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El politólogo Iñigo Errejón reflexiona sobre la crisis del Régimen del 78 en las IV Jornadas Republicanas de Acontracorrent

España, Crisis de Régimen

Fuentes: Rebelión

Hace aproximadamente dos años, cuando empezaba a hablarse de Crisis de Régimen o, mejor, cuando se comenzaba a usar la expresión Régimen aplicada al sistema político español, la respuesta inmediata remitía al escepticismo. Se tomaba esta expresión como una exageración retórica, que confundía -así se pensaba- deseos con realidades. Hoy, sin embargo, la Crisis de […]

Hace aproximadamente dos años, cuando empezaba a hablarse de Crisis de Régimen o, mejor, cuando se comenzaba a usar la expresión Régimen aplicada al sistema político español, la respuesta inmediata remitía al escepticismo. Se tomaba esta expresión como una exageración retórica, que confundía -así se pensaba- deseos con realidades. Hoy, sin embargo, la Crisis de Régimen asoma con perfiles cada vez más nítidos y se abre camino sin pausa, como reconocen en privado, incluso, personajes del propio Régimen. Sobre las grietas de la actual arquitectura política en el estado español ha reflexionado el politólogo Iñigo Errejón en las IV Jornades Republicanes del sindicato Acontracorrent.

Las grietas, los resquebrajamientos, las horadaciones en el sistema político español no implican la existencia de condiciones prerrevolucionarias. Esto conviene aclararlo. Pero primeramente cabe elucidar el significado de la acuñación «Régimen Político», que suena a duro palabro reservado a especialistas en Ciencia Política. Los medios de comunicación utilizan el término según sus intereses. Así, la Policía Nacional cumple con su obligación en el estado español cuando reprime a los «violentos» de las Marchas por la Dignidad, pero si esa misma actuación se traspone a Venezuela, es entonces el «Régimen» quien castiga a la oposición democrática. El término se utiliza de modo denigratorio y con ánimo criminalizador.

Iñigo Errejón define «Régimen» como un equilibrio entre diferentes fuerzas o actores políticos -que no es completo, pues presenta siempre asimetrías- y que en un determinado momento se «congela» en forma de instituciones, consenso entre gobernantes y gobernados y, en definitiva, en un periodo de estabilidad política. Se dibuja entonces un marco muy bien contorneado de «pluralismo legítimo», es decir, queda meridianamente claro qué puede discutirse dentro del Régimen y que permanece excluido de toda polémica. En otros términos, se producen una serie de acuerdos «duros» o centrales del Régimen, que se sacan de la discusión política y de las tertulias televisivas. Un «reparto de papeles» que cristaliza en instituciones y un relato que determina lo que es «normal», en el que una parte de la sociedad representa de manera hegemónica -con su «sentido común» gramsciano- al conjunto.

Aterrizando, el Régimen español de 1978 procede de la Transición, según Iñigo Errejón, «una operación en las que los sectores dominantes de la dictadura franquista cedieron una parte de su poder para no ceder en lo fundamental». Ciertamente se producen cambios, incluso «sustantivos», pero al final conservan el poder los sectores dominantes durante la dictadura. El gran empresariado, sus familias y grandes apellidos, son los mismos (cuando adviene la Transición) que durante el franquismo; también los propietarios de los medios de comunicación; lo mismo ocurre con la judicatura, la policía y el ejército, instituciones que en ningún caso se depuraron. En definitiva, y a pesar de los cambios «sustantivos», el núcleo del estado permaneció en manos de los mismos sectores que durante el franquismo.

La ola de contestación popular y nacional no pudo quebrar a las fuerzas del Régimen, pero les forzó a abrirse y hacer movimientos desde dentro. Por ejemplo, integrando una parte del descontento. Así, los principales partidos políticos y sindicatos que representaban a los sectores populares se integraron en el aparato del estado, cierto que no en posiciones dirigentes, pero tampoco desdeñables, pues de hecho recibieron recompensas (apertura del espacio democrático, ampliación de los discutible y de los derechos sociales, más derechos civiles, etcétera) por su lealtad al nuevo Régimen. Los sectores populares, y sus organizaciones políticas, que se habían enfrentado a la dictadura, consideraron que obtenían algunas ventajas relevantes a cambio de su obediencia.

