Ese silencio. No se oye nada, salvo los cascos de unos burros escuálidos sobre el asfalto, las ruedas de un carro, nada, salvo los pájaros que trinan a coro, el rugir de las olas que llega desde el mar. De un momento al otro, todos esos sonidos han vuelto a existir. Todos esos matices que […]
Ese silencio. No se oye nada, salvo los cascos de unos burros escuálidos sobre el asfalto, las ruedas de un carro, nada, salvo los pájaros que trinan a coro, el rugir de las olas que llega desde el mar. De un momento al otro, todos esos sonidos han vuelto a existir. Todos esos matices que sólo se escuchan cuando hay silencio: a la mañana, el suave rasguño de la escoba que barre las veredas agrietadas, como si barrer de algo sirviera contra la destrucción; a la noche, el repiqueteo metálico de las persianas que se cierran para proteger las mínimas mercaderías en las vidrieras de los pocos negocios que quedan en pie; luego, el crepitar del fuego que se come la funda plástica de los cables eléctricos hasta dejar a la vista el hilo de cobre que los chicos, apenas enfriado, llevan al mercado porque es lo único que queda entre los escombros que todavía tiene algún valor.
En ese silencio vuelven a oír. Es en ese silencio cuando se oye la variedad acústica que es la vida. Y sin embargo es como si recién ahora, que todo pasó, escucharan el estruendo ensordecedor de la guerra: las bombas F 16, las granadas, las explosiones. Es como si la conciencia estuviera atrasada con respecto a la realidad. Durante la guerra estuvieron ocupados en sobrevivir; ahora que la guerra pasó, recién parecen darse cuenta de lo que atravesaron. Recién ahora se dan cuenta de lo que sufrieron. Como cuando a uno se le congelan los pies y recién cuando los pone en agua caliente siente algo, dolor.
Más allá de Gaza, las delegaciones internacionales negocian sobre el futuro de Medio Oriente, sobre las fronteras, sobre las próximas elecciones, sobre la seguridad de Israel y la libertad de los palestinos. Acá, en Gaza, todavía no llegaron al presente. Todo está como atrasado: los sentimientos y la reflexión sobre la guerra.
¿Para qué fue esta guerra? Sólo ahora que pasó uno puede buscar entre las ruinas y en las historias de los sobrevivientes qué significó esta guerra, quién ganó, en quién hicieron blanco, quién se vio debilitado. Para reconstruir lo que pasó y reconocer las consecuencias no es cuestión de revisar los motivos declarados, sino que hay que ir juntando los fragmentos de un mosaico hecho de encuentros y de experiencias.
«Quemamos nuestros muebles»
Nadie llora. Nadie se queja. Están sentados, en silencio, inmóviles, sobre los escombros de sus casas en Beit Lahia, sin hacer nada. No levantan las manos al cielo, no imploran, no rezan plegarias llenas de ira. Sólo están sentados y miran anonadados lo que dejó la tempestad de violencia que se desató sobre sus vidas. Están sentados entre bloques de hormigón gris, entre colchones hechos pedazos, tirantes de acero retorcido, jirones de ropa carbonizada, los restos de lo que hasta hace poco fue una casa. Y cuando uno se acerca, se ponen a hablar. Sin que medien preguntas. Sin explicaciones. A borbotones. «Antes estábamos encerrados, aislados de todo -dice Ahlam Mezher, 44-, pero por lo menos teníamos un techo sobre la cabeza. Ahora quemamos nuestros propios muebles para hacernos un té.» Está sentada entre hojas de lechuga marchitas y azulejos hechos añicos. No queda ni una sola casa en pie en 200 metros a la redonda: un mar de devastación por el que deambulan, como en cámara lenta y sin orientación, un par de personas en busca de cualquier cosa reciclable o al menos, de algo para hacer, de algo que dé la sensación de que queda algo por hacer.
«Nadie ganó esta guerra -dice Ahlam, y aprieta más fuerte a su bebé contra el pecho-, ni Israel, ni Hamas. Nadie consiguió nada con esta guerra. Nosotros, los civiles, lo perdimos todo. Todo.» Y abre los brazos para abarcar lo inconmensurable de la pérdida. «Todo.»
