Traducido por Juan Vivanco
Cuando un misil de una tonelada estalla a 200 metros de ti, los tímpanos te duelen mucho y la sensación de aturdimiento es como si Mike Tyson te hubiera dado un puñetazo sin avisar.
Anoche [9 de septiembre], hacia las 22, Israel decidió celebrar el Año Nuevo judío golpeando una franja de Gaza que al mismo tiempo estaba en plenos preparativos del Ein ul-Fitr, la gran fiesta musulmana que marca el fin del ayuno del ramadán.
Caminé con una ligera conmoción cerebral por el lugar del bombardeo, vigilado por fuerzas de seguridad de Hamás visiblemente nerviosas; como yo, acudieron periodistas locales, bomberos y ambulancias.
Ahora hay un enorme cráter en el depósito del puerto, donde la policía guarda las carcasas oxidadas de los vehículos destruidos desde Plomo Fundido, los bombardeos israelíes de enero de 2009.
El misil ha dado de lleno en un anticuado tanque de la Autoridad Palestina. Para que os hagáis una idea de la potencia de la explosión, el blindado, después de un vuelo de cien metros, ha quedado en medio de la calle convertido en un montón de chatarra.
Todavía hace mucho calor en Gaza y tenía las ventanas abiertas de par en par, a diferencia de las de algunos vecinos, que han saltado en pedazos.
En el mismo momento otras bombas han caído en los túneles de la frontera de Rafá, pero por suerte no ha habido heridos graves, sólo daños en los edificios de los alrededores, a diferencia de lo que ocurrió el sábado, cuando los misiles lanzados por los F16 mataron a dos personas y otros dos hombres sufrieron graves quemaduras.
El viernes pasado el jefe de Ali Al-Jodari, uno de los palestinos heridos, había concedido a sus empleados un día de permiso, pero luego les había convocado sin previo aviso el sábado por la noche. El túnel donde Ali llevaba tres semanas trabajando para pagarse los estudios de sociología en la Universidad de Al-Quds fue bombardeado minutos después de su llegada.
«Acababa de quitarme la camiseta y estaba preparándome para bajar cuando una explosión me lanzó a varios metros de allí. Cuando desperté mi cuerpo estaba envuelto en llamas y una mujer acudió corriendo a echarme agua.»
El padre de Ali, al que conocí en el hospital, estaba en contra de que su hijo hiciera un trabajo tan peligroso, pero el chico, dispuesto a terminar sus estudios, no tenía otra opción en una Gaza que lleva cuatro años bajo asedio y no tiene otros empleos que ofrecer.
No son sólo jóvenes y adolescentes los que trabajan bajo tierra en Rafá para traer las mercancías que consumen diariamente los palestinos de la Franja.
Hassan Abu Armana, de 45 años, está tendido en una cama cerca de Ali con quemaduras de tercer grado por todo el cuerpo: con su trabajo de taxista ya no era capaz de dar de comer a su numerosa familia.
Según los testigos, el sábado los F16 israelíes empezaron a sobrevolar Rafá alrededor de las 23.30, y poco antes de las doce lanzaron dos misiles contra dos túneles, uno de ellos utilizado por los palestinos para proveerse de artículos de primera necesidad y el otro para llevar gasolina a la Franja, que de lo contrario se queda sin combustible.
Los misiles se hundieron profundamente en la tierra antes de estallar matando a dos obreros, Salim Al-Jatab, de 19 años, del campamento de refugiados de Burei, que trágicamente había empezado ese trabajo harto de una situación de total indigencia, y Jalid Abed Al-Karim Al-Jatib, de 35 años, también de Burei, casado y padre de cuatro hijos.
Los dos supervivientes están ingresados, en pésimo estado, en el hospital Nasser de Jan Yunis. Un ventilador es el único alivio para sus heridas, que se abren camino bajo la epidermis devorándoles lentamente la carne.
Tal vez porque no son colonos, seguramente porque no son israelíes, la vida y la muerte de estas últimas víctimas civiles no provocan ninguna ola de indignación, sino el desinterés general, como suele ocurrir con quienes hablan árabe con acento gazawí.
Menos aún para los obreros del túnel: sobreviven bajo tierra sin ver la luz del sol y por la noche, cuando salen, caminan bajo un cielo de plomo.
Cada vez que cae un mondadientes en el desierto del Néguev, las agencias de prensa vomitan despachos frenéticos; ayer, poco después de que unas cuatro toneladas de explosivo se abatieran desde 10.000 metros de altura sobre la franja de tierra con la mayor densidad de población del mundo, aposté con un amigo palestino a que ningún medio occidental diría ni mu.
Mientras mis tímpanos tardarán todavía horas en volver a la normalidad, gano mi apuesta.
Sigamos siendo humanos.