Aquellos días, los viajeros que acudían a Roma o salían de ella por la vía Apia presenciaban a lo largo de varios kilómetros el castigo ejemplar de seis mil hombres crucificados. Ningún viajero ignoraba la existencia de aquellos cuerpos desnudos que colgaban de un crucifijo de pino fresco que aún sudaba resina: extenuados, sucios y […]
Aquellos días, los viajeros que acudían a Roma o salían de ella por la vía Apia presenciaban a lo largo de varios kilómetros el castigo ejemplar de seis mil hombres crucificados. Ningún viajero ignoraba la existencia de aquellos cuerpos desnudos que colgaban de un crucifijo de pino fresco que aún sudaba resina: extenuados, sucios y polvorientos, con las piernas hinchadas. Los viajeros que declaraban el propósito de no mirar, de mantener la vista al frente a lo largo del camino, acabarían percibiendo el olor dulzón, incómodo, de la carne putrefacta, y quizá apartarían con un gesto de asco los insectos que a veces revoloteaban junto a sus rostros. ¿No era de mal gusto que la hermosa y noble vía Apia, construida dos siglos antes y que enlazaba la urbe con Capua, donde se hallaban las más importantes industrias de perfume del mundo, se impregnara del olor de los esclavos muertos?
Pero estos romanos eran los mismos que se complacían con el espectáculo de dos hombres batiéndose por su vida. Habían pasado casi siete siglos desde que Rómulo fundó Roma. Aquel poblado entre siete colinas junto al río T íber era ya una ciudad grande y próspera. Que Roma fuera la ciudad más poderosa del Mediterráneo se debía precisamente a su fuerza, y a la crueldad con que tal fuerza se aplicaba. El castigo brutal de un criminal o de un rebelde no era ninguna novedad. Roma había sometido una a una a todas las ciudades enemigas, y apenas setenta años antes había vencido finalmente a su rival, la africana Cartago, de la que no había dejado piedra sobre piedra. No sólo destruyó sus ejércitos y sus edificios, sino también su memoria. Una civilización sin historia es una civilización definitivamente vencida. De sus rascacielos y de su puerto seguro, soberbia obra de ingeniería en la costa norteafricana de la actual Túnez, sólo quedan trazas que los arqueólogos se empeñan en desenterrar. Roma, que no toleraba traidores, toleraba menos la rivalidad. En la Antigüedad, aun más que en el mundo contemporáneo, el poder se basaba en la fuerza de los ejércitos y sólo podía perdurar si se dominaba sin sombra de duda, de un modo incontestado y absoluto.
Precisamente de Cartago había importado Roma el castigo de la crucifixión. El crucificado agonizaba durante días, hasta cuatro, mientras su cuerpo se iba deformando. Para evitar que se hinchara como una vejiga, se le producía un corte para que sangrara, y de este modo también se adelantaba su final. No era la única técnica importada de Cartago. De ella también habían copiado el régimen de explotación latifundista de los cultivos. A la larga, este proceso de concentración económica sería uno de los factores del declinar de la república romana; como si antes de perecer, la enferma Cartago hubiera inoculado en Roma el virus de su propia decadencia. Cuando la masacre de esclavos tuvo lugar, en el 71 antes de Cristo, ya gobernaba en Roma la última generación de republicanos. Apenas veinte años después, en el 49 a.C., César y sus legiones pasaron el Rubicón, el humilde río situado en la frontera, lo que en la práctica desencadenó la guerra civil e implicó el sometimiento definitivo de las instituciones republicanas a las decisiones del ejército.
