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Fuera de la oficina; de la desobediencia como síntoma

Fuentes: elcineescortar.com

ELCINEESCORTAR publica en exclusiva este texto cedido por su autor, el profesor y crítico cinematográfico Dean Luis Reyes, vinculado a los recientes acontecimientos entre la 17ª Muestra Joven ICAIC y la Presidencia del Instituto Cubano de Cine. En la actual discusión alrededor de la presencia dentro de la Muestra Joven de una película inadmisible debido […]

ELCINEESCORTAR publica en exclusiva este texto cedido por su autor, el profesor y crítico cinematográfico Dean Luis Reyes, vinculado a los recientes acontecimientos entre la 17ª Muestra Joven ICAIC y la Presidencia del Instituto Cubano de Cine.

En la actual discusión alrededor de la presencia dentro de la Muestra Joven de una película inadmisible debido a un diálogo donde un personaje emite una opinión ofensiva sobre José Martí, se oculta un problema más complejo que el aparente.

Volvemos a discutir sobre una película que no vimos. Sobre si un personaje de ficción debe o no decir algo y a un guionista permitírsele escribir un diálogo donde se dice que «Martí es un mojón«. Por esa vía, deberíamos preguntarnos cuántas frases del cine, el teatro, la literatura son inaceptables en la realidad moral.

Pero hablamos de una ficción. En una ficción, un tal Sergio glosa al Che Guevara: «Porque esta Humanidad ha dicho basta y ha echado a andar… y no se detendrá hasta llegar a Miami». ¿Deberíamos prohibir la exhibición masiva de «Memorias del subdesarrollo»? Por ese camino, además, estamos perdiendo la extraordinaria ocasión de discutir los raseros de la censura y el derecho que cabe a un grupo muy pequeño a determinar qué debe ver y oír la mayoría.

Invocando a Martí y a Fidel se prohibió en Cuba la exhibición de «Santa y Andrés», cuando en verdad se prohibió ver la escena de un acto de represión física contra un personaje que encarna en sí mismo un fenómeno no resuelto del diálogo entre poder político y artes en Cuba: la intolerancia hacia el que no comparte la verdad oficial, la preceptiva del estado, y hace manifiesto su desacuerdo. El poder impuso por la fuerza su perspectiva de las cosas, por encima incluso de la opinión de los cineastas que defendieron la licitud del personaje de una película a gritar «¡Viva Martí!» cuando se le propina una golpiza a nombre de Fidel.

Parece una discusión en torno a los símbolos que deberíamos proteger y defender.

¿Se les defiende extirpando de la ficción los tratamientos que no aprobamos? ¿Prohibiendo a los creadores proponer episodios cuestionables desde el punto de vista de las normas que gobiernan lo real? Esta lógica hace evidente una mediación del espacio público que restringe visiones, opiniones, que divergen de la perspectiva dominante. Y pone en entredicho la madurez intelectual del diálogo que deberíamos sostener sobre el particular.

Es la misma racionalidad que prohibió a Antonia Eiriz hacer públicos sus «abortos mentales», a Servando Cabrera exhibir sus cuerpos de hombres desnudos y erotizados, a Virgilio Piñera publicar, que obligó a Heberto Padilla a hacerse un mea culpa, a Nicolás Guillén Landrián a dejar de hacer cine… y a tantos más a no tener acceso natural a un escenario de diálogo para su creación. Es la postura que poscribió al homosexual, al afeminado, al pepillo, a nombre de un saneamiento social que no admitía otra normativa que la del sujeto heterosexual de la cultura patriarcal.

Es la posición de quitarnos un derecho que nos asiste. Nos lo quitan y quieren que estemos de acuerdo con el despojo.

