Traducido para Rebelión por LB
En estos momentos nuestros mejores jóvenes están atacando Gaza. Buenos muchachos procedentes de buenas familias están haciendo cosas malas. La mayoría de ellos son elocuentes, impresionantes, rebosan confianza en sí mismos, a menudo se jactan incluso de albergar principios elevados, y el Sábado Negro docenas de ellos salieron a bombardear algunos de los objetivos de nuestro «campo de tiro» de la Franja de Gaza.
Salieron a bombardear la ceremonia de graduación de los jóvenes agentes de policía que habían conseguido hacerse con ese escasísimo bien en Gaza, un puesto de trabajo, y los masacraron por docenas. Bombardearon una mezquita, matando a cinco hermanas de la familia Balousha, la más joven de las cuales tenía cuatro años. Bombardearon un cuartel de policía hiriendo a una doctora que pasaba por allí. La doctora se encuentra ahora en estado vegetativo en el hospital de Shifa, que regurgita muertos y heridos. Bombardearon una universidad que en Israel llamamos la Rafael palestina, es decir, el equivalente del fabricante de armas israelí, y destruyeron los dormitorios de los estudiantes. Lanzaron centenares de bombas desde el cielo azul sin encontrar la más mínima resistencia.
En cuatro días mataron a 375 personas. Ni distinguieron ni tenían posibilidad de distinguir entre un oficial de Hamas y sus hijos, entre un policía de tráfico y un operador de lanzaderas de Kassams, entre un escondite de armas y una clínica, entre el primer y el segundo piso de un bloque de apartamentos densamente poblado con decenas de niños dentro. Según los informes, aproximadamente la mitad de los muertos han sido civiles inocentes. No nos estamos quejando de la puntería de los pilotos, las cosas no pueden ser de otra manera cuando el arma es un avión y el objetivo una diminuta franja donde se hacinan multitudes. Nuestros excelentes pilotos son ahora, efectivamente, matones. Igual que en los vuelos de entrenamiento lanzan sus bombas sin la más mínima molestia, sin tener delante a una fuerza aérea enemiga ni un sistema defensivo.
Es difícil juzgar lo que piensan, cómo se sienten. De todos modos, es poco probable que eso importe. A los pilotos se los mide por sus acciones. En cualquier caso, desde una altura de miles de pies la imagen se ve tan borrosa como la mancha de tinta de un test Rorschach. Se fija el objetivo, se pulsa el botón y surge una columna de humo negro. Otro «blanco alcanzado». Ningún piloto ve el efecto de sus acciones sobre el terreno. Seguramente tienen la cabeza llena de historias de horror de Gaza -un lugar en el que ellos jamás han puesto los pies-, como si no hubiera allí un millón y medio de personas que sólo anhelan vivir con un mínimo de honor, algunos de ellos tan jóvenes como ellos, con sueños de estudiar, trabajar y criar una familia, pero que no tienen la oportunidad de cumplir sus sueños, con o sin bombardeos.
¿Pensarán los pilotos en ellos, en los hijos de los refugiados cuyos padres y abuelos ya han sido expulsados de sus propias vidas? ¿Pensarán en las miles de personas que han dejado reducidas a un estado de discapacidad permanente en un territorio sin un solo hospital digno de ese nombre y que no dispone de ningún centro de rehabilitación? ¿Pensarán en el odio lacerante que están sembrando no sólo en Gaza sino también en otros rincones del mundo en medio de las horribles imágenes difundidas por la televisión?
No fueron los pilotos quienes decidieron ir a la guerra, pero ellos son los subcontratistas. La verdadera responsabilidad recae sobre los encargados de tomar las decisiones, pero los pilotos son sus socios. Al regresar a casa se les acogerá con todo el respeto y el honor que solemos reservarles. Con toda seguridad, no solamente no habrá nadie que trate de inducirles a una reflexión moral sino que además son considerados como los verdaderos héroes de esta maldita guerra. En sus partes diarios el portavoz del ejército israelí ya se está desmelenando con elogios el «magnífico trabajo» que están haciendo. Evidentemente, también él ignora por completo las imágenes de Gaza. Después de todo, estos pilotos no son sádicos agentes de la Policía de Fronteras que apalean a los árabes en las callejuelas de Nablús y en el centro de Hebrón, o crueles soldados de incógnito que matan a sangre fría a sus objetivos disparando sobre ellos a bocajarro. Estos, como hemos dicho, son lo más granado de nuestra juventud.
Tal vez si tuvieran que confrontar los resultados de su «magnífico trabajo» es posible que lamentaran sus decisiones y reconsideraran los efectos de sus acciones. Si solamente visitaran una vez el Pabellón de Pediatría y Rehabilitación Juvenil del hospital Alyn de Jerusalén, donde Marya Aman, de siete años, lleva casi tres años hospitalizada -es una niña cuadriplégica que gobierna su silla de ruedas y su vida con su mentón-, tal vez experimentaran algún remordimiento. Esta adorable niña fue alcanzada en Gaza por un misil israelí que mató a casi toda su familia. Cortesía de nuestros pilotos.
Pero todo queda bien oculto de la mirada de los pilotos. Ellos sólo se limitan a hacer su trabajo, como se suele decir, solo obedecen órdenes, como si fueran máquinas de bombardear. En los últimos días se han superado a sí mismos en su labor y los resultados están a la vista de todo el mundo. Gaza se lame sus heridas, igual que antes lo hiciera el Líbano, y casi nadie se detiene un instante para preguntar si todo esto es necesario o inevitable y si favorece en algo a la seguridad y a la imagen moral de Israel. ¿Están regresando nuestros pilotos a sus bases sanos y salvos, o están regresando en realidad transformados en personas despiadadas, crueles y ciegas?
Fuente: http://www.haaretz.com/hasen/