión, que escriben libros, algunos de los cuales son inclusos grandes escritores, como Houellebecq, que están, de alguna manera, alimentando el discurso islamofóbico que se traduce luego en votos para el Frente Nacional, un partido del que afortunadamente no hay ningún equivalente en España. En términos islamofóbicos, al menos, pues en otros sí los hay. En España no hay ultraderecha porque el PP ha sido siempre la ultraderecha. Si se agrava la así llamada crisis migratoria y también las intervenciones en el exterior y si, como todo parece indicar, la crisis no cede, es muy fácil que se busquen chivos expiatorios y los más cercanos, los más idóneos, para ese tipo de representaciones, porque vienen precedidos de clichés históricamente muy trabajados, son las comunidades musulmanas. Por otro lado, en España hemos pasado de que no hubiera ningún inmigrante musulmán a principios de los años ochenta a tener ahora unos cuantos millones. Es una presencia muy reciente que se puede percibir como intrusa, como advenediza o como forastera y que se asocia con la violencia. En el libro cuento la experiencia con un colectivo de profesores de secundaria a los que hicieron un test: les daban diez segundos para identificar una lista de términos con lo primero que les viniera a la cabeza. Pues bien, muchos de ellos, al lado de «islam», escribieron terrorismo, violencia o fanatismo. Era gente con formación y progresista y, si hubieran tenido 20 segundos en lugar de 10 o algunos minutos para pensar, habrían escrito otra cosa. Pero vivimos en la cultura de los 10 segundos, las noticias se emiten en 10 segundos, se leen en 10 segundos, las decisiones se toman en 10 segundos y es muy difícil, por lo tanto, desmontar discursos –y los comportamientos concomitantes– en tiempos tan rápidos. En 10 segundos es más fácil destruir que conservar el mundo.
-Cuando ocurrieron las revueltas árabes, durante tres o cuatro meses, se le dio la vuelta a este discurso, ¿por qué duró tan poco esta inversión?
-Por varios motivos. Algunos no sospechosos o condenables. Quiero decir que, a veces, tendemos a interpretar que siempre hay una mano que mueve todos los hilos. A veces, algo entra en la agenda periodística y hay como una epidemia, una bola de nieve. Hay esquemas de interpretación que se imponen casi inercialmente, en forma pandémica. Con el mundo árabe eso ocurrió durante unos pocos meses. Junto con las dictaduras, también el islamismo radical quedó fuera de juego y los medios occidentales descubrieron, con un reflejo no menos orientalista, un nuevo mundo árabe muy similar a Europa. ¿Y por qué se vuelve al modelo islamofóbico? Porque las contrarrevoluciones, convergentes con intereses cruzados en juego, ponen de nuevo en primer plano, y de manera polémica, el referente islámico. Por ejemplo, Al Jazeera, un medio árabe que al principio juega incluso un papel fundamental en la difusión de las revueltas por toda la región, se convierte claramente en un instrumento de Catar y de Turquía, del expansionismo turcocatarí en la zona, que en todo caso no era el peor, sobre todo, si se compara con el de sus rivales Arabia Saudí y los Emiratos. Si hablamos de Europa, lo que ocurre es que, tras la victoria lógica y democrática de los islamistas en Túnez y Egipto, el cliché islamofóbico vuelve con una fuerza inaudita. Se acuña esa frase, que una parte de la izquierda recoge también, que habla despreciativamente del paso «de las primaveras árabes al invierno islamista», frase completamente falaz y de efectos muy negativos. El retorno al modelo islamofóbico tiene que ver con la visibilización de la verdadera relación de fuerzas en el mundo árabe, favorable a los islamistas llamados moderados, y también con ese falso laicismo beligerante que comparten tanto la derecha imperialista como la izquierda antiimperialista. Hemos visto cómo a un cierto sector de la izquierda le parece mucho mejor Bashar Al Assad en Siria que Rachid El Ghanouchi o Hamadi Jebali en Túnez. Cualquier persona con un mínimo de sensatez, que entienda lo que está pasando en el mundo árabe, y quiera además un poco más de democracia, debería ver que, por ejemplo, Ennahda es un partido democrático y Assad un dictador sanguinario y asesino. Yo no sé qué plan tenía en la cabeza Ennahda. Apostaría a que, por pragmatismo o por convicción, nunca buscaron el establecimiento de un Estado islámico. Lo cierto es que gobernaron en condiciones en las que a nadie se le hubiera ocurrido ni proponer eso y, de hecho, acabaron firmando como gobierno la única constitución laica que hay en el mundo árabe.
