Se cumple un año del inicio de la masacre: no se había visto tal grado de destrucción desde hacía décadas en ninguna otra parte del planeta.
Cerca de 50.000 muertos y 200.000 heridos, unos dos millones de desplazados, almas en pena por la desolación de Gaza, las infraestructuras prácticamente destruidas, hambre, enfermedades y miseria. Ese es el balance, muy resumido y sin detallar, de este año de brutal campaña militar, por aire, mar y tierra, decretada por el régimen de Tel Aviv hace ya un año.
No se había visto tal grado de destrucción desde hacía décadas en ninguna otra parte del planeta; la potencia de las bombas lanzadas por Israel sobre una porción de tierra de apenas 360 kilómetros cuadrados supera los grandes registros de destrucción alcanzados en grandes ciudades europeas durante la II Guerra Mundial; el destrozo sufrido por la ciudad de Gaza en sus escuelas, hospitales, polideportivos, centrales eléctricas, carreteras (las que no sirven para el traslado de las fuerzas de ocupación y sus incursiones), depósitos de agua, etc., no tiene parangón en los registros de las guerras modernas. Todo o casi todo, destruido.
La barbarie que sigue cometiendo el ejército y el gobierno israelíes, con la aprobación de la mayor parte de su opinión pública, volcada hacia el extremismo de los movimientos de colonos radicales, no halla quien la detenga. Estos días mismo, cuando se cumple el aniversario de esta campaña genocida, las bajas entre la población civil palestina se sitúan en torno a los cien diarios. Víctimas de un bombardeo sobre lo que queda de un dispensario médico, un centro de refugiados o la cola para comprar el pan, racionado y siempre escaso.
Las violaciones de derechos humanos cometidas por esta jauría —¡el ejército más ético y moral de Oriente Medio!— comprenden todo tipo de excesos: escudos humanos de civiles palestinos, atados en ocasiones a la parte delantera de los vehículos militares, asesinatos arbitrarios de personas sospechosas que “pasaban por allí”, saqueo de viviendas, vejación y tortura de mujeres, hombres y niños, robos de pertenencias personales que luego algunos soldados exhiben impúdicamente en vídeos triunfales… ¿Y todo para qué?
El primer ministro Benjamín Netanyahu y los suyos han repetido hasta la saciedad que su objetivo, tras la “afrenta” perpetrada por Hamás y otras milicias palestinas el 7 de octubre de 2023, se centraba en acabar con todas ellas y liberar a los presos, civiles y militares, unos 250, que “los terroristas” se habían llevado a Gaza. No ha conseguido ni una cosa ni otra.
Los milicianos islamistas continúan destruyendo tanques, blindados y excavadoras a diarios, ocasionando muertos y heridos en las fuerzas ocupantes, aunque la censura castrense las oculta o informa de las bajas mucho tiempo después. Tanto que hasta los altos mandos han reconocido que están empezando a quedarse sin vehículos blindados y camiones de transporte para sus efectivos. Los vídeos famosos del triángulo rojo invertido difundidos por las pocas televisiones árabes y redes de comunicación no adscritas al eje israelo-estadounidense muestran acciones cada vez más osadas, con operaciones “múltiples” en las que los combatientes de Hamás, la Yihad y otras facciones se permiten atentar contra tres, cuatro o cinco objetivos en una misma secuencia.
No es por casualidad que los periodistas palestinos que cubren las noticias dentro de Gaza y sirven, en ocasiones, de intermediarios para recibir los vídeos grabados por las milicias —no todo va a ser mostrar imágenes de soldados israelíes patrullando pacíficamente por las ruinas—, se hayan convertido en objetivo preferente de los soldados ocupantes. Unos 150 periodistas asesinados, otro récord infame en los anales de las guerras recientes; lo mismo que los 200 trabajadores de la ONU que han caído víctimas de los bombardeos y los francotiradores —sin que los mandatarios de la organización internacional hayan tomado medidas determinantes contra el Estado de Israel—. Mires como mires los datos de esta aberrante algarada de hunos y vándalos encuentras trazas del horror y múltiples plusmarcas sangrientas. Pero ahí siguen, descontrolados, aumentando a cada paso la brutalidad de sus acciones.
Tampoco han conseguido liberar a los prisioneros en operaciones militares de rescate, a excepción de apenas una decena. El resto, por medio de negociaciones de paz y canjes allá por noviembre pasado, en un periodo de tregua que, a pesar de los deseos de muchos, no condujeron a un alto el fuego definitivo. Tel Aviv, tras recuperar a un número elevado de civiles, retomó la confrontación. Hoy, el expediente de los “rehenes” apenas es mencionado por los mandatarios del régimen. Netanyahu, además de torpedear sistemáticamente las conversaciones para su liberación con los mediadores árabes, tuvo en a principios de agosto otra de sus “ocurrencias”: asesinar a Ismael Haniye, jefe de la Oficina Política de Hamás, cuando se encontraba en Teherán asistiendo a la toma de posesión del nuevo presidente iraní, Masud Pezeshkian.
