Traducido por Caty R.
De la gira que ha realizado el inquilino de la Casa Blanca por Oriente Próximo, hay pocas posibilidades de que algo pase a la historia. «¿Una visita para nada?» se preguntaba seriamente la prensa francesa en vísperas del periplo presidencial. Ahora ya sabemos la respuesta: una nada profunda, abismal incluso, a la medida de la infinita ignorancia del presidente estadounidense con respecto a esta región del mundo de la que no sabe nada, excepto que posee hidrocarburos.
No hace falta ser un experto para entender que esta gira diplomática perseguía sólo un objetivo: soldar a los regímenes árabes contra Irán y hacer una representación de ilusionismo sobre el conflicto israelopalestino. Sin sutilezas: era necesario mostrar compasión hacia los palestinos para evitar los remilgos de los «países árabes moderados» ante la extensa coalición antimulás orquestada por Washington.
De ahí, obviamente, las insólitas declaraciones del presidente estadounidense sobre «el final de la ocupación que comenzó en 1967», las lágrimas de cocodrilo ante «las frustraciones masivas» de los palestinos y el rechazo de un Estado palestino que se resumiría en un «gruyere»; por no hablar de su tardía indignación por los innumerables puestos de control militar israelíes cuya existencia pareció descubrir en enero de 2008.
Si creemos lo que dijo el diario Le Monde, la incongruente expresión de George Bush de tales evidencias provocó a Mahmud Abbas un auténtico «arrobamiento». No obstante, suponemos que esa luna de miel entre la OLP y el tío Sam no sobrevivió a la muerte en un solo día, el 15 de enero, de 19 palestinos asesinados por el «Tsahal». Naturalmente, Israel quiso celebrar a su manera la tardía conversión al Derecho Internacional del presidente estadounidense, quien no hizo ningún comentario sobre esta grandiosa contribución de Tel Aviv al nuevo «proceso de paz».
Pero las calculadas obviedades con las que George Bush gratificó a los medios de comunicación no sólo causaron el éxtasis momentáneo del «presidente palestino» y un diluvio suplementario de bombas israelíes. Un daño colateral menos sangrante y mucho más ridículo, estas declaraciones suscitaron además, en la prensa francesa, una oleada de optimismo feliz. En un texto tan sintomático que merece citarse detalladamente, Bernard Guetta se lanzaba así, en Liberation, a proezas retóricas que dan la impresión de que Oslo resucitó de entre los muertos.
«A su regreso de Ramala, George Bush llamó, en Jerusalén, al fin de la ocupación que empezó en 1967. En otras palabras, pidió que Israel se retire de Cisjordania y Jerusalén Este. Es una bomba. ¿Y cómo reaccionó el gobierno israelí? Diciendo que es una solución conveniente. Lejos de poner el grito en el cielo, Israel no rechaza esta exigencia. Es una aunténtica revolución que viene a justificar la convicción, dicha y repetida, del presidente palestino de que será posible una regulación en este año 2008, pero…»
Sí, pero he aquí, amonesta Guetta, que «cuando los hechos sorprenden, perturban y se salen de las previsiones, nos negamos a ver su importancia». Y todo eso es un defecto de los «escépticos» que sólo ven a un «Bush en el final de su mandato», un «gobierno israelí a punto de estallar» y a un «Mahmud Abbas en prórroga». ¡Ah estos ciegos! «Pero aunque la paz, por supuesto, no se ha establecido y nada la garantiza totalmente, ¿cómo pueden ignorar hasta que punto se ha progresado? ¿Cómo no ven que se está en la aceleración de un largo proceso? Y se preguntarán después ¿Cómo hemos podido ignorarlo?» (Liberation, «Rebonds», 15 de enero de 2008).
Desgraciadamente esa glosa pacifista se publicó el mismo día en que los héroes del Tsahal perpetraron su mejor pogromo antiárabe desde hace un año. En las subversivas propuestas de George Bush, Guetta creyó ver una verdadera «bomba»: no podría haberlo dicho mejor. Pero esto no es todo. Sin preguntarse ni por un momento si las declaraciones del presidente de Estados Unidos no eran calculadas, tomó ingenuamente al pie de la letra sus declaraciones. No es sorprendente que haya hecho castillos en el aire.
Repasemos punto por punto. Bush aparece, exige «el fin de la ocupación» e Israel estaría conforme con esta exigencia ¿Grandes esperanzas, aleluyas? Es surrealista. Como acérrimo partidario del Estado hebreo, George Bush es el único presidente estadounidense que ha cuestionado explícitamente el Derecho Internacional en Oriente Próximo. En una carta oficial a Ariel Sharon (abril de 2004), juzgaba «ilusoria» la vuelta a las fronteras de 1967 y así avalaba las nuevas anexiones. ¿Y vendría, cuando faltan diez meses para terminar su mandato, a arruinar su idilio con los ultraderechistas israelíes?