-Volviendo a la cuestión de la laicidad y a la intelectualidad francesa islamófoba, hay un discurso que utiliza la propia Marine Le Pen y que está basado en valores que compartimos como la defensa de la igualdad de género. ¿Cómo evitar caer en ese juego?
-Es muy interesante. Está, por un lado, ese populismo islamofóbico que tiene que ver con las falsas evidencias sociales: «Vienen a robarnos nuestro trabajo» o «se quedan con los subsidios del paro» o «reciben ayudas del Estado mientras los pobres nacionales son abandonados»… Populismo nacionalista muy elemental que, en todo caso, funciona. Pero luego está el otro, el que interpela a muchos progresistas que o han acabado realmente sumándose a las filas de Le Pen o haciendo discursos que le dan votos. Se trata de un discurso progresista que gira en torno a la emancipación de género o del laicismo. Es completamente fraudulento. Yo cito en el libro a Benjamin Constant (muerto en 1830), el padre del liberalismo francés, un tipo que reivindica todas las libertades formales después de la Revolución Francesa, y cuya lectura demuestra hasta qué punto hemos retrocedido. Él explica muy bien qué es el laicismo. Este no consiste en que gobierne el ateísmo sino en que el gobierno garantice dos cosas: que cualquier ciudadano va a poder practicar la religión que quiera y que ninguna comunidad, ni religiosa ni civil, va a gobernar el país. Y además añade: cuidado, lo que siempre es religioso es la persecución, aunque se haga en nombre de la no-religión. Si el catolicismo persigue a los ateos (o a los protestantes) eso es una persecución religiosa, pero cuando los laicos persiguen a otras personas porque practican una determinada religión, esa persecución es también religiosa. No hay laicismo si hay persecución. Y en el caso de Francia es clarísimo. Empieza a haber signos evidentes de persecución religiosa, de cómo se utiliza toda una serie de signos empíricos e indumentarios para identificar a ciudadanos de pleno derecho — la mayor parte de ellos franceses– con una determinada religión y perseguirlos por ello. No es laico un Estado que persigue a nadie por sus creencias religiosas. Y, por lo tanto, el laicismo a la francesa es una religión equivalente en todo a la del peor islam, porque se convierte en un elemento de persecución de los otros. No sólo con ánimo provocativo, en el libro digo que el discurso islamofóbico es la réplica en el espejo del discurso de Al Baghdadi, el llamado califa del Estado Islámico. Son discursos idénticos. Y a uno lo puedes llamar laicismo y al otro religión, pero en realidad los dos son discursos religiosos.
-La feminista Brigitte Vasallo afirma que cuando se identifica el conjunto del islam con sus interpretaciones más rigoristas llevamos a cabo la misma operación que hace el Daesh.
-Así es. Es exactamente lo mismo. ¿A quién estás dando la razón? Precisamente a aquel que estás combatiendo y cuando lo haces, estás construyendo un enemigo, en lugar de buscar lazos. Cuando uno nace en un contexto cultural concreto, solo tienes dos soluciones. Si buscas la democracia, la dignidad, la justicia social, si eres bueno, si crees en valores universales como la justicia o la libertad tienes dos soluciones. O buscas todo eso fuera de tu cultura o lo buscas dentro de ella. No hay ninguna creencia compartida por mucha gente que no permita encontrar esos valores y, en efecto, millones de musulmanes en todo el mundo creen que su religión no es incompatible con la democracia, la libertad y la justicia y buscan esas cosas sin renunciar a su fe. Cuando decimos que 1.300 millones de musulmanes están todos manejados por Al Baghdadi y el Estado Islámico estamos precisamente imponiendo esos esquemas de exclusión que lo que hacen es convertir a los otros en una unidad negativa inasimilable. Y eso es mucho más que un error. Es siempre el umbral de la destrucción del otro.
