A pesar del sentimiento de irrealidad que nos invade estos días, el tiempo no se detiene y las cosas están a punto de comenzar a cambiar. Pero no avanzamos hacia un final, más bien estamos ante el comienzo de algo nuevo.
Después de vislumbrar tantas veces el fin del capitalismo no podemos pecar de ingenuos una vez más. Por grave que sea la crisis socio-sanitaria que vivimos y por duro que nos golpee la crisis económica que está por venir, nada indica que el sistema pueda cambiar, no al menos en lo esencial. Tenemos el ejemplo de decenas de países que en los últimos años han sufrido guerras, hambrunas, epidemias y otros desastres naturales, y si algo ha quedado en pie entre los escombros es la economía de mercado. Más hambrienta y cruel si cabe.
Pero sí se abre de nuevo una ventana de oportunidad que muchos dábamos por cerrada después del ciclo político de los últimos seis años y la incorporación de Unidas Podemos al Gobierno. Al igual que en 2008 una nueva crisis económica se avecina (que hubiese estallado antes o después, independientemente del virus) y el capitalismo vuelve a mostrar su fragilidad y a exigir lo mismo que exigió hace más de una década: sacrificar a los más vulnerables para sobrevivir. Sin embargo existen diferencias importantes con aquel momento: el bipartidismo ha dado paso a una mayor pluralidad política en el Congreso, la casi mayoría absoluta del PSOE en 2008 es ahora un gobierno de coalición de izquierdas que ni siquiera suma los escaños que tenía en aquel entonces Rodríguez Zapatero, contábamos con doce años más para despertar ante la emergencia climática, la nueva extrema derecha del siglo XXI seguía en su caverna a la sombra del PP y la red social con más usuarios en España era Tuenti. Entre muchas otras cosas.
¿Qué quiero decir con esto? Que si queremos entrar por esa ventana de oportunidad y expandir la brecha que se ha abierto en el sentido común neoliberal hegemónico, tenemos mucho aprendido y mucho que aprender para lograrlo. Porque tras esta ventana de oportunidad parece que se abren dos horizontes alternativos a la “normalidad” pre-pandemia: uno de avances hacia la emancipación, pero otro de retrocesos hacia el autoritarismo.
Por lo pronto, muchos de los análisis que estamos leyendo estos días comparten la idea de que el Estado-nación saldrá fortalecido, más si cabe en esta Unión Europea que ha demostrado la absoluta falta de capacidad para centralizar y coordinar las decisiones y medidas a tomar. En este artículo, el filósofo británico John Gray compara la situación actual y futura de la UE con la del Imperio Sacro Romano tras la Paz de Westfalia, donde el poder se descentralizó significando una mayor autonomía de los estados que lo componían. También estamos viendo que se están tomando medidas similares en muchos países y en muchos casos necesariamente contrarias a las tomadas en 2008. No corren buenos tiempos para los economistas ortodoxos y hemos llegado a ver a algunos de los gurús del libre mercado abogando por el intervencionismo de primavera-verano.
Si el Estado-nación se está consolidando como la fuerza más importante de acción a gran escala, estamos viendo que una parte de las izquierdas corre el peligro, una vez más, de aferrarse a viejos dogmas frente a la falta de inventiva de nuevas soluciones. De nuevo, renunciar a la identidad nacional es cedérsela a la extrema derecha. Obstinarse en la idea de la solidaridad de un proyecto europeo agonizante tampoco parece un planteamiento de futuro.
En esta carrera por cambiar el sentido común de la sociedad neoliberal, la derecha nos lleva ventaja. No es algo específico de esta crisis, es algo natural, relacionado con la necesidad de las estructuras de la izquierda tradicional de la reflexión y el debate. Una necesidad confrontada con la inmediatez que exigen las redes sociales. Pascual Serrano lo explica con brillantez en este artículo de enero de 2019, donde define el mensaje más efectivo en estas nuevas formas de comunicación: “…simple, que apele a las emociones arcaicas y tradicionales, que identifique enemigos de forma sencilla, preferiblemente débiles para que se sientan más empoderados los convencidos, y, por supuesto, sin importar si lo que se dice sea verdad o no, basta con que sea efectivo”.
¿Pero cómo se explica y aplica esto en la situación actual?
Batalla por el relato
La pugna por el sentido común del futuro tiene la forma en lo más inmediato de batalla por el relato de lo que está sucediendo. Esto es, la historia que nos contamos a nosotros mismos de cuáles son las causas y quiénes son los responsables de la situación que vivimos. De quiénes están siendo los héroes de la crisis sanitaria, y quiénes serán los mejores candidatos para lidiar con la crisis económica que nos espera.
En otros países esta batalla política parece haberse pospuesto al menos hasta el final de la pandemia, por respeto a la dignidad de las víctimas. Pero en España, gracias a una derecha que lleva año y medio a rebufo de la extrema derecha, no es así. Desde hace semanas vemos una campaña orquestada de acoso y derribo contra el Gobierno, que tiene su máximo altavoz en las redes sociales y los panfletos online ultraderechistas, y que cuenta con el permisivo altavoz de los mass media.
