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Gaza, el Auschwitz del siglo XXI que Israel pretende ocultar

Fuentes: Rebelión

Hay comparaciones que estremecen, pero que son necesarias. Lo que hoy sucede en Gaza no puede entenderse plenamente sin mirar hacia atrás, hacia uno de los capítulos más oscuros de la historia europea: los guetos judíos bajo el régimen nazi, especialmente el de Auschwitz. Aquel lugar fue símbolo del aislamiento, el hambre, el castigo colectivo y el exterminio sistemático. Hoy, en pleno siglo XXI, Gaza ha sido convertida por Israel —con el respaldo activo o el silencio pasivo de Occidente— en un gueto moderno, donde millones de palestinos viven encerrados, asediados, deshumanizados y desechables.

Los recientes reportajes son un grito que atraviesa el cerco informativo global. Describe escenas que evocan lo peor del siglo XX: niños sin acceso a agua potable, cuerpos calcinados entre escombros, familias enteras borradas del mapa por bombardeos masivos, el uso del hambre como arma de guerra, la negación sistemática de ayuda humanitaria. ¿Dónde están ahora los países europeos que juraron “Nunca más”?

El gueto de Auschwitz era un espacio de confinamiento previo a la eliminación. Gaza, cercada por tierra, mar y aire, donde no se puede entrar ni salir sin permiso israelí, cumple esa misma función de exclusión total. Más aún: se trata de un castigo colectivo que viola flagrantemente el derecho internacional. Sin embargo, Estados Unidos y Europa siguen enviando armas a Israel, bloqueando resoluciones de condena en la ONU, sancionando a quienes denuncian el genocidio —como la relatora de derechos humanos Francesca Albanese— y propagando la narrativa de que Israel «se defiende».

Pero, ¿defenderse de qué? ¿De niños que juegan entre ruinas? ¿De ancianos que no pueden huir porque ya no caminan? ¿De periodistas que intentan narrar el horror antes de que otro misil los borre? La realidad es que Israel no se defiende: perpetra. Y lo hace con el mismo desprecio con el que se construyeron los guetos del pasado, con el mismo aparato de propaganda que deshumaniza a los encerrados, presentándolos como salvajes, amenazas, cifras sin rostro.

El gueto de Gaza es la herida abierta de la humanidad contemporánea. Un territorio de experimentación militar, donde se prueban armas, tecnologías de vigilancia y control poblacional. Un infierno del cual no se puede escapar y en el que el castigo colectivo se ha normalizado. Y lo más trágico: todo esto sucede con el respaldo de aquellos que hace décadas lloraban por los guetos europeos.

Occidente ha traicionado su memoria. Ha enterrado el legado de quienes murieron en Auschwitz bajo toneladas de hipocresía y doble moral. Porque apoyar a Israel mientras aplasta a un pueblo cercado es repetir —desde otro rol— los errores del pasado. Hoy no son los nazis quienes levantan muros, imponen bloqueos y exterminan por asfixia. Hoy es una democracia occidental, celebrada por el establishment como modelo, pero cuyo régimen se sostiene sobre la base del apartheid, la limpieza étnica y el crimen de guerra.

Es tanto el horror que soldados israelíes se suicidan tras regresar de Gaza. Los medios de comunicación israelíes informan que cada vez más soldados se suicidan desde el comienzo de la guerra genocida en Gaza en octubre de 2023. Los datos proporcionados por el periódico Israel Hayom mostraron que 21 soldados terminaron con sus vidas en 2024. En mayo, el periódico israelí Haaretz informó que 42 soldados se habían suicidado desde el comienzo de la guerra en Gaza.

Mientras Israel actúa como potencia ocupante, implementando un apartheid de facto, el coro occidental —Washington, Bruselas, Londres, Berlín y París— se limita a emitir tibios llamados a la «proporcionalidad», sin interrumpir el suministro de armas ni aplicar sanciones reales. No hay embargos, ni condenas efectivas, ni juicios en La Haya para los responsables israelíes. Por el contrario, los intentos internacionales por señalar crímenes de guerra, como los del fiscal de la Corte Penal Internacional Karim Khan, son torpedeados por presiones políticas y amenazas directas.

Occidente ha convertido a Israel en su ficha geoestratégica en Medio Oriente. Y como toda ficha, se le permite transgredir el derecho internacional si con ello cumple con los intereses de control regional, frena a Irán o garantiza el dominio energético. Los derechos humanos, en este tablero, son un recurso narrativo, no un principio rector.

Este patrón se ha repetido ad nauseam. Tras cada masacre en Gaza —ya sea en 2008, 2014, 2021 o 2023— las potencias occidentales permiten a Israel recomponer su imagen con el discurso del “derecho a defenderse”, mientras los muertos palestinos se acumulan en morgues improvisadas y fosas comunes. Es una impunidad con marca registrada.

La tragedia de Rafah es doble. Por un lado, por la brutalidad del ataque. Y por otro, por la indiferencia calculada con la que Occidente ignora su responsabilidad. Las armas que mataron a esos niños fueron fabricadas en fábricas estadounidenses, ensambladas con tecnología europea y financiadas con dólares del contribuyente occidental.

Lo sucedido es claro: Israel arrojó toneladas de bombas sobre un área densamente poblada con población civil, matando a cientos de personas, la mayoría mujeres y niños. Y sin embargo, la respuesta de Occidente ha sido el silencio o, peor aún, la justificación tácita. Mientras se bombardean hospitales, escuelas y campos de refugiados, los gobiernos de EE. UU., Reino Unido, Alemania o Francia continúan enviando armas, otorgando inmunidad diplomática y escudando a Israel en foros internacionales como la ONU.    

Ya no basta con denunciar las atrocidades israelíes. Es necesario confrontar a quienes las hacen posibles. Si el mundo tolera la Guernica de Gaza, sin sanción ni memoria, sin justicia ni arte que la inmortalice, entonces habremos cruzado un umbral histórico peligroso: la normalización del genocidio como instrumento legítimo de política exterior.

Rafah no es solo una ciudad arrasada. Es el espejo donde se refleja la decadencia moral de las democracias occidentales. Es la evidencia de que, bajo el barniz de los valores liberales, se esconde una brutal lógica colonial y racista. Mientras no haya ruptura con este doble rasero, mientras Israel siga siendo tratado como un aliado intocable, cada niño muerto en Gaza será también un crimen cometido —y compartido— por Occidente.

La historia no perdonará esta complicidad. Las víctimas de Gaza no son solo palestinos: son también el espejo que nos devuelve una verdad incómoda. Que en el fondo, para los poderosos de este mundo, los derechos humanos siguen siendo selectivos. Y que el “Nunca más” no era un compromiso, sino apenas un eslogan.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.