La rebelión de los esclavos tuvo lugar en el 73 a.C., cuando un grupo de gladiadores se sublevó en una escuela de entrenamiento en Capua. Su líder, Espartaco, era un tracio que había servido en el ejército de Roma, del que había desertado. Durante un tiempo vivió como partisano, pero fue detenido y vendido en el mercado de esclavos, tal como estipulaba la ley. Los gladiadores fugados se hicieron fuertes en las laderas del Vesubio. Vencieron sucesivamente a los contingentes militares enviados por el Senado y fueron aumentando su número, gracias a las incorporaciones de nuevos esclavos que, estimulados por sus victorias, huían de los pueblos y las tierras junto a los que pasaban. Desde la región de Campania, una multitud de varios miles de liberados marchó al sur, hacia Lucania, la actual Basilicata. Un grupo de germanos, que se había escindido del cuerpo principal y estaba comandado por el gladiador Crixus, fue derrotado por los nuevos cónsules enviados para someterlos. El ejército de Espartaco regresó al norte para enfrentarse a los cónsules, que también fueron derrotados. En su campaña victoriosa, se habían acercado a la frontera norte de los territorios romanos, tenían los Alpes a la vista, pero los esclavos se negaron a abandonar la península itálica y volvieron sobre sus pasos. Se encaminaron entonces hacia la misma Roma, que, debilitada, era una presa fácil. Sin embargo, pasaron de largo y continuaron hacia el sur, de nuevo a Lucania, y de aquí hacia el estrecho de Mesina, con el propósito de embarcar rumbo a la isla de Sicilia. No fue posible, debido a la traición de los piratas que habían acordado proveerles de barcos, y los esclavos se encontraron encerrados en esta estrecha y árida franja de tierra, entre la costa y una larga fosa excavada por el ejército romano a las órdenes de Craso. Según algunos historiadores, esta fosa pudo tener varias decenas de kilómetros de largo. No obstante, Espartaco rompió las defensas romanas y avanzó hacia el norte. En este momento, el ejército rebelde, formado por sesenta mil personas, era de nuevo la fuerza más poderosa en la península itálica. Fueron las divisiones internas las que precipitaron su final. Los galos y los germanos se escindieron del grueso del ejército y fueron derrotados, y posteriormente lo sería el contingente mayor, dirigido por Espartaco, en Calabria.
No es mucho más lo que se sabe sobre la guerra que sostuvieron los gladiadores, que durante dos años trataron en pie de igualdad al ejército más poderoso del mundo: apenas se han conservado unas líneas en las obras de los historiadores romanos. La literatura florece donde escasea la información. A la creatividad le conviene nadar en las aguas cuyo fondo no se distingue. Venía a decir Nietzsche que demasiada historia era nociva para la vida. No sé. Sí pienso que hace innecesaria la imaginación y, por tanto, inhibe la literatura.
El escritor Howard Fast puso el punto final a su novela Espartaco en 1951. Por entonces acababa de abandonar la prisión de Mill Point, tras cumplir condena por su apoyo a un colectivo que había financiado en Francia la construcción de un hospital, destinado a los refugiados de la República Española, y por negarse a facilitar los nombres de sus compañeros. Era en Estados Unidos la época del «pequeño terror» ( small terror), consecuencia de la paranoia anticomunista capitaneada por el senador Joseph McCarthy y articulada mediante el célebre Comité de Actividades Antiestadounidenses. Cientos de intelectuales y artistas y miles de trabajadores activistas fueron juzgados, o excluidos de las industrias en las que hasta entonces habían desarrollado sus tareas, o simplemente amedrentados. Escribe Howard Fast en sus memorias, Being Red, inéditas en español, que entre 1945 y 1952 el «FBI siguió un juego estúpido con nosotros», de lo cual resultó un informe de la agencia federal en el que se detallaban todos los actos «decentes que acometí en mi vida». «En estas páginas, no hay crímenes, ni infracciones de la ley, no se documenta ningún acto malvado, ni antiestadounidense, ni indecente…»
Howard Fast, nacido en Nueva York en 1914, había ingresado en el Partido Comunista de Estados Unidos al calor de la Segunda Guerra Mundial. Lo abandonaría en 1956, junto con dos tercios de sus militantes, tras la publicación del informe secreto de Kruschev en el que se denunciaban los crímenes del período estalinista. De modo que Espartaco, la narración de los esclavos que se rebelan contra un régimen opresor, fue escrita en una época particularmente siniestra de la historia de Estados Unidos. Aunque ya era un escritor de éxito, el original de la novela fue rechazado por todos los editores a los que lo envió, unos porque habían recibido amenazas directas de los servicios secretos, otros porque habían decidido acomodarse al clima dominante. El problema no residía en el texto, «una novela entretenida y muy significativa sobre Espartaco y la revuelta de esclavos», según consta en el informe de lectura interno de la editorial Little y Brown. De hecho, según el mismo lector: «No tengo la menor duda de que si esta novela estuviera firmada por un autor distinto de Howard Fast, se convertiría en un éxito de ventas». La censura a veces no ha temido tanto al texto como al autor; lo imprevisible no es lo ya escrito, sino lo que pueda escribirse en el futuro. Sobre los libros se pueden hacer comentarios de texto, pero algunos autores pueden hacer comentarios sobre la realidad. Finalmente autoeditada, de Espartaco se vendieron los primeros meses cuarenta mil ejemplares sólo en Estados Unidos, pese a las dificultades de distribución.
