Ante los desafíos de la globalización, muchos se están blindando por arriba en relación con las instancias de integración política regional o global; pero también impiden el reconocimiento de cualquier cambio por abajo en las estructuras territoriales
La integración política, el federalismo y el reconocimiento de las singularidades son sin duda los mejores arreglos institucionales para gestionar sociedades complejas, plurinacionales y cosmopolitas. El embate de la globalización, con sus ventajas y sus inconvenientes, ha hecho aún más necesaria esta pulsión federalizante por motivos de sobra conocidos. El embridaje de una economía desregulada al servicio de unos pocos, la multiculturalidad y la gestión de las migraciones, el fomento de la paz mundial o la lucha contra el cambio climático son quizá los argumentos más relevantes en favor de, como mínimo, una mayor cooperación política y ciudadana a escala planetaria.
Esta necesidad acuciante de una mayor solidaridad transnacional está chocando, paradójicamente, con unos viejos Estados nacionales que, a medida que se van vaciando de soberanía real, apuntalan sus aparatos coercitivos y simbólicos a modo de disimulo. El rey está desnudo, pero su corona de oro macizo y su espada reluciente -permítanme esta licencia literaria- centran todas las miradas. Esto vale para los regímenes autoritarios o híbridos -el caso de China, Rusia o Turquía-, pero también para las democracias consolidadas como los Estados Unidos de Trump. Y qué decir, por supuesto, de los nuevos movimientos populistas que ya empiezan a ocupar sillones ministeriales en muchos países de la vieja Europa. Algunas de las formaciones políticas tradicionales, acomplejadas, reaccionan mimetizando su discurso.
Ante los desafíos de la globalización, pues, muchos Estados se están blindando por arriba, esto es, en relación con las instancias de integración política regional o global; pero también impiden el reconocimiento, en muchas ocasiones, de cualquier cambio por abajo en las estructuras territoriales preconstituidas -propias o ajenas-. En el marco de la Unión Europea, por ejemplo, parece casi imposible una institucionalidad más integrada, al mismo tiempo que, como dijo Juncker no se quiere una UE de 98 Estados. El exprimer ministro francés Manuel Valls, nuevo azote del independentismo, también lo dejó muy claro: «No tenemos que permitir la posibilidad de salirse de los Estados naciones que ya existen, no tenemos que tocar las fronteras».
La nación y la prepolítica
Esta rotundidad en defensa de la integridad territorial de los Estados puede ser problemática en aquellos casos donde minorías nacionales territorializadas reclaman para sí el derecho a la autodeterminación. Afirmaciones como la que hizo hace un par de años el nuevo presidente del gobierno, el socialista Pedro Sánchez -«La unidad de España es una cuestión «prepolítica»-, colisionan claramente con el principio democrático. El profesor Miquel Caminal -luego volveremos a él- defendía precisamente que los Estados-nación no son nada democráticos en lo que se refiere a su integridad territorial, y hacía referencia a que no reconocen en sus ordenamientos constitucionales el derecho a la autodeterminación de las naciones que puedan formar parte de ellos.
En este sentido, es evidente que no podemos estar constantemente debatiendo y votando sobre las fronteras de nuestros Estados, pero también lo es que cuando surgen movimientos que problematizan los límites vigentes del pueblo, de forma pacífica y persistente, hay que dar respuestas políticas a ello -así ocurrió en Escocia o en Quebec-. Además, éstos movimientos no tienen porqué ser necesariamente supremacistas o insolidarios. Si me permiten la digresión, sigo sin entender por qué apoyar la independencia de Cataluña es supremacismo, pero defender la independencia de España -aún no he oído a ningún líder español abogar por la anexión a Francia, por poner un ejemplo- es cosmopolitismo de vanguardia. Es evidente que en los movimientos independentistas hay elementos de repliegue identitario, pero no es menos cierto que también podemos encontrar señales inequívocas de progresismo y europeísmo. Miren el caso de Escocia, donde ganó el remain de forma abrumadora en todas y cada una de sus regiones, mientras que en el resto del Reino Unido se impuso el Brexit -con argumentos contrarios a la inmigración o a la transferencias fiscales hacia territorios más pobres-.
Entrando ya en el caso catalán, históricamente, la solución federal habría sido la más acertada desde un punto de vista racional. El problema lo hemos encontrado principalmente en el nacionalismo español, incapaz de comprender otras realidades políticas en su seno -no solamente folclóricas- u otras formas de sentirse parte de un proyecto común. Pero el nacionalismo en Cataluña también ha cometido el error de pensar la nación como algo esencializado, subordinando con la retórica de la «diversidad» -los «diversos» son los otros- a una parte de la ciudadanía, empujada hacia los márgenes del imaginario colectivo. Cataluña también tiene que pensarse como un proyecto plurinacional, ya que aquí conviven dos naciones: la de los catalanes que se creen nación, y por tanto, piensan en España como un agente externo; y la de los catalanes que creen que viven en España y que una hipotética nacionalidad catalana es una ficción fabricada a medida de unos pocos. El arreglo federal permitiría que unos y otros convivieran con un grado de satisfacción aceptable, apaciguando las tensiones identitarias que hemos visto agitarse en los últimos tiempos. Esto sería también coherente con la tesis que he defendido al principio del artículo, sobre una mayor integración política y una mejor gestión de la diferencia. ¿Qué podría fallar?
…O qué ha fallado
El profesor Miquel Caminal sostenía en su magnífica Trilogía federal que «cuando el nacionalismo de estado se cierra a cal y canto, el federalismo contempla la opción democrática de la secesión». Si hoy el independentismo es hegemónico en Cataluña, lo es en parte por muchos federalistas hastiados de la cerrazón centralista y homogeneizadora de las élites del estado. En el último párrafo, el ya fallecido politólogo escribía explícitamente que «la obligación de todo federalista es promover la unión en la diversidad, pero cuando esto no es posible, también asume el deber y el derecho a promover la secesión o independencia, cuando sea la última opción, cuando todas las demás han resultado baldías o imposibles».
