Tras cualquier consulta electoral parece que lo único que importa es saber qué formación política ha ganado y cuál ha perdido. Son pocos los que, trascendiendo la óptica partidista, se deciden a realizar un análisis en profundidad del significado de los resultados. Puestos a contestar a la pregunta, tendríamos que afirmar que en el referéndum […]
Tras cualquier consulta electoral parece que lo único que importa es saber qué formación política ha ganado y cuál ha perdido. Son pocos los que, trascendiendo la óptica partidista, se deciden a realizar un análisis en profundidad del significado de los resultados. Puestos a contestar a la pregunta, tendríamos que afirmar que en el referéndum del Estatuto de Cataluña ha ganado la abstención y han perdido todas las formaciones políticas. Bien es verdad que no todas de la misma forma porque, sin duda, la desautorización es mucho mayor para aquellos que han convocado el referéndum y nos han hecho creer que el problema más importante de Cataluña era el Estatuto y la independencia.
Si a la abstención le sumamos los votos en blanco, más del cincuenta y cinco por ciento del censo ha optado por no pronunciarse. No hay peor ciego que el que no quiere ver, cada uno puede retorcer los razonamientos como guste, pero con ello lo único que consigue es hacer el ridículo. Y el ridículo están haciendo ciertos periodistas y políticos que, llenos de voluntarismo, lanzan las campanas al vuelo. Hay que ver cómo manda la disciplina de partido, disciplina que también llega a los empleados de los medios de comunicación. Ahora todos son nacionalistas.
Ridículas son ciertas excusas que lo único que consiguen es confirmar el mal resultado obtenido. Para justificar la elevada abstención hay quien recurre a la que hubo en el referéndum de la Constitución europea. A buena parte van; es decir, que los catalanes tienen el mismo interés por su Estatuto que por la Constitución de la Unión Europea, pues ya está dicho todo. Otros han citado la escasa participación que se da en las elecciones americanas, concretamente en las primeras que dieron el triunfo a Bush. Buen ejemplo también de legitimidad democrática. Un sistema político en el que los ciudadanos pasan de ir a las urnas porque saben que, voten lo que voten, el resultado es parecido. No ha faltado quien ha buscado aún pretextos más chuscos, como achacar la abstención a los atascos en las carreteras de entrada a Barcelona.
En la misma línea se sitúan los que se han referido a la media de abstención con la que se aprobó el resto de los Estatutos de Autonomía; con ello se eleva el tiro y se hace más hondo el problema, porque lo que se deduce entonces es que todo el proceso autonómico ha carecido, quizás, de cobertura democrática. No ha obedecido a una necesidad real sentida de la sociedad española, sino que más bien ha sido impuesto por una clase política cuyos intereses y preocupaciones poco tienen que ver con los de los ciudadanos. Si ésta es la reacción en Cataluña, que es una de las comunidades con mayor sentimiento identitario, habrá que pensar que todo el andamiaje construido es artificial y forzado. ¿Cuál hubiera sido el resultado si antes de comenzar este proceso de Estatutos en cascada que inaugura el de Cataluña se hubiera hecho una consulta popular en toda España?
Especialmente preocupante es la reacción del presidente del Gobierno, mostrando un llamativo empecinamiento en su postura, que raya en el voluntarismo cuando no en el fundamentalismo. «El proceso estatutario -ha sentenciado- acerca más el poder a los ciudadanos». Lo acerca tanto que más de dos terceras partes, incluso en Cataluña, se han desentendido de él. ¿Acaso puede pensar en serio que entre las aspiraciones y necesidades de la sociedad española está el contar con un Estado federal? «El pueblo ha hablado», proclamó solemnemente. Me temo que, una vez más, al pueblo no se le ha dejado hablar, ya que nadie ha querido preguntar a la totalidad de los ciudadanos españoles, y no se les ha querido preguntar porque quizás se conocía perfectamente la respuesta. El señor presidente de Gobierno se ha constituido en su portavoz y representante, sin duda de forma legal, porque le han votado una mayoría de ciudadanos, pero con algo de trampa. Él sabe que en buena medida le votaron para traer las tropas de Iraq, ante el empecinamiento de otro presidente de Gobierno, y no para que cambiase radicalmente la estructura del Estado. Posiblemente haya sido un editorial del diario El País el que, tal vez sin pretenderlo, haya acuñado la frase más dura para él: «Si algo puede deducirse es que, a pesar de todo, el presidente del Gobierno se ha salido con la suya». Esto es lo grave, que todo haya obedecido a un salirse con la suya, que no es la de los ciudadanos.
El señor Rodríguez Zapatero ha sostenido que el resultado de la consulta del domingo tiene toda la fuerza democrática. Se referiría, se supone, a que tiene toda la fuerza legal, porque la democrática es ya otro cantar. La legalidad no siempre se identifica con la legitimidad, y menos con la democracia. Una inhibición de más del cincuenta y cinco por ciento del electorado algo dice en cuanto al déficit democrático del sistema político. Una abstención tal no cuestiona el resultado de este referéndum, o el de la Unión Europea, o el de otras elecciones. Lo que pone en cuestión son las propias reglas de juego que hacen que los ciudadanos se desentiendan de las consultas electorales.