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Fukushima: la pulsión de muerte como fuente de energía

Fuentes: Iohannes Maurus

Varios reactores de la central nuclear de Fukushima aún está en peligro de fusión, cuando llega la noticia de una segunda central nuclear japonesa cuyo contenedor se ha resquebrajado. Da la impresión en estos accidentes que se estuviera manejando algo imposible de controlar, pues no sólo siguen produciéndose catástrofes o simples accidentes nucleares, sino que […]

Varios reactores de la central nuclear de Fukushima aún está en peligro de fusión, cuando llega la noticia de una segunda central nuclear japonesa cuyo contenedor se ha resquebrajado. Da la impresión en estos accidentes que se estuviera manejando algo imposible de controlar, pues no sólo siguen produciéndose catástrofes o simples accidentes nucleares, sino que el ritmo al que estos se producen parece ir en aumento. Hace una veintena de años, con menos centrales nucleares en el mundo y con un parque de centrales relativamente más reciente, se calculaba el riesgo de accidente grave en uno cada 15 a 20 años. Hoy, a parte del gran número de accidentes ocultados o minimizados por la industria, los medios de comunicación y los gobiernos, parece que vamos superando esta frecuencia. La energía nuclear no es, sin embargo, «económicamente indispensable», ni siquiera para el capitalismo de consumo, pues puede sustituirse con facilidad mediante energías renovables: China lo está haciendo parcialmente, Alemania y Suecia lo tienen previsto a corto plazo. El capitalismo de consumo, no lo olvidemos, también es sustituible.

L a «necesidad» de la energía nuclear nada tiene que ver con los imperativos de nuestra existencia material, ni siquiera con las exigencias de nuestra «comodidad». Si nos parece tan inerradicable es porque es perfectamente coherente con un sistema de dominación que hoy no solemos ser capaces de reconocer, debido al grado de «naturalidad» que le otorgamos. El capitalismo, tal es el sistema de dominación a que nos referimos, no es un sistema orientado a la satisfacción de necesidades, sino más bien a la multiplicación al infinito de éstas. Una producción orientada por la lógica de la mercancía y del beneficio jamás puede contentarse con satisfacer necesidades. En términos freudianos, el capitalismo no puede contentarse con regirse por el principio de placer. El principio de placer es un principio «económico» en sentido antiguo, en sentido aristotélico, pues el placer se define como fin de la tensión provocada por una determinada presión interior o exterior ejercida sobre el individuo. Lo que libera de esta presión tensión produce placer restableciendo el equilibirio inicial. La satisfacción es así retorno al equilibrio. El principio de placer es un principio esencialmente conservador. Pero el principio rector del capitalismo no puede ser el placer, sino algo que está más allá del placer y que incluye cierto sufrimiento y cierto dolor. Jacques Lacan. bautizará a ese «más allá del principio de placer» con el término de «jouissance», en castellano «goce». El goce tiene como límite la muerte del sujeto – pasa «de las cosquillas a la parrilla»- y se ve siempre alimentado por la pulsión de muerte. Lo que nos mantiene en vida es una limitación de este goce por el lenguaje que le pone freno, por el discurso.

L o que da al capitalismo su aspecto «natural» es su juego permanente con el goce y la pulsión de muerte, esto es con aspectos esenciales del ser humano en tanto que hablante. La propuesta capitalista es simple y sádica: si esto le ha gustado, encontraremos algo que le guste más, siempre más. El capitalismo secuestra a través de la mercancía una caracterùistica fundamental de todo deseo humano: su naturaleza metonímica, el hecho, fácilmente reconocible de que lo que siempre deseamos en algo es…otra cosa. Esa otra cosa, tiene su límite en algo siempre inalcanzable, en ese morirse de gusto en que consistiría una -imposible para el sujeto vivo- «satisfacción definitiva». El capitalismo es así la puesta en funcionamiento como resorte económico del más allá del principio de placer, de la pulsión de muerte.