Esto lo escribía en octubre de 2013, después de la sentencia del Tribunal Constitucional contra el Estatuto y de la feroz campaña del Partido Popular contra el autogobierno. Aquélla sentencia cerró las esperanzas de avanzar hacia el federalismo en el actual marco constitucional, un marco que para unos era un punto de partida mientras que, para otros, lo era de llegada. El enésimo intento de «encaje» cristalizado en el pacto de 1978 había saltado por los aires, y como ha sucedido históricamente, los federalistas nos sentimos abandonados y a la intemperie en relación con el peor gobierno de España de las últimas décadas, el de M. Rajoy con mayoría absoluta.
La vasta experiencia histórica -150 años de catalanismo político- da una base empírica suficiente para que muchos, en Cataluña, lleguemos a la conclusión de que la transformación del Estado en un sentido federal es una quimera. Pero hay más argumentos: no existe una cultura federal en España, las preferencias territoriales y nacionales de ambas poblaciones -la de Cataluña y la del resto del estado- son antagónicas, reforzadas a su vez por distintos sistemas mediáticos, culturales y políticos; las mayorías parlamentarias para realizar cambios profundos siempre requerirán de la concurrencia del nacionalismo español, e incluso si las fuerzas federalizantes consiguieran imponer transformaciones en el ordenamiento territorial del estado, estaríamos permanentemente sujetos a la arbitrariedad de una victoria de la derecha más recalcitrante que restauraría el antiguo orden uninacional. Además de todo esto, la actitud del PSOE -sus nombramientos ministeriales son un ejemplo- también plantea dudas en relación a si su proyecto para España solo pretende redondear el actual estado de las autonomías, o si está dispuesto a redistribuir el poder más allá del reconocimiento cultural-folclórico de las singularidades regionales.
Si aceptamos todo esto como cierto, el desesperanzador panorama no mejora si echamos la vista Cataluña hacia adentro. Con menos del 50% de apoyo popular, y después de un fallido embate contra el Estado, el proyecto independentista tampoco parece capaz, al menos a corto de plazo, de imponerse con éxito. En Cataluña hemos constatado -ya le pasó a Grecia con su referéndum sobre el memorándum europeo- los límites de la reclamación unilateral de la soberanía en un contexto de gobernanza multinivel, y en la forma clásica del estado-nación.
¿Pensarnos más allá del estado nacional?
El profesor Quim Brugué escribió en diciembre un sugerente artículo titulado Estados como gato panza arriba, y sostenía una tesis que guarda mucha relación con lo que he intentado expresar aquí. Brugué decía que «presenciamos la batalla entre un estado español que intenta mantenerse y uno catalán que intenta emerger. Y ambos fracasan». He empezado el artículo hablando del papel de los Estados nacionales en el mundo y en Europa, para después centrarme de forma más intensiva en el caso catalán. Ahora, para terminar, querría relacionar ambos elementos. De momento, nos encontramos pues ante un estado español «con corona de oro macizo y espada reluciente», pero con menos soberanía que nunca; y una nacionalidad sin estado que pretende reclamar una soberanía muy limitada habiendo calculado mal, sin embargo, el peso de la única soberanía real del adversario: la de las porras y las prisiones.
En el contexto actual, y con todas sus contradicciones, mi posición es parecida a la que defiende el filósofo Rubert de Ventós -antiguo colaborador de Pasqual Maragall-: «El estado puede ser una pieza de arqueología política, pero aún es el gestor de la redistribución interior y el que corta el bacalao (sic) en los organismos internacionales». Él defiende que la soberanía ha dejado de ser un concepto binario -la tengo o no la tengo- para devenir un tema analógico -¿dónde tengo la soberanía?¿en qué?-, y seguramente lleva razón. En este sentido, un estado propio para Cataluña va a disponer de más soberanía que una comunidad autónoma intervenida por el gobierno central, bajo la amenaza constante del nacionalismo español. Un estado propio con vocación universal, deseoso de diluirse en una nueva y mejor Europa. En todo caso, este es un posicionamiento personal, ante la realidad inmediata, que no tiene por qué esconder el gran reto de fondo que enfrentamos los progresistas y federalistas hoy: pensarnos más allá del estado nacional y construir una comunidad política global mucho más integrada.
En este sentido, creo que la realidad misma nos ofrece algunas pistas: en los últimos años estamos experimentando un retorno a lo local, hacia unas ciudades que se están convirtiendo en actores políticos protagonistas, con voz propia en el escenario global. Aquí, en nuestro continente, no sería descabellado imaginar una Europa pensada como red de ciudades, articuladas a través de unas eurorregiones más flexibles y arraigadas al territorio que no las rígidas fronteras de los viejos estado-nación.
En este marco, la discusión no sería si rompemos o no los vínculos institucionales entre Cataluña y España, sinó cuáles y cuántas instituciones queremos compartir -entre nosotros, con Francia, con Alemania, etc- en una Europa federal y de los ciudadanos. Quizá la independencia sea una vía para la confederación de los pueblos ibéricos, único camino posible para la fraternidad real. Quizá el cambio republicano -en Cataluña y en España- tiene que tejerse a partir de lógicas contradictorias para unos y para otros. Pero quizá todo esto sea absurdo, quimérico, inasumible. Quizá sí. Pero la política progresista va de ampliar los límites de lo posible, y la imaginación es la herramienta indispensable para conseguirlo.
Carles Ferreira es profesor asociado de Ciencia Política en la Universidad de Girona.