Recomiendo:
1

Gaza y Gernika: dos gritos, una memoria

Fuentes: Rebelión

Hay algo profundamente inquietante en la forma en que los imperios se presentan como salvadores mientras destruyen. En Gaza, Israel bombardea hospitales, mata periodistas, bloquea alimentos y agua, y desplaza a millones de palestinos en lo que cada vez más organismos internacionales califican como genocidio.

Pero Israel no solo mata. Israel diseña la muerte. Lo hace con precisión quirúrgica, con inteligencia artificial que decide qué edificios volar antes (porque van a volar todos) y cuántos niños morirán dentro. Lo hace con declaraciones públicas que hablan de “hacer inhabitable Gaza” para luego construir resorts sobre las ruinas, es decir, convertir el exterminio en un proyecto urbanístico, tal y como propuso Trump en su delirante visión de paz. Y lo hace con la manifiesta y perversa complicidad de las potencias occidentales que callan, financian o simplemente miran hacia otro lado.

Así, la ocupación de Gaza y Cisjordania no es solo militar y material. Es identitaria, cultural, profunda, perversamente total. No solo se destruyen viviendas, hospitales, infraestructuras, sino escuelas, universidades, mezquitas, bibliotecas, y se impone una narrativa donde el colonizador es el civilizado y el colonizado, mira por dónde, el terrorista.

Gernika: El precedente vasco del terror aéreo

El 26 de abril de 1937, la aviación nazi, por orden de Franco, bombardeó Gernika, símbolo de los fueros y corazón espiritual del pueblo vasco. La Legión Cóndor arrasó la ciudad sin objetivos militares claros, sembrando el terror entre una población civil indefensa. Fue el primer ensayo de guerra total contra civiles, el prólogo de lo que hoy vemos en Gaza: ciudades convertidas en escombros, niños bajo las bombas, y el silencio cómplice de quienes deberían alzar la voz. Gernika fue el grito que Picasso convirtió en lienzo. Gaza es el grito que aún espera justicia.

En Urdaibai, el Gobierno Vasco y la Diputación de Bizkaia, con la complicidad de la Fundación Guggenheim, pretenden instalar otro “resort” en forma de museo en plena Reserva de la Biosfera, con dos sedes en Murueta y Gernika, fragmentando hábitats protegidos, atrayendo turismo masivo y cobrando entrada por lo que siempre ha sido, como en tantos otros lugares en el mundo, patrimonio común de la humanidad. Las distancias con lo que ocurre en Gaza y Cisjordania son abismales, sí. Las magnitudes también, pero la lógica de fondo es la misma: destrucción, ocupación, desposesión y espectáculo.

En Urdaibai, la colonización no llega con tanques, sino con imágenes digitales de proyectos arquitectónicos y promesas tanto de “revitalización económica”, que siempre se quedan en nada, y “cultural” (léase turística, que es lo que se busca en el fondo de este negocio especulativo). El Guggenheim, símbolo del efecto Bilbao, quiere expandirse a una zona protegida por la UNESCO, el Convenio Ramsar y la red Natura 2000. ¿El resultado? Carreteras, aparcamientos, edificios, y 150.000 turistas al año pisoteando humedales donde anidan especies en peligro de extinción. ¿Quién gana? Las élites económicas y culturales, los promotores inmobiliarios, los gestores del turismo. ¿Quién pierde? El paisaje, la biodiversidad, la comunidad local. Y, por supuesto, el sentido común.

Colonialismo renovado

Hoy día, el colonialismo no ha muerto, solo ha cambiado las formas. Así, el colonialismo histórico basado en la ocupación territorial ha mutado en formas más sutiles pero igual de violentas: colonialismo económico, cultural, simbólico. Gaza es víctima de un colonialismo militar y étnico, donde Israel impone un régimen de apartheid, limpieza demográfica y control total del territorio.

Urdaibai, por su parte, lleva camino de sufrir un colonialismo turístico y cultural, donde el capital impone una visión del territorio como recurso explotable, borrando identidades locales y saberes comunitarios. Ambos casos revelan que el colonialismo del siglo XXI no necesita banderas ni virreyes: le basta con drones, inversores, arquitectos estrella y discursos de “desarrollo”.

Así que en Urdaibai el nuevo colonialismo no solo viene importado de fuera sino que además, está vergonzosamente impulsado por las “élites locales”, es decir, por el partido gobernante en las instituciones que dirigen los destinos de Euskadi y que controlan, con la inestimable ayuda del PSE-PSOE, el Gobierno Vasco y la Diputación Foral de Bizkaia.