Esta clase de discusiones han circulado en el cine cubano casi desde el inicio. Fueron las que trajeron la discusión en torno al cine que debería hacerse en Cuba durante y después de la censura de «PM» (1961), o en la polémica pública entre Alfredo Guevara y Blas Roca tras el estreno de «La dulce vida» (1968) y otros títulos de la Europa Occidental, las que fundamentaron los ataques al ICAIC por ofrecer una «Cecilia» (1981) que no coincidía con los libros de texto, la que sobrevino con la condena de «Alicia en el Pueblo de Maravillas» (1991), cuyos críticos vieron en ella alusiones a la figura de Fidel Castro y una perspectiva inaceptable de la sociedad cubana, la que hizo que «Pon tu pensamiento en mí» (1996) fuese considerada una ofensa a la figura del Che

Las imágenes «sagradas» son un asunto de los más sensibles dentro del aparato de mediación pública hoy en Cuba. Porque estamos viviendo una iconofilia creciente y curiosa, que invoca una suerte de idea monumental de figuras y símbolos donde se echa en falta la noción de cultura como producción y el pensamiento crítico ante lo fijo, que entre nosotros se ha igualado siempre a la noción de revolucionario.

En el cine, como manifestación artística que se expresa directamente en lo público, es cada vez más severa la vigilancia. A través de las percepciones de lo inadmisible en los discursos de la cultura se puede hacer, además, una suerte de psicoanálisis del poder a partir de sus márgenes de admisión de disenso.

Las declaraciones públicas de la Presidencia del ICAIC acerca de «Quiero hacer una película», el largometraje de Yimit Ramírez que, según los únicos dos funcionarios que la vieron allí antes de autorizar su exhibición en la Muestra Joven, no sería exhibida porque «no le(s) había gustado una frase de la película» (como explicó su productora Marta María Ramírez), manifiesta lo acotado de tales márgenes hoy.

La Presidencia decidió expresar su postura sobre el particular diez días después de que los integrantes del Comité Organizador de la Muestra hicieran pública la suya. En el documento del Instituto, se reafirma la condena a un diálogo que califica a Martí de manera inaceptable y además se califica de «poco ética» la declaración de ese Comité.

Esto último evidencia que estamos ante dos discusiones. Una, la reacción ante un diálogo de ficción que, para esa Presidencia (hasta donde sabemos hoy, dos personas), «no es algo que pueda admitirse simplemente como expresión de la libertad de creación. Como parte de nuestra política cultural y de nuestro compromiso con la sociedad, el ICAIC rechaza cualquier expresión de irrespeto a los símbolos patrios y a las principales figuras de nuestra historia.»

La segunda es el regaño, la represalia a los organizadores de la Muestra Joven, que alcanzó extremos de improvisación y maltrato cuando se les prohibió impartir su conferencia de prensa de introducción del programa de la 17ma. edición del encuentro de los jóvenes realizadores audiovisuales cubanos, el mediodía del 22 de marzo pasado.

Allí se hizo evidente el tamaño de la crisis de liderazgo del ICAIC actual entre los cineastas, así como la ausencia de altura política de su dirigencia. Porque calificar de «poco ética» la potestad de un grupo de creadores de decir la verdad es poco menos que inaceptable.

Pero ambas discusiones evidencian el conflicto alrededor de lo admisible hoy en Cuba para eso que se llama libertad y que, en términos marxistas, supondría asumir una «conciencia de la necesidad». Y hay dos necesidades en abierto conflicto aquí: la necesidad de reproducción del poder, a través de unas estructuras que se consideran desafiadas, y la necesidad de los creadores, que consideran lícito para sus propuestas formales ofrecer visiones no acogidas a la doxa vigente.

Además, aparece aquí la inocencia aparente de los términos que operan dentro de un léxico dominante que usa calificativos como «nuestra política cultural», «nuestro compromiso con la sociedad» y «nuestra historia» a partir de una noción de propiedad, con el pronombre «nuestro» como marca de una ideología de poder que habla como si lo hiciera a nombre de un colectivo que entiende con claridad que cosa es eso «nuestro». Cuando, en el fondo, se suponga un sobreentendido comprender algo que no puede verse, que se pronuncia sobre películas que no nos dejan ver, por razones que son invocadas como nuestras.