Ante el barrio de Al-Tuffah, situado en una colina, se extiende un paisaje lunar y polvoriento de cráteres inmensos. Al Tuffah era considerado uno de los enclaves de Hamas, lo que quizás explique que de incontables edificios sólo hayan quedado escombros. Los hermanos Nassar (31) y Moni (32) están sentados tomando té delante de la mezquita, junto al rescoldo de un pequeño fuego; son partidarios de Al Fatah. La plantación de olivos y naranjos en la que trabajaron durante diez años está totalmente arruinada. Una horda de perros callejeros corretea sin rumbo entre los naranjos quemados y los olivos cuyas raíces están al aire, sacadas de cuajo; los perros parecen haber perdido el sentido de la orientación, como si no les funcionara el olfato. Cada vez que habla, Moin mira a su alrededor como un animalito asustado, por miedo a que lo espíen. «¿Cómo puede ser que Hamas crea que ganó la guerra? -pregunta Moin-, ¿si nosotros lo perdimos todo?» «Nosotros» quiere decir la población civil. «¿Y cómo puede ser que Israel crea que con la guerra está dando una lección?» Camina por el campo en el que antes crecían sus frutales. «¿Qué clase de lección puede ser si dejaron esto?» Con una larga rama apunta a un cascote marrón oscuro, casi negro, en la tierra arcillosa; al presionar la masa pegajosa, queda a la vista un núcleo anaranjado que, a mayor presión, se transforma en polvo. Todo el campo está sembrado de esos cascotes. Ya no son inflamables, como prueba Moin golpeándolos con la rama; de sólo ver cómo los chicos que nos siguen al pie pegan un salto para alejarse queda en claro cuál era el efecto de los restos las bombas cuando todavía no estaban tan húmedas.
¿Bombas de fósforo? Los médicos de la división Dermatología del hospital Shifa de Gaza no están ciento por ciento seguros. Tampoco saben si Samia, la adolescente de dieciséis años a la que le están tratando las dos piernas quemadas, es una integrante de Hamas. No es probable que lo sea, por más que venga de Dshabalia, una localidad notoria por los cohetes que se lanzaban desde allí hacia Israel. Lo que sí saben los médicos es que las quemaduras han llegado a capas más profundas de la piel de lo que hayan visto nunca antes. Según dicen, Samia está mucho mejor desde que llegó al hospital: por lo menos las pantorrillas ya no están negras. Dos enfermeras le sostienen las piernas para ir retirando los vendajes de gasa y algodón, totalmente impregnados de líquidos corporales. A veces quedan pegadas tiras de piel, pero al menos lo que asoma abajo es de color rojo. Lo consideran un éxito. Dejan abierta la puerta que da al pasillo. Afuera pasan carritos con el almuerzo, un guiso de verduras y algo de ensalada; unos médicos amables, sin barbijo, invitan a pasar a la sala de terapia, como si ver los cuerpos con las tripas abiertas fuera el menor de los precios que le toca pagar a quien no pudo hacer nada por impedir esta guerra.
Después de un rato, le dan un sedante a la adolescente con su pulóver que dice «Love» y su gorro de básquet; aun así, se agita cada vez que le tocan las piernas que están en carne viva. El 10 de enero, su madre y ella se habían ido a dormir, dejando abiertas las ventanas por miedo a que la onda expansiva de las bombas rompiera los vidrios. Sea lo que fuere lo que contenían las bombas israelíes, logró entrar sin ningún obstáculo en la casa de Samia.
Pura carnicería
«Lo que hacemos acá no es medicina», dice el Dr. Abu Hashish en fluido alemán, «es pura carnicería». Abu Hashish es jefe de Traumatología y Ortopedia, el pabellón que viene después del de Dermatología. Está sentado en un sillón con su delantal verde y se frota los ojos como si no pudiera creer cómo él, que estudió en la clínica Charité en Berlín y se especializó en el hospital de la ciudad de Buch, terminó en el medio de esta locura. «Hicieron la guerra como contra un ejército -dice-, pero nosotros no tenemos ejército…» Se queda pensando. «Es más, en realidad el ejército israelí es el nuestro. Legalmente estamos bajo control israelí.» Es una broma, o intenta serlo, sobre el mundo paradójico en el que le tocó vivir.