-¿Cuáles son los tres mecanismos que plantea por los que se construye ese otro exterminable?
-El primero consiste en convertir una multiplicidad en una unidad. Un hecho muy evidente y que además en el caso del islam es sencillo de aplicar porque nadie sabe nada de él. Estamos hablando de una religión dentro de la cual hay distintas ramas, con muchas escuelas de interpretación coránica, con reformas y contrarreformas sucesivas, con corrientes místicas como el sufismo y con costumbres culturales tan distantes como la distancia geográfica que separa unos países de otros. Imaginemos las diferencias que puede haber entre el islam de Mauritania y el de Indonesia. Cuando a esos 1.300 millones de personas concretas, que practican distintas formas de religión a partir de historias locales muy diferenciadas, los convertimos en una unidad y a ese ramillete heterogéneo lo llamamos islam hemos ya cometido una peligrosa generalización. Las generalizaciones, es verdad, son un peligro con el que cualquiera que interpreta el mundo tiene que vérselas. De hecho, hablamos de cultura islámica, del islam como civilización, y es legítimo hacerlo si lo justificamos trabajosamente, pero desde el punto de vista del abordaje cotidiano espontáneo ese esquema convierte de manera peligrosa una multiplicidad en una unidad. Ya no hay ni chiíes, ni suníes, ni malaquíes, ni hanafíes, ni huthíes, ni wahabíes, ni nada. Imagina la reacción de un católico del Opus Dei al que confundiéramos con un protestante luterano o con un testigo de Jehová. Pues bien, ésta es la práctica habitual de nuestros medios de comunicación. Cito siempre el caso paradigmático de la portada de La Razón del 13 de febrero de 2003, la víspera de la invasión de Irak. En vez de utilizar un mapa con la escala Mercator, la que usamos habitualmente, La Razón usó por una vez uno con la escala Peters, la que representa de manera más proporcional el planeta y en la que África aparece, de manera fiel, como tres veces más grande que Europa. De manera que, por una vez, el Viejo Continente, representado tal y como es, parecía muy pequeño y frágil en relación con el resto del mundo. En ese mapa y en color rojo (¡rojo!) aparecían todos los países en los que hay población musulmana, de África hasta Asia. El titular decía: «Temor a la reacción de 1.200 millones de islamistas». Mezclaba así sin distinción a todos los musulmanes del mundo y a través de término «islamistas» (en lugar de «musulmanes») los identificaba además con el terrorismo, justificando así la invasión de EE.UU. apoyada por Aznar.
-¿Y los otros dos?
-Son también muy sencillos, porque la sencillez es la condición misma del conocimiento excluyente. El segundo mecanismo, una vez reducida la multiplicidad a unidad, es el de contemplar esa unidad como negativa. Frente a nosotros, la unidad positiva, demócratas y civilizados, el islam es la unidad negativa. La Razón, una vez más, proporciona el paradigma: 1.200 millones de «islamistas», es decir, de terroristas violentos invasores. ¡Los invasores son ellos! Y eso la víspera de la invasión de Irak. En cuanto al tercer mecanismo, consiste en considerar esa unidad no sólo negativa sino además inasimilable. En mi libro reproduzco toda una serie de citas, de Renan a Aznar, que revelan la monotonía de este mecanismo que confirma la idea interesada de que los musulmanes –como antes los judíos y siempre los negros– están fuera de la historia y no son integrables en ella. Son ineducables, irrecuperables, inemancipables, salvo a través de eso que Hegel llamaba la «conexión esencial»; es decir, la esclavitud y el colonialismo. Curiosamente, esta idea ha servido también en la izquierda para defender ciertas dictaduras (pienso en Gadafi) en nombre del «relativismo cultural». Esta izquierda relativista pone también a estos pueblos «fuera de la historia», de tal manera que acaba reivindicando la tiranía y el carisma arbitrario como «formas autóctonas de gobierno» apetecidas por las poblaciones porque coincidirían con sus «rasgos culturales esenciales». No se puede dar razón de peor manera a Hegel y la islamofobia: pues acaban reivindicando la dictadura como el modo «propiamente árabe o musulmán» de gobierno, que es justamente lo que sostiene el orientalismo islamofóbico. ¡No es una tiranía! ¡Es su cultura! En esto, como en tantas otras cosas, la derecha y la izquierda a menudo coinciden frente al mundo islámico.
