A Gemma, que me regaló un libro de Foix. En todos los tiempos fue la calle cubana bulliciosa y parlera Alejo Carpentier El aire está cargado de humedad y son. Lola, gorra verde olivo con estrella roja, hojea Bohemia, la histórica revista cultural, mientras dejamos pasar las horas -después un agotador paseo por el intestino […]
A Gemma, que me regaló un libro de Foix.
En todos los tiempos fue la calle cubana bulliciosa y parlera
Alejo Carpentier
El aire está cargado de humedad y son. Lola, gorra verde olivo con estrella roja, hojea Bohemia, la histórica revista cultural, mientras dejamos pasar las horas -después un agotador paseo por el intestino de Centro Habana- sentadas en una terraza junto al cine Yara, 23 y L. Por ahondar, discreta, en la mitología personal -la mitopoiesis sería, por decir con Wu-Ming, la reconstrucción de discursos comunitarios que consoliden la identidad y la práctica política radical-, recuerdo una proyección del Acorazado Potemkin, la primavera de la enésima tromboflebitis de Franco, allá por 1975. Pese a la dosis diaria de ibuprofeno, me duelen las piernas. La artritis reumatoide avanza desde los tobillos hasta la cadera, o al revés, poco importa, con la misma furia que el mar desborda, de vez en cuando, el muro del Malecón. Enciendo un pitillo y repaso el libro de Ramonet Fidel Castro, biografía a dos voces, que en Cuba se titula Cien horas con Fidel. Documento necesario para entender la Revolución y la vida del Comandante, esta obra -docenas de preguntas y respuestas- es una inmersión en la vida de un hombre y, por extensión, de un proceso histórico, una imprescindible guía para entender quiénes somos. La Revolución cubana, para muchos, es un fenómeno con tintes de biografía colectiva, un hecho trascendental.
Ernesto Guevara, argentino y cubano, congoleño y boliviano, internacionalista, observa el devenir de la isla desde infinidad de envejecidos carteles y fotografías. Tanto turismo y algunas injustificadas tendencias burocráticas le escaman, pero mira hacia otro lado, buscando, quizá -Caronte aguarda- la otra orilla del río Ñacahuasú. Médico de la expedición de Granma, una patera en busca de un sueño nacional-regeneracionista convertido en socialismo por voluntad política propia y guerra fría (que nosotros los cubanos nos liberamos solos y no vinieron los tanques soviéticos, dice -no es cita literal- un personaje de la novela de Senel Paz, En el cielo con diamantes), el comandante que asalta cada noche el tren blindado en Santa Clara es, junto a Martí -los rangers como perros de presa tras su asmática estela-, consuelo y alegría, un medido culto a la personalidad inverso, una proyección universal (Alberto Díaz, Korda, y Feltrinelli), que invita, casi, a la intimidad. Se acerca el 40 aniversario de su muerte -le cuento a mi nieta- y su figura sigue presente en las luchas de Latinoamérica y en las recién planchadas camisetas de la juventud europea. Hoy, quiero imaginar, estaría en la resistencia iraquí o construyendo la aventura bolivariana. Ser guapo y fotogénico siempre ayuda, dice Lola, como si viniera quemando la brisa con soles de primavera. Vamos a conversar un rato a un CDR, que andas muy suelta en estas tierras. ¿CDR? Sí, respondo, la esencia y vanguardia, algo aletargada, de la Revolución.
Alfredo tiene más de setenta años y estuvo en Escambray, en la lucha contra los bandidos de los sesenta. Su voz de jubilado -le han prohibido el café y el tabaco por problemas de estómago- suena firme y comprometida con el proceso. Pese a ser dos desconocidas que aparecen por allí, nos recibe con amabilidad y jugo de naranja. Le ruego que le cuente a Lola qué son los CDR, los míticos Comités de Defensa de la Revolución. Si le pides a un cubano que te explique algo, lo hace. Con parsimonia se quita las gafas y empieza. El 28 de septiembre de 1960, el Comandante en Jefe informó de su comparecencia en la XV Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas, celebrada en Nueva York, dos días antes. La población -prosiguió- venía sufriendo actos de sabotaje y atentados por parte de los contrarrevolucionarios. La idea de Fidel fue clara y sencilla: «Vamos a establecer un sistema de vigilancia colectiva y vamos a ver cómo se pueden mover aquí los lacayos del imperialismo, porque, en definitiva, nosotros vivimos en toda la ciudad.» Lola le contemplaba ensimismada. Alfredo desgranó con pulcritud la historia cubana, mezclando -una coctelera de ideas- fechas precisas, sucesos y recuerdos personales al tiempo que yo trataba de ver el título del libro que había cerrado al vernos llegar. Una hora y media después salimos del CDR. Alfredo nos despidió con un abrazo y dos regalos. Una insignia para Lola y un libro para mí, ese, precisamente, que estaba leyendo. Protesté. No se preocupe, noté su curiosidad, ya compraré otro. Los libros en Cuba -dijo con cierto orgullo- no son demasiado caros. Cuba y Africa. Historia común de lucha y sangre de Gleijeses, Risquet y Remírez, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2007.
Trajeron las bebidas. Agua, café y un daiquirí para Lola. Leo una pancarta en la Plaza Vieja y sonrío: «Viva Fidel 80 más». Un cuarteto se arranca con una versión del clásico del Trío Matamoros El Paralítico: «Suelta la muleta y el bastón y podrás bailar el son». Un reloj anuncia doce campanas. Apago el cigarrillo. ¡Cenicienta, toque de retirada!
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28-08-2007