Esta operación que lleva a término el Régimen del 78 consta de dos patas. Por un lado, la seducción y el convencimiento, pero también la obligación, el miedo y la coacción, según el doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense, colaborador en el Proceso Bolivariano de Venezuela, miembro del Centro de Estudios Políticos y Sociales (CEPS) y tertuliano habitual de los programas «La Tuerka» y «Fort Apache». La tarea de seducción resultó capital, y pivotó en torno a cuatro factores. Primero, la idea del consenso, de que éste es naturalmente positivo y, para comprobarlo, no hay más que revisar la Historia de España: los españoles serían, según estos patrones consensuales, personas acaloradas y pasionales, con tendencia a matarse entre hermanos, lo que concluye en episodios como la Guerra Civil. «De todos estos males nos libra la Transición y el consenso, bueno por sí mismo», resume Iñigo Errejón. Esta idea puede verificarse en la reciente muerte de Suárez, anunciada incluso tres días antes de producirse, donde su figura se celebró con salvas y panegíricos. O en la serie «Cuéntame», retrato vivo de una Transición en la que los españoles supieron soltar lastre.

En segundo lugar, la Transición se fundamentó en una eminente tarea de élites, gentes muy razonables, prohombres que fueron capaces de sentarse y dialogar. No se dieron, según las versiones oficiales, oleadas populares ni reivindicaciones en la calle. En todo ello hay, por lo demás, un «mensaje» para el presente: en un momento de crisis y cambio, como el actual, lo importante no son las movilizaciones, sino el acuerdo entre élites. Otro de los mitos propalados es la sinonimia entre democracia y «modernización», muy vinculada ésta a la idea de Europa. Se consideraría Europa como la solución a nuestros problemas y la vía para salir del secular atraso. La alternativa al modelo conducía directamente a las cavernas.

Estos elementos definieron un escenario de consenso (tal vez, salvo en el caso vasco), con la absoluta exclusión de las fuerzas que apostaban por la ruptura. Éstas acabaron desintegrándose. Finalmente, la contestación, las protestas que quedaran fuera del marco establecido por el Régimen, se entenderían como un problema de orden público al que se debería aplicar el Código Penal. Así es como piensan, de hecho, buena parte de las élites actuales, que reproducen el esquema citado, como pudo comprobarse recientemente en la reacción del PP a las Marchas del 22 de marzo. ¿Qué escenario final deja la Transición? Hay una parte del poder del estado que se democratiza, y otra gran parte que se queda fuera de la discusión, que no se altera tras el fin del franquismo. Las familias que ganaron en 1939 mantuvieron su poder y su capacidad de veto a propuestas que pudieran alterar el orden establecido.

Ahora bien, «no hay que pensar en términos de puro engaño», aclara Errejón. Se dio un amplio consentimiento que cristalizó en 30 años de estabilidad. Se gobernó más por el consentimiento que por la coacción, sin que fuera necesaria una dosis excesiva de violencia. Hoy, de hecho, y es la prueba del consenso alcanzado, el «horizonte de lo posible» se sigue moviendo en las líneas del orden inaugurado en 1978. Pero también es cierto que se advierten síntomas de descomposición en ese orden, una crisis de legitimidad. Aunque matiza el politólogo que esto ocurre «en un estado que funciona, que mantiene el monopolio de la violencia» y sin que se atisben a corto y medio plazo posibilidades de que sea desbordado. La consolidación y fuerza de los estados deviene un elemento de análisis cardinal. Con mucho menos de lo que han sido las movilizaciones griegas, «cayeron» estados en América Latina. Pero otra cosa es el ámbito de la Unión Europea y la OTAN.

Así las cosas, el Régimen español de 1978 continúa produciendo «certezas». Es esta una idea de cotidianeidad mucho más relevante de lo que pudiera parecer. Recuerda Iñigo Errejón de sus estancias en América Latina cómo antes de desplazarse de una ciudad a otra, uno se pregunta por el estado de una carretera. En el estado español, un ciudadano corriente resuelve con relativa facilidad un trámite burocrático, o se repara el alumbrado de su calle con más o menos rapidez, o considera que el estado puede razonablemente atender a una queja. Son estos aspectos de la vida cotidiana que en amplios sectores de la población generan certezas y lealtades al Régimen. Si estos elementos no entran en crisis, es muy difícil que se erosione la lealtad al orden establecido. Las instituciones proveen seguridad y, con el tiempo, ciudadanía.

Sin un estado en crisis, por tanto, los cambios han de sedimentar y requieren mucha paciencia. En este punto, señala el politólogo, «hemos de aprender a cimentar nuestras victorias en el imaginario popular; nos falta el rearme moral que generan los pequeños triunfos, recordarlos más a menudo, que lleguen a la gente común. Documentales, música, poesía, vídeos sobre nuestros triunfos. Parece que esto es algo que nos aburre…».

