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España y otras dictaduras árabes

Fuentes: Cuarto Poder

Vista desde Túnez, dos años después de la revolución que derrocó a Ben Ali, España resulta inquietantemente familiar. En el año 2010, el 55% de los jóvenes diplomados tunecinos estaba en paro y esa es también la cifra hoy en nuestro país. En el año 2010, la aplicación de políticas neoliberales en Túnez, con la […]

Vista desde Túnez, dos años después de la revolución que derrocó a Ben Ali, España resulta inquietantemente familiar. En el año 2010, el 55% de los jóvenes diplomados tunecinos estaba en paro y esa es también la cifra hoy en nuestro país. En el año 2010, la aplicación de políticas neoliberales en Túnez, con la privatización de más de 400 empresas públicas, había agravado la pobreza en las regiones y las desigualdades en las ciudades, y esa misma política de «reformas», «ajustes» y «recortes» ha condenado ya a miles de españoles a la muerte civil. En el año 2010, un sistema tentacular de corrupción mafiosa, como una garrapata nacional, extraía riqueza en Túnez de cada cuerpo y cada institución, y hoy en España sale a la luz la normalidad subterránea de una clase política y empresarial que -desde la Corona a los partidos- se ha dedicado durante años a la doble contabilidad, la desviación de fondos, el fraude fiscal y la succión vampírica del dinero público.

En el año 2010, miles de jóvenes tunecinos emigraban o intentaban emigrar al extranjero para ganarse la vida y hoy son miles también, todos los días, los jóvenes que abandonan España para tratar de encontrar trabajo en Alemania, Suiza, Brasil o Argentina. A finales del año 2010, cuando estallaron las revueltas en Sidi Bouzid, el dictador tunecino que había empobrecido y humillado a su pueblo declaró a los pacíficos manifestantes «terroristas contra la legalidad» y «enemigos del Estado» y mandó a su policía a reprimirlos; y hoy en España, de forma muy parecida, los mismos que han desnudado a los ciudadanos, vaciando para ello de sentido las elecciones y el Parlamento, acusan de «golpistas» y «antisistema» -birlibirloque freudiano- a los cientos de miles de personas que salen a la calle, con sus pechos y sus carteles, a defender la sanidad y la enseñanza públicas y mandan contra ellos sus policías y sus leyes de excepción. A finales del año 2010, la inmolación de Mohamed Bouazizi en un pueblo de Túnez levantó una trágica acta de acusación contra el régimen de Ben Ali y hoy, en España, tras decenas de suicidios inducidos de víctimas de desahucios, la inmolación por el fuego de una mujer de 47 años en una sucursal bancaria -socialización extrema del dolor individual- cose con una puntada atroz, a la vista de todos, la muerte y la política. El que se cuelga de una soga en su habitación, tenga o no razones, está impugnando el cosmos; el que se prende fuego en un espacio público, con fundamento o no, está reclamando justicia. Ninguna ley puede condenar al gobierno por una muerte inferida con la propia mano, pero sí debería haber una que pudiese condenarlo por prevaricación, fraude electoral, denegación de auxilio y violación de la constitución.

Muchas de las causas que llevaron a la revolución tunecina se mantienen desgraciadamente vivas, pero sirva este paralelismo apenas forzado para iluminar la situación en nuestro país. Nuestras mareas de indignados denuncian una «dictadura de los mercados»; pero podríamos decir también, sin perder la moderación, que España se ha convertido en «otra dictadura árabe»: paro, corrupción, criminalización de las protestas, desprestigio de las instituciones del Estado, colapso de la democracia. ¿Es lo mismo? No, no lo es. Más allá de la violencia mortal directa -que no hay que descartar si la marea no baja- encontramos al menos dos diferencias.

La segunda diferencia -empecemos por ella- está relacionada con la velocidad de la crisis y la composición sociológica de la población. En Túnez, la dificultad para acceder a bienes de consumo y la lucha -cuando no la supervivencia- clandestina transformaron la sumisión, apenas estalló la revuelta, en una inmediata aprehensión de los peligros y las oportunidades. En España, el rapidísimo descenso al Tercer Mundo desde una posición de consumo privilegiada y desde un Estado del bienestar relativamente bien asentado vuelve casi «increíble» la crisis, impide interiorizar su carácter estructural y entorpece en parte la asunción subjetiva de la necesidad de resistencia ciudadana.

En cuanto a la primera diferencia, tiene que ver con la composición misma de las élites gobernantes. En Túnez el poder estaba concentrado en un dictador y en una familia y frente a ellas la chispa de la rebelión convocó enseguida una especie de unanimidad nacional de la que formaban parte también sectores empresariales y élites reprimidas. No es sólo una cuestión de que en Túnez el poder estuviese más localizado y menos legitimado (que también); se trata de que en España la ciudadanía está mucho más sola. La «dictadura de los mercados», en efecto, ha cooptado y corrompido al conjunto de las instituciones y ha implicado a casi todos los partidos y sindicatos, alimentando un desprestigio de la política que, además de fecundar el terreno para las alternativas neo-populistas y neo-fascistas, dificulta la legitimación social y la organización política de las protestas. Digamos la verdad: si la mayor parte de la población apoya virtualmente las reivindicaciones, ninguna fuerza política organizada -salvo grupos muy pequeños o por razones tácticas muy interesadas- está dispuesta a acompañar a las mareas ciudadanas hasta el final. La marea puede evaporarse como una rambla fugaz si no choca y derriba los obstáculos; y su fuerza misma depende de que encuentre canales para aumentar la presión y, llegado el caso, proponerse como alternativa de poder.

Como en Túnez en 2010, en España el malestar es vago e intenso; y la demanda de democracia y dignidad vagas e intensas también. La derecha, consciente de los peligros, ha comprendido que la crisis económica y política conduce sin remedio a la necesidad de un nuevo proceso constituyente y una «segunda transición». Ante el derrumbe del PSOE y el desgaste del PP, preparan los recambios e incluso aceleran de manera controlada el fin de régimen para poder seguir sosteniendo las bridas en medio de la tormenta e inclinar el malestar ciudadano una vez más a su favor. ¿Y las izquierdas? Las izquierdas deberían comprender que, si ese malestar y esa demanda son potencialmente anticapitalistas, no son ellas las que están en mejor posición para gestionarlas; sus sensatísimos programas son «inaudibles» porque sus partidos y sus sindicatos, sus líderes y sus símbolos, han quedado también impugnados por la irrumpiente subjetividad de la crisis. Cuando los peligros son pequeños y las posibilidades de intervención nulas, uno puede enorgullecerse de ser una minoría y dedicarse a conservar los propios himnos y las propias banderas. Cuando los peligros son gigantescos y el margen de maniobra mucho mayor -porque hay gente en la calle o dispuesta a salir a la calle- no se puede renunciar a ser mayoría, porque el más pequeño parche, en estas condiciones, sólo se puede poner desde el gobierno y porque, en estas condiciones, el más pequeño parche tiene ya una dimensión revolucionaria.

Que esta «vaga intensidad negativa» conduzca a un nuevo proceso constituyente democrático o a una «segunda transición» hacia un capitalismo aún más duro dependerá en parte de la capacidad de la izquierda para volcar su programa en el molde de un programa común; es decir, el de esa «gente común» que ha tomado conciencia del fraude y aspira, como en Túnez, a una verdadera democracia basada en la dignidad, la libertad y la justicia social.

Santiago Alba Rico es escritor y filósofo.

Fuente: http://www.cuartopoder.es/tribuna/espana-y-otras-dictaduras-arabes/4025