Primer anexo del libro: Salvador López Arnal, La observación de Goethe, Madrid, La linterna sorda, 2015. *** En diciembre de 2012, Gregorio Morán publicó en La Vanguardia una de sus «SABATINAS INTEMPESTIVAS». La tituló «La leyenda del gran Landínez» [1]. El autor de El maestro en el erial nos trasladaba inicialmente a escenarios algo […]
Primer anexo del libro: Salvador López Arnal, La observación de Goethe, Madrid, La linterna sorda, 2015.
***
En diciembre de 2012, Gregorio Morán publicó en La Vanguardia una de sus «SABATINAS INTEMPESTIVAS». La tituló «La leyenda del gran Landínez» [1].
El autor de El maestro en el erial nos trasladaba inicialmente a escenarios algo alejados de nuestra temática:
Hay que volver a las prácticas de los años del cólera. Pensé en esto cuando asistí a ¡la única representación barcelonesa! del grupo teatral La Zaranda, que tiene callos en los pies de tanto pisar escenarios. Fue en l’Hospitalet [de Llobregat, Barcelona], con menos de media entrada, en la representación de la que yo creo que es su mejor obra, «El Régimen del Pienso»; una parábola orwelliana del presente más obvio. En los años del cólera, el boca a boca hubiera suplido el silencio de los medios de comunicación.
Nuestro presente cultural era imprevisible en su vulgaridad. A qué nos referimos actualmente cuando hablamos de cultura, preguntaba el autor. Su respuesta:
No lo sé, pero me produce una desazón que me recuerda viejos tiempos; las magdalenas de Proust están más caducadas que la orquesta del Titanic. Mentiría si no dijera que llevo varios años esperando eso que en periodismo se denomina «una percha», esa convención profesional donde colgamos una historia sin que nos pregunten «a qué viene esto».
La espera no fue en vano. La «percha» conseguida, cincuenta años después de lo ocurrido:
«Luis Landínez apareció muerto un 10 de diciembre de 1962 en la estación de Príncipe Pío de Madrid». El pasado lunes de hace medio siglo, señalaba Morán, los viajeros del departamento de primera clase «que hacían el trayecto entre Asturias y Madrid» se levantaron seguramente «dejando en su asiento a un señor que no se movía». Alguien debió decir «¡caballero, hemos llegado!». El caballero, «que al parecer se había prodigado en comentarios brillantes y educados durante el larguísimo trayecto, siguió mudo».
Había fallecido. La muerte de Landínez daba que pensar. Había sido un personaje de leyenda. «Aún quedan supervivientes en Barcelona y Santander y Madrid, que le recuerdan», comenta Morán.
Landínez vivió en Barcelona, en un ático de la calle Praga. «Me temo que algún buscador de historias con aire policial nos descerraje una novela que habremos de sufrir como best seller». No hasta el momento. El autor de La decadencia de Cataluña regalaba un detalle para ponérselo «interesante» al potencial autor:
[…] el entonces prestigioso premio Nadal de novela del año 1949 se dirimió entre dos autores. José Suárez Carreño, que lograría el galardón con su modesta Las últimas horas, y Luis Landínez que presentó Los hijos de Máximo Judas.
Ambos eran militantes comunistas clandestinos. No fueron los únicos escritores en esas circunstancias. El primero, Suárez, con experiencia carcelaria; Landínez virgen aún fuera de las visitas a la BPS. La cosa daba para un guión de película.
[…] en la época más dura del franquismo dos ilegales se disputan el premio literario más importante de España. Nada que ver con la liberalidad del Régimen, sino con su ignorancia. Cuando en ese preciso 1949 a Buero Vallejo se le concede el premio Lope de Vega por su Historia de una escalera, nadie en el jurado sabe que se trata de un ex condenado a muerte por su militancia comunista, dibujante excepcional al que debemos el mejor retrato de su compañero de celda.
Morán se refiere, por supuesto, a Miguel Hernández. Landínez era «un personaje que exigiría un trabajo a fondo, por su talento, en primer lugar». Por su personalidad en segundo lugar. «Por su trayectoria, en tercero y definitivo». Había nacido en Fuente de San Esteban, un pueblo de Salamanca, «dentro de una familia con posibles; padre médico y madre con propiedades algo menguadas en Cuba». Estudió en la Universidad de Salamanca antes de que le cayera la guerra encima. «Es aprendiz de poeta y hasta conoce a García Lorca, del que escribirá un artículo, inédito», un escrito que él ha tenido la suerte y el privilegio de leer y «que constituye una joya que hubiera emocionado el propio Federico, conferenciante aficionado en el Casino de Salamanca, vísperas de nuestra Gran Catástrofe».
Landínez se libra de combatir con los franquistas gracias a su padre, a su enfermedad y a sus parientes. «Su cuñado, oficial de Marina, es el responsable de los «cifrados» del Estado Mayor de Franco en Salamanca. La guerra la vive, distante y silente, en el pueblo donde ejerce su progenitor, Gallegos de Solmirón». El editor, novelista y marchante Manolo Arce, de nuevo Morán es quien habla, cuenta así su primer encuentro con Landínez. Fue en 1948.