Esa retórica, charlatanería lanzada con complacencia ante las cámaras de las cadenas árabes vía satélite, sólo cegó a los que no quieren ver. Para Washington, la alianza de las petromonarquías tiene un precio más barato que sigue siendo puramente simbólico: una pizca de demagogia compasiva es suficiente. La salvación del Israel colonialista bien vale algunas reprimendas oratorias. Sobre todo porque no comprometen a nada y echan un hueso para entretener a la opinión pública de los países árabes cuyos potentados de otra época se apresuran hacer reverencias al presidente estadounidense.
Ehud Olmert lo entendió perfectamente e hizo como si estuviera de acuerdo con las amonestaciones añadiendo algunas fórmulas huecas sobre el «doloroso compromiso» de las renuncias previas que tendría que hacer. Nos preguntamos a qué renuncias se refería. ¿Renunciará al residuo de Cisjordania que todavía no está trufado de colonias? ¿Concederá a los palestinos un sombrío suburbio de Jerusalén Este a manera de capital? Hay 470.000 colonos confortablemente instalados en sus búnkers en los Territorios Ocupados. Pueden estar tranquilos: no será George Bush quien los obligue a trasladarse.
No importa: ansioso por erigir un monumento al pensamiento acrítico, Bernard Guetta no da su brazo a torcer: «El fracaso sigue siendo más probable que el éxito», empieza diciendo en un insospechado arrebato de lucidez. Pero después se desquita: «Es muy difícil, pero Olmert, Abbas y Bush ya están de acuerdo en las líneas generales de un Reglamento en el que están trabajando. Se compartiría Jerusalén. Bajo condiciones de ajustes territoriales, las mayores colonias seguirían siendo israelíes».
Una alucinación que nos deja estupefactos: en tres palabras nuestro analista despacha la cuestión de Jerusalén como si la fuesen a regular mañana por la mañana. Pero la única «división de Jerusalén» válida es la aplicación del Derecho Internacional. Es decir, la restitución íntegra de Jerusalén Este a sus dueños legítimos, lo que implica la abolición de la ley fundamental israelí que hace de la «Jerusalén reunificada» la «capital eterna de Israel», y además el traslado de los 220.000 judíos instalados ilegalmente en la parte árabe de la ciudad. ¿Ehoud Olmert de verdad habría dado el visto bueno? Si fuese así, superaría el heroísmo del mismísimo Isaac Rabin, a quien la extrema derecha sionista asesinó por menos que eso. Sin duda sería una auténtica «bomba» informativa. La verdadera cuestión es averiguar cómo un periodista serio puede creer semejantes disparates. Pero es cierto que estamos en Francia.
Eventualmente se podría aventurar una segunda hipótesis igualmente ridícula: el acuerdo en cuestión estaría basado en nuevas concesiones palestinas. Sin decírselo a nadie, Mahmud Abbas habría renunciado al núcleo duro de la posición oficial de la OLP desde 1988: un Estado palestino en las fronteras de 1967 con Jerusalén Este como capital. Pero, o Bernard Guetta está mejor informado que todos los periodistas del planeta, o confunde la velocidad con el tocino. Con todos los respetos, nos inclinamos por la segunda opción.
Lo que no le impide seguir mencionando la cuestión de los refugiados como si se tratase de una bagatela: «Palestina tendría garantizada la continuidad territorial y, en cuanto a los refugiados, recibirían compensaciones económicas, pero es al futuro Estado palestino y no a Israel adonde regresarían». ¿Y se puede llamar a eso un acuerdo? En realidad, esta fórmula corresponde exactamente a la posición de Tel Aviv: ningún reconocimiento de los perjuicios padecidos por el pueblo palestino, ningún refugiado autorizado a regresar a territorio israelí, a la tierra de sus antepasados, y un puñado de shekels a manera de compensación.
Después de comentar servilmente las peroratas de Bush y Olmert, Bernard Guetta llega por fin a la parte fundamental: «Pero queda una gran cuestión por solucionar, el mayor escollo que hay que salvar: ¿Cómo aplicar este acuerdo mientras Hamás controle Gaza?» Aquí estamos: ¡sería mucho más fácil, en efecto, si los palestinos abandonaran y renunciasen a cualquier resistencia! Y si al otro lado del nuevo muro de la vergüenza erigido por Israel, no estuviera ese «maldito escollo» que se obstina en existir.
Al votar a Hamás en 2006, el pueblo palestino se rebeló democráticamente contra el ocupante. No van a poner la otra mejilla en 2008. Bush y Olmert lo saben, pero Guetta parece ignorarlo. Seguramente porque la concepción del conflicto a la que se adhiere, junto a la mayoría de los comentaristas, exige esta amnesia voluntaria. Para aferrarse, no a la realidad sino a su representación dominante, hace falta un culpable. Ahora bien, como dicho culpable no puede ser Israel, sólo puede ser Hamás, cuya misma existencia es un desafío para los israelíes.