En Gaza, el objetivo no es solo controlar el suelo, sino reconfigurar la narrativa: deshumanizar al pueblo palestino, presentarlo como amenaza, borrar su historia y su derecho a existir. En Urdaibai, el Guggenheim no solo pretende construir dos edificios: pretende redefinir el paisaje, convertirlo en decorado, imponer una estética globalizada que sustituya la identidad local por una marca internacional. En ambos casos, el colonialismo actúa como una pedagogía del despojo: enseña a los habitantes que su tierra no les pertenece, que su cultura no vale, que su voz no cuenta. Y que el Turismo masivo ha venido para quedarse.

La lucha palestina no es solo por la supervivencia física, sino por la dignidad, la memoria y el derecho a narrarse a sí mismos. Lo mismo ocurre en Urdaibai: los colectivos que se oponen al museo no solo defienden un humedal, un estuario, ecosistemas, sino una forma de vida, una relación con el entorno, una cultura que no quiere ser convertida en producto. Ambas resistencias son formas de decir: “No somos decorado. No somos mercancía. No somos silencio.”

Como escribió recientemente Mauricio Herrera Kahn, lo de “Gaza no es una guerra. No hay dos ejércitos. No hay campo de batalla. Hay aviones. Y hay niños. Gaza no es un frente. Es un encierro. Una jaula. Una celda sin techo, sin agua, sin salida. Y desde el cielo caen bombas como si fueran argumentos. Desde los tanques se disparan misiles como si fueran derecho. Y desde los gobiernos se levanta un silencio que parece neutro, pero huele a pólvora”. ¿No nos recuerda todo esto a Gernika 1937?

Herrera Kahn señala que “Gaza no es el campo de batalla del siglo XXI. Es el espejo. Es la prueba final de cuán lejos puede llegar el colonialismo cuando se disfraza de defensa. Es la excusa de la “seguridad”, “progreso” o “cultura” usada para legitimar el exterminio. Es la perversión de la historia, porque el pueblo que fue perseguido en Europa, persigue hoy a otro hasta borrarlo”. Urdaibai, en ese sentido, es una advertencia: si no frenamos el avance del capital sobre los territorios, acabaremos normalizando la destrucción como parte del paisaje.

La conexión entre Gaza y Urdaibai no es una comparación de sufrimientos, sino una alianza de luchas. Porque toda resistencia al colonialismo —sea en Palestina, en Euskal Herria o en cualquier rincón del mundo— es parte de una misma batalla por el derecho a existir sin ser explotado.

Dos formas de genocidio

Lo que ocurre en Gaza es un genocidio físico, directo, brutal. Lo que ocurre en Urdaibai es un genocidio simbólico, un “ecodidio”, una limpieza paisajística donde el capital se disfraza de Cultura y la Naturaleza se convierte en decorado. En ambos casos, el poder impone su visión del mundo: homogénea, rentable, espectacular.

Ambos procesos comparten una misma arrogancia: la de decidir sobre territorios ajenos sin consultar a quienes los habitan. En Gaza, se mata para imponer un orden. En Urdaibai, se construye para imponer un relato. Pero en ambos, se borra la memoria, se silencia la resistencia y se cobra entrada por el despojo.

Y en toda esta locura resulta grotesco que el mismo Gobierno Vasco que impulsa la mercantilización de Urdaibai en nombre del “desarrollo cultural” se atreva a condenar “la violencia desmedida” en Gaza, pero evita llamar genocidio a lo que es exterminio sistemático. Mientras tanto, en casa, promueve la ocupación simbólica de Urdaibai con el mismo lenguaje de progreso que Israel usa para justificar la destrucción: cultura, revitalización.

Urdaibai no necesita un museo. Necesita progreso sostenible. Gaza no necesita más bombas. Necesita paz y que la comunidad internacional ayude al pueblo palestino a no estar sometido por un gobierno sionista que ocupa ilegalmente una tierra que históricamente no les pertenece desde hace décadas. Y ambos territorios necesitan respeto, reparación y justicia. Necesitan que dejen de ser vistos con ojos coloniales y se les empiece a ver con ojos humanos. Porque si no somos capaces de defender un humedal, ¿cómo vamos a defender una vida?

Txema García, periodista y escritor

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.