Pueden espigarse en el Régimen, de todos modos, apuntes de crisis. De entrada, una saturación de las diferencias entre los actores y políticos tradicionales. En un «Régimen de Pluralismo», es esencial que las diferencias encuentren acomodo dentro del mismo, pues ello oxigena el sistema político. Para la mayoría de la población, las diferencias entre las opiniones es cada vez menor a la que puede percibirse entre las diferentes opciones y la gente común. Eso, sin embargo, no dispone de traducción política. En términos sencillos, «ellos» son muy iguales entre sí, y muy diferentes a «nosotros». Es una situación que, al final, da lugar a una quiebra de la confianza. El problema radica en que el «nosotros» diferente no habla todavía un mismo lenguaje, no comparte una misma idea de país ni idéntico relato. En resumen, se comparte, en clave negativa, el «no somos ellos», que además son muy parecidos. Tampoco el «nosotros» lleva aparejado un sentido ideológico, es más, hay una lucha por otorgárselo. Y, sobre todo, ha de tenerse en cuenta que no tiene por qué ocurrir un cambio en sentido progresista. Puede suceder todo lo contrario.

Pero es cierto que las élites gobiernan con cada vez más dificultad para suscitar confianza. Existe una percepción de que los canales establecidos en la Constitución del 78 funcionan siempre a favor de unos elegidos. A ello se agrega una creciente dificultad de esas élites para integrar el descontento en el Régimen. Y en el marco de un sometimiento neocolonial y de venta del país, impuesto desde el extranjero (al que voluntariamente han decidido las élites atarse de manos), que cada vez plantea más problemas para resolver las demandas populares. A juicio de Iñigo Errejón, «la capacidad de convencer se les ha ido erosionando». Se acumulan los asuntos. Otro factor que debe considerarse es la crisis territorial y del modelo de estado autonómico, pero sobre todo la incapacidad del Régimen para dar respuesta -más allá de lo estipulado en la Constitución del 78- al «derecho a decidir» catalán.

Estas líneas de fractura, de descontento y de crisis de legitimidad de las élites puede observarse en anécdotas aparentemente menores. Por ejemplo, un reciente videoclip de Amaral (cantante plenamente integrada en los circuitos de la música comercial), que arremete contra la clase política. Significa esto que puede considerarse (o pronosticarse) como un éxito de ventas la crítica a los políticos del sistema. Ello implica, se quiera o no, un cambio cultural y de mentalidades.

La clave reside en anticiparse a la evolución de los acontecimientos para poder actuar. El politólogo Iñigo Errejón plantea tres posibles escenarios (enunciados como «ideales», por lo que pueden producirse mezclas, cumplirse en parte o en modo alguno). El que cuenta con más probabilidades («por desgracia», matiza) consistiría en una ofensiva oligárquica y regresiva, que abra el camino a una mayor concentración política, económica, mediática y cultural. Con ciclos de movilización importante, que el Régimen da por descontados, pero sin que finalmente se produzcan cambios. Algo similar a lo que pasó con el Thatcherismo, que dejó a Gran Bretaña sin sindicalismo combativo y que, pese a ser una política muy odiada, finalmente consumó todas sus contrarreformas. «Normalizó» determinadas situaciones, como pudiera ocurrir en el estado español con las tasas de pobreza del 20%. Que se considere «normal» y el ciudadano común se habitúe a la represión policial en la calle, los golpes al tejido asociativo y a los espacios de movilización popular, etcétera.

El segundo escenario remite a una «regeneración» del Régimen de 1978, a que las élites más clarividentes integren en el sistema algunas de las reivindicaciones, por ejemplo, algún pacto en relación con el «soberanismo» catalán; o dar respuesta parcial a algunas reclamaciones como los desahucios, de manera que se merme su potencial contestatario; o integrar a algunos sectores de los que hoy protestan. Se trata de mecanismos -el sistema dispone de innumerables recursos para ello- utilizados con el fin de fracturar el descontento existente. La tercera de las opciones implicaría que la protesta se articulara en procesos destituyentes (primero) y constituyentes (después), en plural, atendiendo a la diversidad de pueblos integrados en el estado español.

¿Qué haría falta para que cuajara el tercer escenario? Según Errejón, procesos de agregación popular que sumen a gente que no comparte etiquetas ni banderas, pero sí está de acuerdo en el creciente descrédito de los de «arriba» y en la necesidad de recuperar el poder para la gente «normal». Además, un proceso de reactivación de la soberanía popular, por ejemplo, con la forja de un bloque popular nuevo, capaz de canalizar el descontento existente en sentido amplio y heterogéneo. He ahí el reto.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.