Haniye era uno de los referentes de Hamás, pero, dentro de la estructura política, podía considerarse uno de los más proclives a mantener la línea negociadora y hacer propuestas que, por medio de concesiones razonables por las dos partes, abocaran a una solución. Pero Netanyahu y su cuadrilla no entienden de cosas razonables y el atentado contra Haniye dio lugar a que Yahya Sinwar, el ogro del sionismo y líder del brazo armado de Hamás, se hiciera también con el liderazgo del mando político, unificando ambos. Conclusión: lo primero que hizo Sinwar fue ordenar a las células que mantienen a los prisioneros en escondites ultra secretos que los ejecuten a la menor señal de peligro. Ya muy pocos tienen la esperanza de recuperarlos a no ser que se tercie una nueva, improbable hoy, ronda de negociaciones.
Se ha dicho ya —no en la generalidad de los medios occidentales, que están para repetir la propaganda pro sionista de Israel y Estados Unidos— que la campaña de Gaza iba más allá de dar un escarmiento definitivo a los palestinos en general y a Hamás en particular. Se inscribe, por un lado, dentro de una nueva etapa de expansión económica y comercial que desea reconvertir Oriente Medio en un espacio presidido por Tel Aviv con el apoyo de las monarquías y repúblicas árabes partidarias (Emiratos Árabes Unidos, Egipto, Jordania, Bahréin y. en el norte africano, Marruecos, más el probable concurso —cuando todo esto pase— de Arabia Saudí). Así, Israel se convertiría en supervisor de grandes líneas de abastecimiento petrolero y gasístico. El nuevo plan del neo-sionismo incluye la creación de rutas férreas y marítimas de intercambios comerciales entre Europa y el subcontinente indio. Un nuevo orden de paz y concordia basado en el intercambio comercial, floreciente, tan solo, para unos cuantos.
Luego está el impulso del proyecto de expansión por medio de asentamientos y la necesaria confiscación de tierras, previa o posterior, a la expulsión de los palestinos de Cisjordania. Lo anuncian sin rebozo los representantes del ala dura del gobierno y los hechos, las leyes, las incursiones del ejército y el hostigamiento de los colonos contra las propiedades de los palestinos, así lo atestiguan. Pero, como hay que hablar de otras cosas, Netanyahu se ha embarcado de nuevo en otra aventura bélica de gran alcance: la invasión de Líbano.
Allí, el número de desplazados alcanza ya el millón, con más de 3.000 viviendas arrasadas y pueblos enteros desiertos. Tampoco, hasta el momento, ha conseguido uno de los objetivos anunciados, a saber, impedir los misiles de Hezbolá hacia el norte israelí y devolver a más de 100.000 colonos a la región de Galilea y alrededores. Peor aún, los cohetes de la resistencia islámica libanesa llegan a la propia Tel Aviv. Luego están las disputas con Irán, que se ha convertido en el origen de todos los males, y la posibilidad más que real de un conflicto bélico regional a gran escala.
Si en Gaza las catervas israelíes la han tomado con periodistas y trabajadores de las organizaciones humanitarias, todos ellos “saboteadores”, en Líbano se han cebado con los miembros del personal sanitario y conductores de ambulancias. En los primeros tres días de operaciones terrestres “limitadas” en el sur, habían asesinado a unos 50. Nadie pide explicaciones, nadie se indigna ni siquiera hace preguntas pertinentes en nuestros ámbitos políticos y diplomáticos occidentales sobre toda esta sinrazón. Basta con que un portavoz militar del régimen diga que los camilleros no transportaban heridos sino artefactos explosivos o que las ambulancias se utilizan para almacenar armas de Hezbolá para que todos nos demos por satisfechos.
La narrativa pro sionista, y el miedo a las reconvenciones del régimen de Tel Aviv, el temor a que te baldonen de “antisemita”, o los castigos que pueda propinar su gran patrón, Estados Unidos, actúan de elementos disuasorios. Si los palestinos y los libaneses, o un segmento nutrido de entre ellos al menos, siguen empeñándose en llevar la contraria a la bonhomía israelí y su sagrado derecho a defenderse —esto es, seguir haciendo lo que les viene en gana—, nos encaminaremos a un II año de barbarie. Ellos, los “otros”, los refractarios a la modernidad y la democracia que tan bien representa el incomprendido régimen de Tel Aviv, tienen la culpa.
Ignacio Gutiérrez de Terán Gomez-Benita es arabista en la Universidad Autónoma de Madrid.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/ocupacion-israeli/gaza-ano-uno-barbarie