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Franco fusila dos veces

Fuentes: Naiz [Foto: Entierro de Txiki, en Zarautz (Euskal Memoria Funtsa)]

Después de los fusilamientos fue fraguándose la huelga. Sobre un paisaje de fábricas vacías y persianas cerradas, las algaradas recorrían el país como una mecha entre disparos policiales y exclamaciones de rabia. Parecía como si algo inédito y sin nombre estuviera a punto de estallar. En Errenteria, la Guardia Civil tiró contra el gentío y acertó en el cuerpo de una niña de diez años. En Algorta corrió de boca en boca la noticia de otro tiroteo: las Fuerzas de Orden Público habían abierto fuego contra la muchedumbre y las seis personas heridas de bala no fueron atendidas en el hospital, sino retenidas en la comisaría.

El aire olía a pólvora quemada y a tormento. La Policía iba casa por casa arrestando a militantes sindicales y en el cuartel de la Benemérita de Gernika, en los sótanos terribles del capitán Hidalgo, un muchacho de 28 años temblaba de miedo atado a la pata de una cama. Cuenta que los agentes entraban una y otra vez de madrugada para despertarlo a gritos y pedirle delaciones mientras le lastimaban los testículos, lo escarmentaban con estacazos en el pecho, lo azotaban con un látigo en las plantas de los pies y apagaban cigarrillos sobre su piel desnuda.

Los periódicos del régimen habían enloquecido porque el descontento se estaba propagando por todo el continente. «Lisboa: salvaje atentado contra España», titulaba el «ABC» con una fotografía de la embajada en llamas. Para más inri, el tren expreso de la capital portuguesa había llegado a Cáceres cubierto de pintadas y hubo que limpiarlo a conciencia a fin de que no apareciera de aquella guisa en Madrid. Meses atrás, Arias Navarro había buscado el apoyo estadounidense para valorar la invasión de Portugal en nombre del anticomunismo. Esta vez Franco tuvo que conformarse con cerrar las fronteras y congelar los vínculos diplomáticos.

Si se trataba de invadir países hostiles, no faltaban los objetivos. De hecho, las protestas que habían sacudido Europa antes de los fusilamientos continuaron si cabe con más afán cuando se cumplió la sentencia. En París, los manifestantes asaltaron la delegación de Renfe y la Oficina de Turismo. En la ciudad italiana de Brindisi, los cócteles incendiarios llovieron sobre el consulado español. Hubo marchas en Países Bajos, Bélgica e Inglaterra. Era la «conspiración masónica izquierdista» a la que se referiría el Caudillo durante su discurso del 1 de octubre en la Plaza de Oriente. A su lado estaba Juan Carlos de Borbón hecho un pincel. Enfrente, entre el público, resonaba una consigna unánime y fanática: «¡Al paredón!».

Para entonces, nuestro país ya había salido a la huelga. El primer lunes de paro, las ciudades fabriles de Gipuzkoa tenían un aspecto fantasmal solo perturbado por los piquetes y la Policía. En Eibar, una concentración terminó disuelta a tiros. El tránsito fronterizo quedó obstruido en Hendaia y el ministro francés de Interior, Michel Poniatowski, propuso restringir el derecho a la manifestación al amparo de un decreto-ley de 1935. Mientras los centros obreros vascos detenían la producción, el presidente mexicano Luis Echeverría reclamaba a la Asamblea de la ONU que despojara a España de sus derechos y privilegios.

El segundo día de huelga había de ser también el día de la misa funeral en recuerdo de los fusilados. Antes de que dieran las siete de la tarde, la Policía rodeó el edificio y el Gobierno Civil dictó la orden de detener al obispo en el caso de que desafiara las prohibiciones. Las exequias no pudieron celebrarse. Hubo cargas indiscriminadas contra las multitudes que tomaban las calles. Una bala impactó en la cornisa del Hotel Londres y el desprendimiento hirió a un niño de nueve años. Los disturbios se extendieron por el territorio con barricadas entre Lezo y Pasaia o neumáticos ardientes en el alto de Miracruz.

Han pasado ya cincuenta años y la memoria oficial continúa haciendo causa contra Txiki y Otaegi, atribuyéndoles culpas indemostradas o reprobando desde la cómoda distancia los sacrificios de la militancia clandestina. Pero esta historia no va solamente de Txiki y Otaegi. Va también de los heridos en Algorta, Errenteria o Donostia. Va de los torturados en dependencias estatales y de los torturadores amnistiados en dependencias estatales. Va de los ataques que sufrieron en aquellas fechas la farmacia de Roberto Lotina y el vehículo de Juanjo Etxabe. Va de Josu Etxeandi, que murió dos días después de las soflamas de la Plaza de Oriente tras haber sido ametrallado en un control de carretera en Orreaga. Va de Iñaki Etxabe, que murió ametrallado por un comando parapolicial al cabo de otros dos días en Kanpazar.

Dice el escritor Viet Thanh Nguyen que las guerras se libran dos veces: la primera en el campo de batalla y la segunda en la memoria. Habrá que decir entonces que la dictadura franquista fusila también dos veces: una en el paredón y otra en los libros de historia. El relato oficial nos ha enseñado que los últimos fusilados de Franco eran poco menos que unos forajidos. Y que le debemos a la cúpula franquista, con Juan Carlos de Borbón a la cabeza, el magnánimo regalo de la Constitución y la democracia. Lo llamaron Transición.

Los arquitectos de aquel trampantojo se están empleando a fondo para emporcar el nombre de Txiki y Otaegi. Jon Mirena Landa los rebatía en fechas recientes: es legítimo hacer un examen crítico de la biografía de cada cual, pero cuando una dictadura asesina a placer no hay peros que valgan. Cabe deducir, sin embargo, que no estamos ante una mera controversia sobre víctimas y verdugos, sino ante una nueva tentativa de legitimar la restauración monárquica de 1978. El artefacto político que permitió mantener intactas las relaciones de poder fraguadas durante el franquismo. Un truco de prestidigitación que convirtió en héroes a los villanos gracias al recurso de la impunidad y la desmemoria.

Jonathan Martínez es investigador en Comunicación.

Fuente: https://www.naiz.eus/es/iritzia/articulos/franco-fusila-dos-veces