El relato que plantean varía entre la acusación de ineficacia, ocultación, ineptitud y mala gestión de la crisis socio-sanitaria por parte del ejecutivo, hasta la inculpación de que el Gobierno es el responsable directo de los miles de muertos que se ha cobrado el virus hasta ahora por poner por delante supuestos intereses ideológicos a la vida de los españoles. Estos relatos tienen el objetivo de debilitar al PSOE y a Unidas Podemos de cara a la situación de crisis económica a la que nos enfrentaremos en un futuro próximo, propiciando así la caída del gobierno de coalición con la repetición de unas nuevas elecciones generales o quién sabe qué solución de tintes nostálgico-franquistas. Quieren inculcar la idea en el sentir general de que “los culpables de esta tragedia no pueden ser quienes estén al mando de la reconstrucción económica de nuestro país”.
Esa es la lógica del relato de las extremas derechas. Con él pretenden politizar el dolor de una sociedad asustada y convertirlo en odio. Pero no es el shock que vivimos a causa del virus la raíz del problema. Una sociedad pre-pandemia más unida y satisfecha, que se sintiese más protegida en lo laboral y en lo sanitario, sería mucho más impermeable a esta doctrina del miedo. Con menos deudas, con menos préstamos e hipotecas, con menos facilidades para el despido, tendríamos menos miedo al futuro. Si el capitalismo es un coche que para sobrevivir sólo puede seguir acelerando indefinidamente, acaba de frenar en seco. Y nosotros somos los pasajeros, e íbamos sin cinturón.
¿Cual es el relato que debemos contar desde la izquierda? Por supuesto no se trata de inventarnos uno, ni de buscar culpables ni de encontrarlos y convertirlos en los supervillanos de nuestra historia. Debemos ser fieles a los hechos, y sobre todo buscar soluciones pragmáticas y creíbles (si no es creíble para la mayoría, difícilmente será pragmático).
Nuestro relato puede empezar con una verdad incómoda: se podrían haber hecho mejor las cosas para frenar la propagación. El Gobierno debe asumir parte de la responsabilidad por dos razones: porque la tiene, y porque se escucha con más atención a quien empieza por asumir sus errores que a quien comienza por arremeter contra el resto. Asumir errores, pedir disculpas por ellos y dimitir quien tenga que dimitir parece un buen comienzo para poder posteriormente exigir otras responsabilidades y legitimar tu relato. Que las medidas de contención llegaron tarde y se tomaron de forma titubeante parece incuestionable. Que no contemos con una industria sanitaria mínima, capaz de proporcionar mascarillas y demás elementos de protección a la población en caso de una pandemia, es una responsabilidad compartida entre los sucesivos gobiernos de este país.
Después ya podremos empezar a señalar las causas más profundas de esta crisis sanitaria y a sus responsables. La modificación del artículo 135 de la Constitución que priorizaba el pago de la deuda a la inversión sanitaria. Los recortes en investigación y en sanidad por parte de los sucesivos gobiernos centrales y autonómicos. La precarización laboral que impide ahorrar a una mayoría social y la expone a la pobreza (a modo de chantaje) si dejan en algún momento de trabajar. La Globalización que se ha llevado la producción de elementos sanitarios a otros países siendo totalmente dependientes de ellos. El modelo sociópata de la sanidad privada financiado y publicitado por la derecha neoliberal que nos ha mostrado las maravillas del libre mercado (el beneficio económico por encima de la vida de las personas). Y por último el sentido común capitalista, fallido en su individualismo, en su competitividad y en su materialismo. ¿El hombre es un lobo para el hombre? Pues hay miles de lobos ahí fuera, en los hospitales, en las huertas y en los supermercados dejándose la piel y en ocasiones la vida por ayudarnos.
Las soluciones que propongamos deberán poner la vida de nuestro pueblo en el centro. Tendremos que arriesgar, huyendo de viejas fórmulas y no dejándose arrastrar ni un milímetro por las acusaciones e insultos de la derecha. Menos Pactos de la Moncloa del siglo XXI y más Renta Básica. Exijamos a los que más tienen que se aprieten el cinturón sin concesiones. Rezar a Dios no parece ser suficiente para parar el virus, en cambio que la Iglesia empiece a pagar el IBI puede ayudar a la reconstrucción económica que vamos a necesitar. Apostemos por proteger nuestra soberanía nacional frente a las imposiciones de entidades tan poco democráticas como el FMI o el BCE, y apoyémonos para ello en nuestros vecinos que están en una situación parecida. Francia es la segunda economía de la UE, Italia la tercera y nosotros la cuarta: tenemos el poder y la legitimidad para ganarle el pulso al norte de Europa. Y aprovechemos para iniciar la urgente transición ecológica de nuestro modelo de producción y consumo.
Pero quizás lo más importante ahora mismo para ganar esta batalla por el relato es la unidad de las izquierdas. No se trata de conformar una nueva sopa de siglas, ni siquiera de crear un nuevo Frente Popular. Se trata más bien de aparcar nuestros egos por una vez y ser pragmáticos. De compartir un relato, una agenda y unos enemigos comunes. Cuando la opción de un cambio de gobierno se haya desvanecido y cuando el relato de la extrema derecha se haya desinflado, podremos volver a alimentar nuestros egos y acusarnos mutuamente de reformistas traicioneros y revolucionarios trasnochados.