-A veces, la anti-islamofobia parece caer en un buenrollismo, en el que no son posibles las críticas.
-En la anti-islamofobia se dan también a veces los mismos tipos universales de exclusión que analizo. Hay un cierto «buenismo», que es la inversión del esquema de dominio, según el cual todo lo que viene de allí, todo lo que es islámico o no-occidental, es bueno. En realidad, ése es un discurso tan colonial y orientalista como la islamofobia. Porque los árabes y los musulmanes, insisto a menudo, tienen derecho a su propia barbarie y también a su propio modelo de defensa contra la barbarie. El discurso anticolonial occidental al uso incurre en el mismo desprecio por el otro: considera que, por ejemplo, la respuesta yihadista radical no es «autóctona» sino una construcción imperialista. Todo lo que no nos gusta, todo lo que no coincide con los patrones de la izquierda tradicional (patrones muy occidentales) es rechazado como un producto imperialista, de manera que no se reconoce a los pueblos de la zona autonomía de resistencia: o están pagados por EE.UU. o alienados o se limitan a responder de manera automática –lo que Vincent Geisser llama «miserabilismo»– a la presión imperialista.
-Siempre que se buscan ejemplos positivos dentro del islam se remontan a los siglos X y XI. ¿No hay ejemplos recientes?
-Es verdad que históricamente hay un momento de esplendorilustrado, coincidente con los siglos de oscuridad en Europa, que va desde mediados del siglo VIII hasta el siglo XI, cuando Al-Ash’ari y AlGhazali cierran el iytihad o libertad interpretativa, en una traducción muy audaz. La riqueza librepensadora de este periodo prueba, en cualquier caso, la inconsistencia de los moldes islamofóbicos. Por lo demás, se olvida a menudo también el vasto movimiento cultural llamado Al-Nahda (despertar o renacimiento) a caballo entre los siglos XIX y XX, una corriente que incluyó autores y pensadores muy variados tales como Al-Tahtawi, Rachid Rida, Al-Afghani, Mohamed Abdu y otros muchos, y que pretendió conciliar el islam con los progresos tecnológicos y políticos occidentales. Curiosamente, este movimiento ilustrado va a llevar a la fundación de los Hermanos Musulmanes en 1927, con Hassan El Bana, en una paradójica derivación política islamista, en pleno dominio colonial, de un movimiento obsesionado con el retraso cultural islámico. Frente a esta deriva islamista nacerán las izquierdas panarabistas en el marco de la guerra fría, con sus derivas a su vez autoritarias y esencialistas. Se trata de un proceso histórico muy complejo, en el cual, en todo caso, lo que impide que haya un despertar islámico democrático es el acuerdo estadounidense-saudí de 1945 en torno al petróleo. Lo cito siempre porque creo que es fundamental. En 1945 el wahabismo era una corriente muy minoritaria confinada en los límites de la península arábiga. Comprometía solo a unos cuantos miles de sujetos y era despreciada por el resto de las comunidades musulmanas del mundo. Es el dinero del petróleo saudí el que convierte el wahabismo en una opción, no voy a decir mayoritaria, pero sí respaldada por mucha, mucha gente. A EE.UU. obviamente le interesaba mucho utilizar esa versión alienante y fanática de la religión contra los nacionalismos árabes que en el marco de la guerra fría se oponían a su control de la zona. Es verdad, en todo caso, que, tras el fracaso de Al-Nahda y de la réplica secular panarabista, no ha habido o no hay todavía un movimiento cultural emancipador poderoso. Pero lo que no se puede hacer de ninguna de las maneras es ignorar dos cosas. La primera es que si algo demuestran las revoluciones árabes de 2011 es que la población árabe estaba y está muchísimo más abierta a cualquier propuesta político-cultural que concilie islam y democracia que a una propuesta nihilista y negativamente revolucionaria como el Estado Islámico. Y la segunda es que si existe Daesh no es solo como consecuencia del fracaso de las revoluciones árabes, que también, sino como consecuencia de un trabajo propagandístico en el que se ha movido mucho dinero y que tiene que ver con el pacto contra natura de 1945 entre un Estado teocrático, el más teocrático del planeta, Arabia Saudí, y el Estado que se pretende más liberal y democrático, los EE.UU.
