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Franco, omnisciente

Fuentes: Rebelión

Cuando principiaba mi juventud, en esa edad en la que arrancas a despertar del letargo eterno de la nada, descubrí ciertos personajes que, con el tiempo, he sabido que acapararon mi vida cotidiana. Algunos eran futbolistas y ciclistas, otros personajes míticos del barrio, más de uno compañero en cursos superiores de la escuela y, los […]

Cuando principiaba mi juventud, en esa edad en la que arrancas a despertar del letargo eterno de la nada, descubrí ciertos personajes que, con el tiempo, he sabido que acapararon mi vida cotidiana. Algunos eran futbolistas y ciclistas, otros personajes míticos del barrio, más de uno compañero en cursos superiores de la escuela y, los menos, cantantes de moda. Los recuerdo con cariño: Silvestre, el delantero que desbordaba en el barro de Atotxa, Valentín Uriona, el txirrindulari que murió en un aciago accidente en Sabadell, Michael Labeguerie, cuyos discos pasábamos entre la ropa por el puente fronterizo de Santiago… Recuerdo su huella con más intensidad que la de personajes cercanos en el tiempo, cuyo vestigio se diluye como el sol de otoño. Excepto con los más cercanos, con el resto no tuve más relación que la de admiración.

Hubo, entre todos ellos, uno omnipresente que precisamente no despertaba devoción, sino todo lo contrario: terror. Que no sólo era mi referencia en ese despertar, sino la de todos nosotros, jóvenes, adultos y ancianos. Se trataba de Francisco Franco, el dictador vencedor de aquella guerra civil que surgió tras el fallido golpe de Estado del verano del 36. El generalísimo, ejemplo de virtudes, conocimientos o saber estar en cualquiera de las facetas en las que se dividía la vida política peninsular. Franco era como Dios, estaba en todas partes.

La omnipresencia de Franco era espectacular. Quien no haya conocido esa época no puede siquiera imaginar el tremendo culto a su personalidad que destilaban los escenarios de aquella sociedad atenazada y amenazada. En múltiples ocasiones me vienen a la memoria retazos de esos tiempos y el color que aparece tras cualquier escaparate es el gris. El sonido llega amortiguado y todos los personajes están tocados de un bigote fino y una voz aflautada, como la del dictador. Un escalofrío me recorre el espinazo. En cierta ocasión, creo que fue en carnavales, recuperamos cierta iconografía de la época, cuadros, himnos, banderas, y engalanamos una sociedad donostiarra con aquellos atuendos. Recibimos una severa reprimenda de parte de los mayores: «Con Franco ni en juegos».

Escalofríos.

La resonancia del dictador, su conversión en pieza de nuestras vidas particulares y colectivas, ha sido un motivo permanente de reflexión. Y, equivocado o no, llegué ya hace años a un par de conclusiones. Ambas tenían que ver con esa sociedad creada a los pies del dictador. Por un lado, su red de aduladores se contaba por millones. España ha sido siempre un país de serviles, en distintas medidas según las épocas, y la de Franco fue el paradigma. Y por otro, su segunda red, la de chivatos. Comenzó al poco de concluir la guerra. Militares, guardia civiles y demás emisarios bélicos estaban en el frente. Así que los condenados lo fueron por el testimonio de vecinos y colegas. Por miedo, por venganza, por simpatía… por lo que fuera. Lo cierto es que la red de chivatos, otra característica hispana, fue también millonaria. Con unos y con otros, aderezados con circos puntuales, obispos y la adecuada estrategia educacional, Franco estableció un escenario repulsivo.

Ese escenario se perpetuó durante décadas con la «propaganda» apropiada. Excelencias mil, reservas espirituales, contubernios internacionales, Real Madrid, el Pisuerga que pasa por Valladolid y la exaltación de los valores históricos de un imperio que olía a rancio por todas sus desembocaduras. La propaganda convirtió todas esas necedades en cuestiones de Estado y en inquietud ciudadana.

Chivatos, aduladores y propagadores fueron los ojos del Gran Hermano, de Franco. Hay un término en el vocabulario español que aunque se utiliza generalmente para definir al narrador de una novela, su significado excede a la literatura. Se trata del omnisciente, aquél que tiene conocimiento de todas las cosas, las reales y las posibles. Ése era Franco, ésa era la imagen que desplegaba y que gustaba desplegar frente a sus súbitos.

Murió sin subir al estrado de Nuremberg, en olor de multitudes, aquél que parecía inmortal. Entubado y con el manto de Santa Teresa que no fue suficiente para obrar el milagro que esperaban sus seguidores, su final fue acorde con su trayectoria mesiánica. Rodeado de los restos de decenas de miles de combatientes fascistas y los de unos centenares de milicianos republicanos para endulzar el insulto a la memoria, se hizo enterrar en Cuelgamuros, rebautizado con el joseantoniano nombre de Valle de los Caídos.

Hace treinta años de aquello. Más de media vida nuestra, aquella a la que no llegaron varios cientos de miles de compatriotas que se quedaron en el camino, a los que Franco mandó al patíbulo, a la cárcel o al exilio. Hace treinta años ya y, sin embargo, todavía sigo sintiendo en mi cogote ese viento gris y esos sonidos amortiguados que me producen, no lo puedo remediar, unos pavorosos escalofríos.