El primer sábado de septiembre apareció en la tertulia nocturna del bar Flor (Santander) un personaje a quien nadie conocía. ‘Me llamo Luis Landínez, soy escritor y vendedor de libros’. Nos hizo gracia su manera de presentarse. Había llegado de Asturias aquella misma tarde. Era un hombre de unos treinta y tantos años y un metro ochenta de estatura. Nos dijo que en Oviedo el profesor Emilio Alarcos Llorach le había dado una carta de presentación para Ricardo Gullón. Era un hombre amable, atento a cuanto se le decía, con un suave tono en su manera de hablar y una cierta elegancia en el movimiento de sus manos. Vendía libros a domicilio.
Landínez explicó que había escrito Los hijos de Máximo Judas. Desapareció tres días después.
Los periódicos de aquellos años conservan recuadros sobre sus conferencias por toda España. Se expresaba bien. Su cultura «le permitía hablar extensamente y con conocimiento de Juan Ramón Jiménez, Unamuno o de los lugares que tenían para él mayor valor sentimental y artístico: San Vicente de la Barquera, Bermeo, Ampudia de Campos, Paredes de Nava, Zuera, Cala-Ratjada, Poble de Segur, Ronda y Arcos de la Frontera». En 1952 publicó Sobre esta tierra nuestra, un libro de versos.
Con prólogo de Paco Indurain «el Viejo», que le hace un sentido homenaje, y donde aparece un soneto hermoso: Que repose la frente, fatigada de perseguir, en tensas soledades, el vuelo de difíciles verdades sobre el plano infinito de la Nada…
Landínez hacía de viajante de «libros comprometidos» por toda España. Era militante del PCE. Su novela, Los hijos de Máximo Judas, se tradujo en los países socialistas del Este de Europa. Incluso en la República Popular de China.
Sabemos que viajó por ellos, siguiendo una tradición poco conocida de nuestros eruditos de la literatura, según la cual, compensaban los supuestos derechos de autor, con los viajes de placer militante por el socialismo real.
En el fondo, se trataba de un recurso del PCE «para permitirles unos ingresos modestos que no les crearan problemas con la policía política franquista».
Tras intensas pesquisas, Morán consiguió que el Archivo Histórico Nacional [AHN] le permitiera leer el único informe policial disponible sobre Landínez. «El misterio no estaba en él propiamente sino en un funcionario que «había puesto en el expediente un tampón que decía «acogido a la amnistía de 1977″, lo que hacía imposible consultar el informe». Con paciencia, y dosis de benevolencia por parte de las archiveras del AHN, el escritor y periodista asturiano logró que comprobaran que se trataba de un error. «No podía acogerse a la amnistía del 77 un tipo que había fallecido en 1962».
El informe, apenas dos folios, al que finalmente pudo acceder Morán «tiene muchas interpretaciones, la mayoría poco felices. Probablemente le chantajearon y debió decir más de lo que las condiciones de clandestinidad permitían». Landínez se marchó a París hacia 1960 y siguió escribiendo. En una vieja y hermosa casa de Santander, Morán pudo descubrir el manuscrito El aprendiz de genio, que «no es una obra maestra pero tiene páginas memorables. También otros textos de mayor valor, inéditos».
Empero, el secreto mejor guardado no era ese manuscrito sino una información sobre la clandestinidad: «Luis Landínez fue el argumento que sostuvo la dirección del PSUC cuando en los años 60 [2], Jaime Gil de Biedma solicitó el ingreso en el partido».
No es verdad, apunta Morán, que «Manolo Sacristán le dijera que no lo admitían por homosexual». Como militante disciplinado que era, el autor de El orden y el tiempo consultó con su superior jerárquico «en la organización comunista, en este caso, Miguel Núñez, quien le respondió: ‘Después del caso Landínez hay que tener mucho cuidado con los homosexuales en la clandestinidad. Son más susceptibles a chantajes». Probablemente, concluye el colaborador de La Vanguardia, Sacristán no sabía en aquellos momentos quién era Landínez. Miguel Núñez, «Saltor», sí lo sabía.
Así quedó este enigma aún hoy sin resolver. ¿Quién era realmente Luis Benito Landínez, independientemente de sus inclinaciones sexuales? Ni siquiera tenemos otra certeza que aquella del 10 de diciembre de 1962, en la estación madrileña de Príncipe Pío, cuando un pasajero se quedó en su asiento, muerto.
En resumen: Gregorio Morán, rectificando anteriores aproximaciones, apunta que no fue Sacristán el responsable último, directo o indirecto, de la decisión tomada por la dirección del PSUC-PCE. en torno a la solicitud de militancia o de mayor aproximación organzativa de J. Gil de Biedma al PSUC como tantas veces se ha señalado. Todo ello sucedió en tiempos de silencios forzados, persecución tenaz, dura represión, salvajes torturas, miedos, desconfianzas, inseguridades, acechados por decenas de fantasmas y centenares de incertidumbres, intentando no abonar ningún sectarismo aniquilador, con prejuicios inconscientes discutidos y revisados.
Y cometiendo mil errores por supuesto. Como no podía ser de otro modo [3].
Notas:
[2] Una insignificante imprecisión temporal del autor.
[3] Véase también el documental de Xavier Juncosa: «Filosofando desde abajo. Francisco Fernández Buey habla de Manuel Sacristán», El Viejo Topo (en prensa).
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