-Define Daesh como una propuesta negativamente revolucionaria.
-Gramsci decía que el fascismo es siempre el resultado de una revolución fallida o derrotada y creo que, en ese sentido, no podemos dejar de relacionar el éxito del Estado Islámico con el fracaso de las «primaveras árabes». No me gusta hablar de fascismo a la hora de abordar el yihadismo radical, pues ese término ha sido utilizado de manera peligrosa, como bien denuncian Gilbert Achcar o Alain Gresh, por la propaganda islamofóbica. Hablemos, pues, de una revolución negativa, porque invierte el contenido democrático de la de 2011 e implica probablemente a los mismos jóvenes, que encuentran ahí no un refugio religioso sino una fuente de radicalidad reivindicativa y de empoderamiento destructivo. Como insiste Alain Bertho, el EI no revela una radicalización del islam sino una islamización de la radicalidad. Lo que atrae muchas veces a miles de jóvenes, muchos de ellos conversos occidentales, consumidores fallidos o indígenas humillados, es precisamente la violencia como rechazo de la hipocresía y la falsa moral occidentales. Esta violencia, lo sabemos, es sistemática y concienzudamente utilizada como medio estético de propaganda y con un éxito indudable: baste pensar que, según una encuesta, más del 50% de los jóvenes británicos no musulmanes se siente atraído por el Estado Islámico. Y en este sentido, no cabe duda, hay que hacer indirectamente responsables del fenómeno a todas las fuerzas que impidieron el triunfo de las revueltas de 2011 y la democratización del mundo musulmán. Vuelven a ese mundo las tres fuerzas trillizas inseparables contra las que se rebelaron los jóvenes en 2011: dictaduras locales, intervenciones extranjeras y yihadismo radical. Siria es el colofón trágico y el paradigma puro de este retorno de los zombis.
-¿La islamofobia alimenta a Daesh y Daesh alimenta la islamofobia?
-Así es y creo que ambas fuerzas se miran en el espejo del otro y están de acuerdo tácitamente en suprimir cualquier opción intermedia. Se necesitan, se alimentan, se corresponden. Las dos aplican los mismos esquemas de exclusión universal y construyen oposiciones binarias entre una unidad positiva verdadera (nosotros) y una unidad negativa inasimilable (ellos). Mientras la islamofobia criminaliza incluso el conocimiento del árabe y, desde luego, ciertos signos indumentarios y fenotípicos, identificando ontológicamente las comunidades musulmanas con el EI y empujándolas a él, el islamismo wahabí radical, llamado takfirí, separa ontológica yracialmente de la «comunidad de los creyentes» a la mayor parte de la humanidad, incluidos los musulmanes, dando razón así a la islamofobia y sus esquemas agresivos de exclusión.
-¿La llegada de refugiados de países de mayoría musulmana refuerza la islamofobia? ¿O sucede a la inversa, que está ya tan fuertemente asentada como para permitir que no se esté dando una respuesta humanitaria?
