Esto va de lo que dice el título, pero ¿cómo resistirse hoy a gritar que ha bastado que Pablo Iglesias se preguntara en público si la monarquía sirve hoy de algo para que, acto seguido, la derecha más desquiciada, pero también sincera, de la historia reciente haya decidido entrar al trapo, desnudando esa «su» monarquía […]
Esto va de lo que dice el título, pero ¿cómo resistirse hoy a gritar que ha bastado que Pablo Iglesias se preguntara en público si la monarquía sirve hoy de algo para que, acto seguido, la derecha más desquiciada, pero también sincera, de la historia reciente haya decidido entrar al trapo, desnudando esa «su» monarquía del disfraz de democracia con que la vistieron hace cuarenta años? No les ha importado reconocer que esa fue la única manera que tuvieron entonces de mantener el autoritarismo que habían conquistado tras el golpe de estado de 1936 y la guerra que declararon contra su propio pueblo, al no conseguir que sus legítimos representantes se rindieran tras los primeros disparos asesinos que, para implantar el terror, cometieron Franco y su manada de militares rebeldes.
Porque esta, y no otra, es la única interpretación posible del tweet publicado por Hermann Tertsch en el que ha escrito que «La monarquía sirve para evitar que sea necesaria una guerra para impedir la dictadura que él pretende». «Él» es Pablo Iglesias, pero «evitar que sea necesaria una guerra» es, probablemente, la frase más expresiva de entre las que puede adoptar la estrategia del miedo y la amenaza encubierta en el momento presente. Contextualizar es imprescindible, y quien quiera bucear en la hemeroteca de 1936, entre los meses de febrero y junio, notará que la frase de Tertsch le suena, así como las declaraciones con las que los Casado, Rivera, Abascal y sus secuaces nos advierten/amenazan cada día. Salvando las distancias y con diferentes matices y grados de sutileza, por supuesto.
No quedaba más remedio que comenzar abriendo paréntesis para la rabiosa actualidad, pero son tantos los sobresaltos que un país al filo de lo desconocido nos depara cada día que regresar a problemas de largo recorrido, como los que dan vida al feminismo, se convierte en una suerte de refugio circunstancial en el que parece más fácil ordenar las ideas.
De grandes movilizaciones sociales como la feminista, fortalecida desde el pasado 8 de marzo, nace siempre una pregunta, la misma, que cada cierto tiempo se repite y que suele quedar sin respuesta convincente: ¿ha servido de algo?
Una primera respuesta, indiscutible, es que temas como el de la igualdad de derechos reales entre sexos o la denuncia de la violencia machista han conquistado los medios de comunicación, pero, en cambio, no parece que eso sea suficiente para reducir las cifras de asesinatos de mujeres, por ejemplo.
Volviendo a las movilizaciones sociales, algunas alcanzan dimensiones tales que incluso sorprenden y sobrepasan a sus promotores. Si además son de las denominadas transversales y tienen lugar en países democráticos, es normal que sus efectos alcancen a los procesos electorales, bien rompiendo las estimaciones demoscópicas o bien, incluso, promoviendo la aparición de nuevos partidos.
En España tenemos ejemplos evidentes y cercanos en el tiempo. La victoria del PSOE en 2004 no se habría producido sin la respuesta social, espontánea y masiva, contra la mentira que el gobierno del PP urdió el 11M de 2004 para culpar a ETA del mayor atentado terrorista de la historia de Europa. Otro caso, aunque con un ritmo muy distinto y en dos fases, fue la quiebra del bipartidismo en las elecciones generales de 2015, heredera directa de una movilización del 15M que en 2011 solo consiguió contribuir a la derrota del PSOE en el momento álgido de la crisis económica mundial.
Y, por último, la gran y sostenida movilización republicana e independentista en Catalunya no solo está provocando cambios importantes de líderes, siglas y resultados en las urnas, sino que incluso ha sido capaz de provocar la única crisis seria de la Monarquía, comenzando a extender el republicanismo en el resto de España, en diferentes niveles y con una valentía y amplitud desconocidas desde la derrota de 1939. En cambio, una gran movilización, pero no transversal, sino «de clase», como la huelga general del 14D de 1988 contra el llamado Plan de Empleo Juvenil, no pudo impedir que el PSOE ganara las dos elecciones generales siguientes.
Hace 85 años las mujeres pudieron votar por primera vez, lo que significó un gran avance político que esta misma semana han recordado algunos medios de comunicación, pero mucho menos los gobiernos y otras instituciones, que habitualmente ignoran, cuando no tergiversan, cualquier progreso social o político de los conseguidos en la II República. Y durante la Primera Transición las mujeres casadas pudieron liberarse del permiso que debían pedir a sus maridos para poder ganarse la vida.
A pesar del tiempo transcurrido con derechos políticos formalmente similares entre hombres y mujeres, la realidad es que, actualmente, el porcentaje de alcaldesas en España es del 19,1% (2017), por debajo de países como Uruguay o Venezuela. Por tanto, casos como los de Carmena, Colau y las demás son las excepciones que confirman la regla, que parece ser la de que el poder municipal sea cosa de hombres.
Y, al mismo tiempo, sorprende que los porcentajes de parlamentarias o de ministras sean notoriamente más altos que los de alcaldesas, cuando el poder municipal es, precisamente, el más cercano a personas y familias.
De esta realidad parecen derivarse dos conclusiones:
La primera, que el feminismo militante sigue siendo elitista.
La segunda, que el reto político más importante para el feminismo es la conquista de más poder municipal.
Terminaremos con preguntas.
¿Es importante para el feminismo que las mujeres aumenten su cuota de poder en el nivel político municipal?
En caso de que la respuesta sea afirmativa, cosa muy probable, aunque solo sea porque no parece que conquistar más alcaldías tenga consecuencias negativas, la siguiente pregunta podría ser esta:
¿Podría la movilización feminista traducirse en más alcaldesas?
Para contestar, nada mejor que un caso real.
Hace unos días, en una conferencia sobre feminismo y nuevas masculinidades, se planteó desde el público que las asociaciones feministas deberían exigir a todos los partidos que encabecen con mujeres todas sus listas a las elecciones municipales. No gustó la idea y, de hecho, una de las asistentes defendía que eran los hombres quienes tendrían que cambiar, sacando a colación un mensaje que estaba recibiendo de su marido, en el que le insistía sobre cuánto tiempo más duraría la reunión. No se le ocurrió pensar a ella que, si esa reunión hubiera sido un pleno municipal y ella la alcaldesa, su marido no le habría enviado el mismo mensaje. Y que si hubiera muchas más alcaldesas se extendería con más facilidad el respeto y la conciencia de igualdad entre ambos sexos.
Tras una movilización tan atrevida y exitosa como la del 8 de marzo pasado, que incluyó hasta una innovadora huelga general que convocaba expresamente a las mujeres, es difícil comprender que las feministas militantes y organizadas no se atrevan a reclamar los liderazgos municipales, y la responsabilidad de gobernar, para las más dispuestas de ese 50% de la sociedad al que defienden y pertenecen.
Sería lógico que lo exigieran, habida cuenta de la mayor implicación y protagonismo femenino en los partidos de izquierdas, cosa que se confirma de nuevo con solo comprobar quienes lideran las candidaturas de los cuatro principales partidos ante las elecciones andaluzas.
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