C on el capitalismo, la pulsión de muerte se hace algo cotidiano, se banaliza y mercantiliza. Por ello mismo, el propio sistema que juega siempre con este aspecto tanático, tiene que convertirse en un sistema de control estricto de los actos de individuos y poblaciones. La sociedad del riesgo cantada por los neoliberales es estrictamente lo mismo que la sociedad de control. Se trata de los dos aspectos complementarios de la producción y del consumo capitalistas: por un lado la acumulación ampliada de capital sostenida por la acumulación ampliada de deseo y por la constante transgresión del principio de placer con todos los riesgos consiguientes para la salud humana o la vida humana en el planeta; por otro lado una malla cada vez más estrecha de controles orientados a mantener la salud y la seguridad de los individuos. El problema es que la maximización del beneficio está en permanente conflicto con la seguridad y los dispositivos de seguridad no eliminan los riesgos, sino que cada vez permiten que haya más riesgos mediante un cálculo cada vez más afinado. Riesgo y beneficio son objeto de cálculos complementarios que cada vez permiten asumir más riesgos y obtener mayores beneficios para el capital. Hoy la cantidad de productos directamente tóxicos y cancerígenos presentes en el mercado es directamente proporcional a los recursos médicos destinados a limitar la muerte por cáncer. Se logra hacer que muera proporcionalmente menos gente por cáncer, al tiempo que se introducen en el ambiente y en la cadena alimentaria más elementos patógenos.»Nos» podemos permitir más cáncer a cambio de más beneficios.

L a energía nuclear se inscribe como emblema en esta sociedad del riesgo que gestiona comercialmente la pulsión de muerte. Sin embargo, su puesta de largo no fue una utilización «civil» sino su uso militar exterminista. Antes, mucho antes de Fukushima, Hiroshima. Se trataba aquí de que una gran potencia soberana, los Estados Unidos de América, hiciese saber ante la faz de la tierra que a ella se aplicaba la fórmula bíblica que define al Gran Leviatán: «no hay potencia en la tierra que se le compare». Los centenares de miles de muertos instantáneos de Hiroshima y Nagasaki dan una impresión de poder divino, de ese poder consistente en hacer que lo que es deje de ser. El poder que siempre ambicionó tener cualquier soberano. Un poder que también se rige por la pulsión de muerte, que, como las demás pulsiones según Freud, está sometida a la ambivalencia: mirar-ser mirado, excretar-ser excretado, maltratar-ser maltratado, matar-ser matado. Soberano es quien tiene derecho a matar y ejerce ese derecho. Nunca un poder soberano pudo en la historia de la humanidad matar tanto ni tan rápido como la primera potencia nuclear.

R establecido el equilibrio mediante la existencia de varias potencias nucleares, equilibrio que dominó la guerra fría, ya no era posible utilizar la energía nuclear con fines bélicos sin poner en peligro su propia existencia. Ese fue el principio de un nuevo régimen de la energía nuclear: su uso «civil». El uso civil se rige, sin embargo, por el mismo principio que el militar: se trata de desencadenar un proceso físico que libera una tremenda energía sumamente dfícil de controlar. La diferencia estriba en el cálculo de riesgos: en uno se trata de aumentar al máximo la letalidad de esa energía, en el segundo, de reducirla al mínimo. En ambos casos, la letalidad, la posibilidad de dar la muerte está presente. En el uso civil de la energía nuclear, ya no será el soberano quien decida sobre el uso, sino la «técnica» y la «economía». Pasamos así de un régimen de soberanía basado en la decisión y en la ley como voluntad soberana a una sociedad biopolítica basada en el control, en el poder difuso que vigila y limita unos procesos sociales autónomos. Sus principios según los enuncia Michel Foucault: son recíprocamente inversos para la sociedad de soberanía «hacer morir, dejar vivir»; para la de control «hacer vivir, dejar morir». La soberanía se basa en una gestión al por mayor de la muerte, la biopolítica en su gestión como inevitable residuo. Ambos principios se articulan en el Estado capitalista contemporáneo, que si bien renuncia cada vez más a la pena de muerte y a la guerra abiertamente declarada, practica con cada vez más intensidad y frecuencia el terrorismo de Estado y la «intervención humanitaria». La energía nuclear es la forma más visible en que, en contexto biopolítico, de preservación y fomento de la vida, se sigue expresando la pulsión de muerte: por un lado es la del propio poder soberano, pues la energía nuclear civil no deja de ser la permanente metáfora de la militar; por otro, y sin contradicción, es la de la mercancía y su esencial transgresión del principio de placer en el goce.