El Presidente, que habló a nombre de un «nosotros» que nunca llega a saberse qué dimensiones tiene, manifestó que, desde su percepción, analizada sintomáticamente, los jóvenes habían invalidado el pacto de silencio que impera en las instituciones cubanas, la negociación de cada acto de censura y reprobación tras las gruesas puertas de las oficinas, lo que permite un marco de invisibilidad necesario para el ejercicio de la exclusión de los derechos. En primer lugar, como es el caso, el derecho a expresarse.

Lo ejemplar esta vez es que los miembros del Comité tampoco fueron aquiescentes. Tomaron el estrado, explicaron su desacuerdo, lo argumentaron y quisieron hacer, desobedeciendo el dictum, su conferencia de prensa, ante un grupo de periodistas e invitados sobrecogidos por la incredulidad.

Mayor fue la incredulidad del puñado de funcionarios convocados, entre ellos el director de la publicación La Jiribilla, quien exigió a gritos que no se hiciera esa conferencia. O la del director de la revista Excelencias, que acentuó: «Los han invitado a un diálogo (…) vale la pena sentarse a una mesa de conversación (…) yo les invito, por lo que significa esta institución, a irse a sentar a conversar para que esta muestra sea lo que queremos todos; evítese una frase innecesaria que pueda ser manipulada, que no tiene que ver con el espíritu que ustedes han demostrado (…) esta institución, desde su fundación, amparó sentarse a dialogar, a buscar soluciones».

Es curioso cómo se reacciona cuando se considera roto el pacto de seguridad que cubre la actuación diaria de este grupo dirigente sobre los creadores. Algo muy evidente en el discurso regente hoy desde la casta de funcionarios de la cultura cubana. En él, abunda el victimismo y el síndrome de la sospecha en torno al cuestionamiento de la «institucionalidad». Este se ha vuelto el argumento principal para tomar decisiones en defensa de ese marco regulatorio casi sagrado.

Muchas de sus decisiones, paradójicamente, lesionan la propia función de la estructura institucional. Porque la cultura no es administrable con los mismos principios con que se administra la economía o la política exterior, acciones como que el ICAIC no proteja a todos los cineastas o que la UNEAC se oponga al ejercicio de la crítica en sus escenarios públicos (lo que finiquitó su programa televisivo «Hurón Azul»), o al debate de ciertos temas en sus congresos, son síntomas muy negativos.

Muestran que tales estructuras operan en el sentido de la autopreservación, a menudo a costa de las necesidades de los propios sujetos que las integran y justifican. Y a que el ejercicio del derecho a disentir de esas operaciones en el espacio público esté bajo estrecha vigilancia.

De ahí la advertencia a evitar «una frase innecesaria que pueda ser manipulada»: el llamado a regresar al silencio y la penumbra, la advertencia de que estamos bajo la observación de algún ente presto a cebarse en nuestras diferencias para sacar partido a su favor… Como si las diferencias fueran algo que por fuerza tiene que permanecer invisible. Cuando las diferencias se sepultan, nos enseña la Historia, estallan y dejan víctimas.

En torno al cine, esto último es manifestación de un estado de cosas que ha caducado. El ICAIC del capital político de Alfredo Guevara no es el de hoy. El diálogo evocado arriba no sucede ya.

El ICAIC de hoy censura una película debido a una frase pronunciada por un personaje cuya coherencia mental no está clara. Y los realizadores del cine cubano mayoritario no sienten, en vistas de los acontecimientos de los últimos años y de que el margen de discusión sea ese, que emprender un supuesto diálogo tenga sentido.