Al negar la evidencia se invierten entonces la causa y el efecto: no es la ocupación la que provoca la resistencia, sino el terrorismo el que justifica la autodefensa. Al negar a las víctimas la misma valoración se burlan las estadísticas del conflicto. En 2007, el ejército israelí asesinó a 373 palestinos en la Franja de Gaza. En el mismo período hay que lamentar 13 víctimas israelíes. Pero la causa está clara : el «terrorismo islamista» amenaza a Israel con un nuevo holocausto. «Mientras haya terroristas en Gaza, será muy difícil llegar a un acuerdo de paz con los palestinos», resume Ehud Olmert en un artículo de fe recogido a coro por los medios de comunicación occidentales.
Es cierto, el Primer Ministro del Estado hebreo sabe de qué habla: la principal organización terrorista de Oriente Próximo es el ejército israelí. Evidencia aritmética, simplemente. En un sentido, israelíes y estadounidenses tienen razón: el terrorismo está por todas partes. Pero es sobre todo allí donde se niegan a verlo. Un detalle cómico: durante su breve estancia en Jerusalén, George Bush decidió alojarse en el hotel King David, que en la época del mandato británico albergaba el cuartel general del ejército de ocupación. Un comando del Irgun lo hizo estallar en 1946 matando deliberadamente a un centenar de personas. El futuro Primer Ministro e ídolo de los medios de comunicación después de «Camp David», el terrorista Menahem Begin, fue el comanditario del atentado.
George Bush salió ileso hotel King David para continuar su gira por Oriente Próximo. Como estaba previsto, la segunda parte del viaje fue de un gran clasicismo. El programa: jugosos contratos con los reyezuelos del petróleo y avalancha de diatribas contra Irán. En Palestina, el presidente estadounidense combinó la conmiseración de fachada y las falsas amonestaciones. Con las petromonarquías agitó el espantajo del chiísmo nuclear para estimular las ventas de armas made in USA. Obstinadamente amenazó por enésima vez al régimen iraní, el «patrocinador del terrorismo», asignándole semánticamente esta confusión entre el comercio y la política, habitual en la superpotencia estadounidense.
Sin pararse en barras intentó vanamente explotar un ridículo incidente naval entre Irán y EEUU ocurrido en el estrecho de Ormuz. Como en el asunto de los marinos británicos capturados en Chott-al-Arab, la indignada actitud de la potencia occidental por un rasguño en una de sus cañoneras era totalmente grotesca. No nos atrevemos a imaginar lo que pasaría si se interceptasen estrellas iraníes en el Támesis o submarinos frente a Manhattan. Como un matón, el texano encolerizado se despachó ante las cámaras con ridículas baladronadas en las que se mofaba de Irán.
Ni una palabra, en cambio, sobre la situación iraquí. En efecto, ¿para qué recordar públicamente el mayor desastre estadounidense desde la guerra de Vietnam? Iraq es el agujero negro, enorme y abierto de par en par de la política de Estados Unidos en Oriente Próximo. Pero todo se relaciona. Iraq es el fracaso mesopotámico que vino a multiplicar la obsesión de los neoconservadores por Irán. Hacía falta un motivo importante para derivar la atención lejos del fracaso iraquí, un nuevo frente con nuevos malvados «satanizables». Con George Bush, Estados Unidos no conseguirá curarse el síndrome de las «brujas de Salem». Al contrario, cada día se hace más fuerte.
El primer viaje a Oriente Próximo de un George Bush en fase terminal ha dejado tras de sí una abrumadora impresión de vacío sideral y monumental hipocresía. Pero en cierto sentido no habrá sido inútil. El inquilino de la Casa Blanca mostró su auténtica cara en la escena planetaria: inflado de retórica mesiánica, demagogo como nadie, obsesionado por una hegemonía que se agrieta, patético lanzador de anatemas que no impresionan nadie. Planeando sobre un campo de ruinas que ha contribuido a expandir generosamente, George W. Bush apareció, como levitando, desvinculado sin remedio de un mundo árabe que le detesta.
Original en francés: http://oumma.com/George-Bush-en-levitation-au
Bruno Guigue (Touluse 1962) es titulado en geopolítica por la ENA (École nationale d’administration), ensayista, colaborador habitual de Oumma.com y autor de los siguientes libros: Aux origines du conflit israélo-arabe, L’Economie solidaire, Faut-il brûler Lénine?, Proche-Orient: la guerre des mots y Les raisons de l’esclavage, todos publicados por la Ed. L’Harmattan.
Caty R. pertenece a los colectivos de Rebelión, Cubadebate y Tlaxcala. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y la fuente.