De esta historia, nosotros hemos conocido la versión cinematográfica producida por Hollywood años después, en 1960, con guión adaptado por Dalton Trumbo -otro escritor perseguido-, y protagonizada por Kirk Douglas. Aunque fue dirigida por Stanley Kubrick, no se le puede atribuir la creación de la película, pues se sumó a ésta cuando ya estaba planificada por completo y el rodaje había comenzado. Existe una diferencia fundamental entre la novela y la película. Mientras que ésta narra la peripecia legendaria de los gladiadores, la novela está protagonizada por los romanos. Este cambio de perspectiva, en las manos de un escritor de talento inmenso, tiene una consecuencia necesaria: su Espartaco nos sumerje sin contemplaciones en el carácter de la época. El mito del esclavo rebelde, pero mártir, que a veces atormentará a los romanos cuando viajen en litera sobre los hombros de los esclavos, cuando se hagan afeitar y lavar por las manos de los esclavos, pertenece en definitiva a los propios romanos.
Los historiadores señalan que coincidiendo con la guerra de los gladiadores se produjeron diversos cambios en la legislación de la esclavitud. Tras la completa arbitrariedad inicial, con el tiempo se les fueron concediendo algunos derechos pasivos, como el de mantener unida a la familia en caso de venta, y se articularon algunas medidas para la promoción individual. Podría considerarse una estrategia de división. La esclavitud no fue abolida; sólo puede hablarse de una suavización del trato. La esclavitud, auténtica base de la organización productiva de Roma, no hizo sino aumentar. Durante el gobierno del emperador Tiberio (14-37 d.C.), a un ciudadano que dispusiera de sólo diez esclavos se le consideraba pobre. Era habitual la posesión de doscientos. No sólo se encargaban del servicio doméstico o de las tareas más rudas, como el cultivo de las tierras o la extracción de plata en las minas de Cartagena, donde se dice que se hacinaban cuarenta mil. Había esclavos profesores e ingenieros, administrativos y contables, escultores; unos eran propiedad de particulares, otros del estado, a cuyas órdenes ejecutaban las obras públicas, los acueductos, las vías. Incluso existía un esclavo nomenclator , con la función de apuntar a su amo los nombres de sus numerosos esclavos.
Aunque Howard Fast, en el prólogo a la primera edición, descartaba un paralelismo entre la novela y la situación política y social de Estados Unidos, aunque había puesto todo su esfuerzo y su talento para penetrar en la cosmovisión romana y para esclarecer un caso universal de revuelta contra la opresión, las interpretaciones sobre Espartaco se teñirían del sabor y los prejuicios de nuestra propia época.
Los intentos por asimilar la revuelta de los gladiadores a unos principios actuales, o incluso a una ideología, resultan inútiles. No podría sostenerse que Espartaco fuera socialista. A fin de cuentas, el socialismo, desde los posteriormente llamados por Marx «socialistas utópicos» del siglo XIX, es un modo de organización económica alternativa al capitalismo moderno. Tampoco puede asegurarse que la rebelión fuera inspirada por los ecos de las democracias antiguas. Estas experiencias habían fracasado mucho tiempo antes, casi tres siglos. Es probable que los esclavos ni siquiera tuvieran noticia de ellas. Por otra parte, democracias como la ateniense estuvieron limitadas a una ciudadanía de origen, de la que se excluía a los esclavos, que caían en tal condición al ser apresados en las guerras o por causas diversas, como el impago de deudas. Tampoco se podría identificar su revuelta con el comunismo moderno. Los actuales partidos comunistas europeos, cuyos programas son vagamente socialdemócratas, en la práctica se limitan a luchar dignamente por preservar los beneficios del estado del bienestar. Habría más puntos de conexión con el ideal comunista en sentido estricto. El comunismo antiguo, «la edad dorada», aquella en la que no existía «ni tuyo ni mío», no era en la época de Roma una utopía, sino la organización cotidiana de los pueblos nómadas, fundamentada en la ley colectiva y la comunidad de bienes y de personas, sin reconocimiento del derecho individual ni posibilidad alguna de pluralidad. De hecho, cuando los gladiadores y el resto de los esclavos, oprimidos en el tejido social romano, emprenden el camino de la rebelión, no tendrán más alternativa que adoptar una organización militar y una economía de guerra, centralizando todas las decisiones. Sin embargo, el imaginario de un colectivo y su realidad organizativa a menudo difieren. De su organización no podemos deducir que anhelaran establecer una comunidad a semejanza de los pueblos bárbaros. Los hechos parecen señalar en otra dirección, o incluso indicar la falta de una dirección precisa.