El ICAIC de esta década reúne casi dos decenas de largos de directores cubanos sin estreno público, así como rodajes intervenidos por autoridades policiales («El tren de la línea norte») o cuyo acceso a las locaciones fuera prohibido («El Proyecto»). No hay figura sacra hoy allí ante la cual los organizadores de la Muestra (creadores independientes contratados a esos fines durante algunos meses cada año, no cuadros políticos adjuntos a una disciplina interna) consideren que deban postrarse.

De manera casi epifánica, el conflicto e invocación a regresar al diálogo sucedió en la misma Sala Fresa y Chocolate donde, el 28 de noviembre de 2015, se celebró la última Asamblea de Cineastas vinculada al conocido como Grupo de los 20, que portaba entre sus muchas demandas la aprobación de una Ley de Cine imprescindible para el resguardo y organización del campo audiovisual nacional.

Ese día nos salimos del guion, porque nos convocamos para discutir un tema más allá del soñado marco regulatorio y legal del cine cubano del futuro. Nos convocamos para discutir la censura que sufre el cine cubano. Las puertas estaban abiertas, había gente muy diversa. Se leyeron tres textos, se abrió una discusión donde se habló claro y de frente. Se pidió tomar una declaración acerca de la censura sufrida por Juan Carlos Cremata. Y, casi al final, una provocación: entre los presentes estaba un supuesto «contrarrevolucionario».

Un vicepresidente del ICAIC, el propio Presidente, un puñado de operativos de la Seguridad del Estado de civil, armaron un acto de repudio. La violencia flotó en el aire y, aunque no se desató en el plano físico, la Asamblea quedó disuelta. Al otro día, una declaración del ICAIC y otra de la UNEAC con su repudio a la presencia de contrarrevolucionarios en sus espacios institucionales, estaban en los medios nacionales. No se habló ni una vez de la censura. El G20, que había sentido a un pelo de distancia el precio de su desobediencia, el olor a almizcle de la violencia del poder, se redujo y luego se esfumó en el aire. No se han vuelto a reunir. La solidaridad tiene un precio.

En ese amargo encuentro que refiero habíamos salido de la oficina donde habitualmente el ICAIC nos permitía reunirnos. Nos habíamos convocado en un sitio público porque consideramos que era nuestro deber enfrentar la verdad dura y simple que teníamos ante nuestras narices, y compartirla.

Los miembros del Comité Organizador de la Muestra Joven de 2018 también pensaron que actuaban de acuerdo a principios éticos innegociables cuando hicieron público su desacuerdo con la prohibición de una película debido a algo que dice un personaje. El ICAIC los ha llamado poco éticos y ha culpado a los realizadores de «Quiero hacer una película».

No obstante, el cine cubano está repleto de caracteres dramáticos que desobedecen, que se hacen a sí mismos a través del disenso.

Definitivamente, algo ha cambiado entre el cine cubano y su realidad. Películas panfleto, películas donde se dicen las cosas sin medias tintas, abundan. Son poéticas que no quieren jugar el juego del simulacro, apuestas formales que se deshacen de oblicuidades, de operaciones tropológicas, y de intertextualidades. Cineastas que dicen lo que piensan abiertamente, que suben al estrado, toman el micrófono y hablan.

Los de siempre apenas consiguen arrebatarles el micrófono o vociferar exigiendo que se vayan con su música a otra parte. Esos que son replicantes de aquellos otros que por décadas nos han acallado, dividido, acusado de toda clase de males. Que nos han prohibido nuestra libertad a nombre de «nuestra» libertad.

Todo lo bello y bueno que hagan, no hace esfumarse aquello que deshagan. Porque el proceso de la dominación supone siempre que el dominado acepte como suya la razón del dominador. Y en contadas ocasiones la dominación se vio tan clara como ahora.

Pero los expulsados del templo se quedan.

Organizan la Muestra.

Humm…

Fuente: http://www.elcineescortar.com/2018/03/26/fuera-de-la-oficina-de-la-desobediencia-como-sintoma/