La revolución popular de Egipto ha sido cortada en seco por la cúpula militar que dirige el país desde la caída del dictador Mubarak. El Tribunal Constitucional, nombrado durante la dictadura, ha decidido disolver el Parlamento y autorizar la presentación como candidato a la presidencia de la república del exprimer ministro del antiguo régimen, Ahmed […]
La revolución popular de Egipto ha sido cortada en seco por la cúpula militar que dirige el país desde la caída del dictador Mubarak. El Tribunal Constitucional, nombrado durante la dictadura, ha decidido disolver el Parlamento y autorizar la presentación como candidato a la presidencia de la república del exprimer ministro del antiguo régimen, Ahmed Shafiq, en contra de acuerdo de la cámara baja recientemente elegida. A dos días de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, los «supervisores» de la democracia árabe decidieron que el pueblo egipcio tenía que someterse al dictado imperial: lo mismo que años atrás en Argelia y después en Gaza, la voz del pueblo debe ser apagada, cueste lo que cueste, cuando se suponga que el voto de los de abajo puede poner en tela de juicio los intereses económicos, políticos y estratégicos de los verdaderos amos del mundo. Este es el verdadero rostro de la llamada «democracia occidental».
La corrupción y el despotismo de la cúpula del ejército representan un verdadero cáncer en la historia reciente de Egipto. Formados e instruidos muchos de ellos en academias militares de los Estados Unidos, los altos mandos egipcios han manejado a su antojo desde hace décadas miles de millones de dólares concedidos por el gobierno norteamericano en concepto de ayuda militar (el segundo país del mundo en recibirlas, tras Israel). La pobreza creciente del pueblo, la corrupción desenfrenada de grandes empresarios y políticos, el alineamiento permanente con la política USA en Oriente Medio, la alianza política y económica con Israel y el olvido del pueblo palestino encerrado en los despojos de su saqueada tierra, son el fruto amargo de los largos años de dictadura, protegida y apoyada por las potencias occidentales, en especial por el imperio norteamericano.
El golpe de estado ha tenido su secuencia, sin duda planificada. Primero, el Tribunal Supremo exoneró de los cargos de corrupción a los hijos de Mubarak y a varios exministros (había caducado el plazo, claro). Hace pocos días, la Junta Militar dirigida por el mariscal Tantawi ha dictado un decreto fascista en virtud del cual el espionaje militar podrá detener a los ciudadanos sin orden judicial alguna (a falta de estado de excepción, se apañan con este atajo). Ahora, el Tribunal Constitucional cuya función se debe limitar a garantizar la constitucionalidad de las leyes, decide pisotear la sede de la voluntad popular y disolver el parlamento porque no le gusta. Hay demasiados diputados elegidos en la lista de los Hermanos Musulmanes, perseguidos a sangre y fuego por el corrupto general Mubarak y consortes.
La Junta Militar vuelve a tener todas las riendas del poder: el ejecutivo son ellos; el legislativo vuelve a recuperarlo tras el golpe de estado; y el judicial, con los serviles magistrados nombrados por la dictadura, constituye un instrumento dócil de los generales y sus amos de Occidente. Según ha anunciado la Junta, esta misma camarilla preparará una nueva Constitución (?).
Los «amantes del pueblo árabe» que antes invadieron Iraq, que toleran de buen grado la invasiones israelíes de Líbano, que han bombardeado hace poco Libia y que ahora revientan desde dentro a Siria con mercenarios pagados por las petromonarquías, no quieren levantar revuelo con este nuevo golpe de estado. Esconden la noticia en páginas interiores de sus periódicos, justifican el golpe bajo sesudas consideraciones jurídicas y consideran «un mal menor» la vuelta de los militares al poder absoluto en la tierra de los faraones. Los árabes no tienen solución: no acaban de rendirse.
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