-Considero que son las dos cosas. Hay una retroalimentación entre una islamofobia ya existente y toda una serie de desplazamientos migratorios que proceden de esa zona del mundo y que, de alguna manera, vienen a alimentar esos temores fantasmagóricos de la población. Creo que lo que estamos viendo es básicamente una crisis civilizacional. En un artículo que he escrito recientemente establecía un paralelismo, que yo mismo declaraba forzado pero preñado de sentido, entre el fin del Imperio Romano y el fin de la civilización occidental moderna. Es verdad que uno nunca sabe cuándo está viviendo el fin de una civilización. Un tipo de Sagunto o de Capua del año 230 después de Cristo no se decía a sí mismo ¡Qué mala suerte he tenido! ¡Me ha tocado vivir la decadencia del Imperio Romano! Ésta duró 350 años. Vino, eso sí, marcada por las invasiones bárbaras, muchos de los cuales se asentaron pacíficamente dentro de las fronteras y fueron utilizados incluso para frenar a las tribus más agresivas. Es un paralelismo muy forzado porque obviamente lo que aquí genera la ilusión de barbarie es la propia frontera. Los romanos pusieron fronteras contra los bárbaros. Aquí no. Aquí ponemos fronteras para generar la ilusión de barbarie. Los bárbaros sólo son bárbaros porque tienen que cruzarlas. Solo porque quieren cruzarlas. Eso está también muy bien trabajado desde el punto de vista simbólico. Además, al contrario que en aquella época en la que los bárbaros digamos que eran empujados por la naturaleza, los inmigrantes son empujados ahora por las propias metrópolis, por las guerras en las que éstas han intervenido, por esa conexión colonial esencial de la que hablo en mi libro. Lo importante de los bárbaros, sin embargo, no es que provocaran el fin del Imperio Romano, internamente podrido desde hacía siglos, sino que iluminaron esa podredumbre. Y este es el sentido positivo del bárbaro, tal y como lo defiende también el genial historiador tunecino Ibn Jaldun en su condición de reactivador de la civilización cuya decadencia él mismo revela. Es muy difícil elegir una fotografía de la caída del Imperio Romano, ese momento a partir del cual ya no hay retorno. Tal vez sea la batalla de Adrianopolis. Pero si tuviera que decir cuál es la imagen que expresa el punto de no retorno de la decadencia de Occidente, diría que es la de esos miles de personas flotando entre las olas, tratando de llegar a la costa, o la de esos miles que intentan subirse a un tren, o la de esas decenas de cadáveres amontonados en camiones. Creo que eso retrata perfectamente el fin de una civilización.
-¿Y cuál es la solución?
-No lo sé. En la época romana había dos fuerzas, una interna y otra externa, que fueron las que finalmente construyeron una alternativa, la mayor parte de las veces muy infeliz. La externa eran los bárbaros y la interna, los cristianos, el Podemos, si quieres, de la época. No es ninguna broma. Los primeros cristianos planteaban enmiendas a la totalidad muy significativas: frente a ese imperio arbitrario, corrupto y ya postmoderno, insistían en una combinación de conversión subjetiva, disposición al sacrificio y comunitarismo democrático, cuestionaban la legitimidad del imperio a partir también de rupturas generacionales muy tajantes: el imperio no nos representa. Hay que buscar una alianza como sea entre los bárbaros exteriores y los interiores. Y tiene que estar basada en el derecho, que es lo que justamente no es capaz de representar bien en estos momentos Occidente. A sabiendas, en cualquier caso, de que si, como dice el economista marxista crítico Isaac Joshua, el fin del capitalismo se va a parecer más al fin del Imperio Romano que a la Revolución Francesa, hay que pensar que, incluso si conseguimos esa alianza, el mundo postoccidental va a ser un mundo difícil y violento. Pero si no conseguimos esa alianza tenemos que prepararnos para una larguísima decadencia tribal, violenta y ultrarreligiosa. Lo que Europa tiene que aceptar es que no van a dejar de venir inmigrantes o refugiados, no van a dejar de entrar. Así que si no estamos dispuestos a reconocerles sus derechos con arreglo a la carta fundacional de Naciones Unidas, tendremos que admitir que no podemos evitar que vengan y que cada cosa que hacemos mal contra los desplazamientos migratorios socava aún más los cimientos de una civilización que está ya tocada de muerte.