E n la energía nuclear confluyen, pues, dos usos políticos de la pulsión de muerte. Ambos son la expresión extrema por un lado de la soberanía y, por otro, de la mercancía como soporte del valor. Si la expresión más acabada de la soberanía es Hiroshima, la expresión definitiva del suplemento tanático que constituye la mercancía es sin duda la energía nuclear. La energía nuclear resultante de la fisión del átomo es esencialmente una fuerza de muerte. No sólo en el sentido en que Empédocles nos enseñara, mucho antes de Freud, que la muerte es una fuerza de separación (de fisión), sino porque cada kilowattio producido se mide en valor de cambio, pero también en la segunda unidad de valor del capitalismo que Marx no analizó: el riesgo calculado de muerte. Apostar por la energía nuclear es apostar por la estructura fundamental del capitalismo, por el capital como fuerza inmensa contrapuesta al trabajador, fuerza que necesariamente sigue su propia dinámica y a la que sólo se puede obedecer. La apuesta de los países socialistas por la energía nuclear desvela claramente su naturaleza de capitalismos de Estado. La fisión nuclear desata como el propio capital al que es homóloga un proceso potentísimo pero estrictamente incontrolable. Intentar detener una central nuclear fuera de control es una misión sumamente difícil y en algunas circunstancias como las actuales de Fukushima o las de Chernobil, prácticamente imposible. Algo idéntico ocurre con la dinámica del capital y de los mercados funancieros. Lo mismo que produce energía y riqueza produce necesariamente destrucción, muerte y miseria. Esto ocurre no accidental, sino necesariamente. No es un accidente que haya un «accidente» nuclear o una crisis económica, sino una necesidad interna del sistema, que se basa en el hecho de que un proceso que va más allá de toda posible satisfacción, un impulso que debe jugar siempre con la muerte, una pulsión de muerte es el principal motor en ambos casos.

E l psicoanálisis y la experiencia demuestran que es imposible al ser humano liberarse de la pulsión de muerte. Todo individuo, toda civilización tiene que poder arreglárselas con la pulsión de muerte. El propio capitalismo lo ha hecho, pero da la impresión de que cada vez es menos capaz de controlarla, pues cada vez necesita más ponerla directamente en juego para obtener ganancia. Es perfectamente posible que un desarrollo gigantesco de fuerzas productivas no conduzca directamente a otra forma de organización social, sino a la destrucción generalizada. Esto es así, porque, contrariamente a la fe progresista de Marx, el capitalismo integra directamente en la riqueza que produce un cálculo de la cantidad posible de muerte que esta supone. Plusvalía y plus de goce, plus de muerte, son inseparables. De ahí la necesidad de que el comunismo, más que una simple prolongación de la potencia del capital sea también un freno de esta potencia, una barrera ante la pulsión de muerte, indispensable para crear realmente una nueva civilización. Una nueva civilización que, como todas las demás, tendrá que gestionar conflictivamente esta pulsión gracias a la cual tenemos lenguaje e historia, pero que, dejada a sí misma conduce a la extinción de la civilización y de la vida.

Fuente: http://iohannesmaurus.blogspot.com/2011/04/fukushima-la-pulsion-de-muerte-como.html