Sabemos que Espartaco fue justo y que, tal como nos gusta pensar, era un hombre inteligente y sensible. Piénsese en un ejército improvisado de varias decenas de miles de esclavos recién liberados, de todas las edades, ancianos y niños, hombres y mujeres, recorriendo las tierras itálicas. Aunque en la versión cinematográfica se representa una entrega voluntaria y festiva de alimentos y regalos por parte de unos pobladores, los esclavos saquearon a su paso numerosos pueblos y ciudades. ¿Cómo evitarlo? Los historiadores recogen que Espartaco corrigió y castigó los excesos de los grupos de incontrolados y que trató a los prisioneros con humanidad.
Los acontecimientos de la historia están pegados a unas circunstancias concretas, tienen un lugar y un tiempo. En el desarrollo de la guerra de los gladiadores, hay una circunstancia que me sobrecoge. Se trata de ese vuelo caótico a lo largo y ancho de la península itálica, primero hacia el sur, luego del sur al norte y de nuevo al sur. Esta evolución no puede explicarse simplemente por la presión de las legiones romanas. Varias preguntas surgen con naturalidad: por qué no se establecieron en una ciudad y se hicieron fuertes en ella, por qué no abandonaron las tierras de Roma cuando tuvieron los Alpes a la vista. O mejor aún: ¿por qué no conquistaron la urbe cuando la tenían al alcance de la mano?
Algún historiador explica que los esclavos sabían que no podían transformar la organización productiva de Roma. Es posible, pero esta reflexión atribuye a nuestros actos una racionalidad que no siempre es determinante. Eunus, el líder de otra revuelta de esclavos que tuvo lugar décadas antes en Sicilia, soliviantó a sus seguidores con profecías. No podemos descartar la influencia de augurios y presagios en los movimientos erráticos de los esclavos, pero esta posibilidad tampoco tendría especial relevancia. La misma Roma no era ajena a ellos y con frecuencia las decisiones de su estado se justificaban de este modo. La racionalidad política es una característica de la modernidad. Pero ¿no son las profecías la expresión de una causa y de un deseo?
Poder salir de la península y no salir, poder vencer y no vencer. Se diría que los esclavos liberados no podían abandonar Roma ni dejarse abrazar por ella. Eran romanos, esclavos romanos, unos habían nacido en la civilización romana, muchos otros habían sido contaminados definitivamente por su cultura. Ya no sentían como propio el mundo de los bárbaros, pero el universo romano los oprimía. Para esta contradicción, el mundo antiguo aún no había inventado una síntesis. Cuando Roma los masacró y castigó con infinita crueldad, estaba restableciendo un orden que condenaba a unos de nuevo a la esclavitud, pero también estaba condenándose a sí misma al abandono progresivo de la vía republicana y sus instituciones, para consagrar al ejército, la conspiración y la fuerza bruta como los factores determinantes.
El mito romano de Espartaco sería útil para una democracia de iguales y de libres si pudiéramos aislar los días en que un puñado de gladiadores se rebelaron en una escuela de entrenamiento. Pero los mitos no se compran por piezas. El martirio ejemplarizante, el escarmiento, es el desenlace de una revuelta que hizo flotar en el mar brutal de la Antigüedad una barca de ilusión. Si hoy día la historia de Espartaco y tantos esclavos anónimos nos sigue conmoviendo no es tanto por haber sembrado una esperanza que se frustró, como por su intuición de que el orden romano era injusto. También por el magnífico gesto, pleno de realidad, de haber mirado a los ojos al cónsul y, quizá, haberle dicho que nadie debería decidir por otros lo que otros pueden decidir por sí mismos, que ninguna persona es por nacimiento ni por privilegio más que cualquier otra.