¿Cuántas amputaciones le tocó hacer? «La mayoría llegaba sin piernas, sin músculos. No quedaba nada que amputar.» Abu Hashish tuvo que enterarse de que en Gaza hubo otras víctimas, doblemente en riesgo, porque en esta guerra hubo varios frentes: uno, determinado por el ejército israelí, y otro, el que Hamas abrió contra sus propios enemigos. No dice quiénes fueron esas dobles víctimas, pero cuando uno las encuentra y se animan a hablar, queda en claro el grado de radicalización de Hamas durante la guerra: son los partidarios de Al Fatah, los supuestos o verdaderos críticos de Hamas, los supuestos o verdaderos homosexuales, todos aquellos en los que la gente de Hamas descargaba su frustración por la impotencia ante los ataques israelíes. Corren historias sobre disparos en las piernas, resultado de la boca de la Kalashnikov puesta en el hueco de la rodilla flexionada de la víctima.
Abu Hashsih atendió a ciertas víctimas de manera oficial, en la clínica; a las restantes, de manera menos oficial, en su consultorio privado. Ahí llegaban los hombres jóvenes con sus traumatismos, sus contusiones y sus heridas de bala en las piernas. «No necesitaban decirnos de dónde venían esas heridas -dice Hashish-, si hubieran sido de los israelíes no habría quedado nada de las piernas.»
«Palestina no existe más»
El chico sin nombre está sentado en diagonal en el sofá, con el brazo cruzado sobre la panza porque le sigue doliendo. Hace dos semanas, quince enmascarados de Hamas lo sacaron a la noche de su casa y se lo llevaron a una plaza. No lo interrogaron, no le preguntaron nada. Lo acusaron de haber criticado a Hamas en un chat room, se pusieron a golpearlo con unos caños, en los hombros, en el vientre, y al final se le sentaron sobre las piernas, como si fuera un animal al que hay que inmovilizar para marcarlo a fuego, y con un tornillo fijado a un caño le hicieron un agujero en la pierna. Se sube el jean con cuidado para mostrar la marca de la herida. Nadie sabrá decir si esas marcas son señales de la fuerza o de la debilidad de Hamas. Tampoco si la agresividad de Hamas es signo de su autoestima o de su inseguridad. «Esto se lo hicieron también a todos los que conozco», dice el chico cuyo nombre no quiere que sea mencionado. Conoce a 21 jóvenes a los que maltrataron de la misma manera. «Dos de ellos se escaparon, hoy, a través de la frontera», y se frota el brazo que sigue hinchado, «tengo miedo todo el tiempo».
Acaso la guerra ya haya pasado, en Gaza, pero no han terminado ni la violencia ni el miedo. «Nadie ganó esta guerra, sólo hay perdedores -dice el chico, y agrega-, nadie puede confiar en nadie.» Y a modo de prueba, les pide a las visitas que se vayan una después de la otra del lugar de la cita para que ningún espía lo pueda denunciar. Acaso la guerra haya pasado, en Gaza, pero no queda ningún espacio, en ningún lado, que dé lugar a esperar la paz. «No hay más palestinos, Palestina no existe más -dice uno que no quiere ser nombrado-, sólo quedan Al Fatah y Hamas, Gaza y Cisjordania.» Esta guerra no la ganó nadie, esta guerra la perdieron los civiles, y pareciera ser que, además de todo, también perdieron el sueño de un Estado propio.
* Periodista y filósofa alemana. Cubrió para Der Spiegel crisis como Kosovo, Afganistán, Pakistán, Irak, Colombia y Líbano. Su libro Sobre la guerra. Cartas a los amigos fue «Libro político del año» de la Fundación Friedrich Ebert, mereció el premio Estímulo de la Fundación Ernst Bloch y fue publicado en los EE.UU. por Princeton University Press. Su última publicación, «Violencia silenciosa», recibió el premio Theodor Wolff. Actualmente escribe para el semanario Die Zeit.
Traducción: Silvia Fehrmann.
http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-119674-2009-02-08.html