¡No podíamos creerlo!. Después del inmenso repudio que generó el rompimiento a mandarriazos de los discos de Juanes frente al lugar preferido de la ultraderecha miamense en la calle 8, y pasado ya el Concierto por la Paz en la ciudad de La Habana, la misma turba delirante repitió el acto bárbaro, pero esta vez […]
¡No podíamos creerlo!. Después del inmenso repudio que generó el rompimiento a mandarriazos de los discos de Juanes frente al lugar preferido de la ultraderecha miamense en la calle 8, y pasado ya el Concierto por la Paz en la ciudad de La Habana, la misma turba delirante repitió el acto bárbaro, pero esta vez en mayor escala utilizando una aplanadora de dos toneladas, y no sólo para romper los discos del popular cantante sino también los de más de una docena de artistas de seis nacionalidades diferentes que lo acompañaron.
El episodio forma parte de la intensa campaña de presión y amedrentamiento desatada por lo más recalcitrante del exilio contra todo intento de tender puentes hacia Cuba. Durante dos meses, las emisoras de radio locales y la televisión en español utilizaron diversas formas de manipulación y engaño, incluyendo las amenazas, contra todo artista considerado como posible participante en el concierto. Fueron ellas las que alentaron y convocaron al acto bárbaro haciendo creer a los ignorantes que si compraban los discos tenían el derecho de romperlos. El sofisma era evidente: lo que hace del acto de romper bienes culturales un acto contra la civilización, contra la cultura, un acto bárbaro, es la intención de castigar de ese modo a los artistas que los produjeron y escarmentar al resto; es que se convierte en una forma violenta de ejercer la censura; es que, al realizarlo en público y por una muchedumbre enardecida, lo que se exterioriza es la intolerancia, el odio, el rencor, la frustración, los peores sentimientos del ser humano; es considerar enemigo al que piensa diferente; es mostrar la fea cara del fascismo, es producir el linchamiento de la obra creada porque no se puede linchar al creador.
La barbarie, sabemos, ha existido siempre. Hay quien dice que forma parte de lo más sórdido de la naturaleza humana. Pero se exacerba en determinados lugares y momentos de la historia. Desde la quema de 700.000 volúmenes en la Biblioteca de Alejandría hasta nuestra época, sus momentos culminantes coinciden con el final decadente de los imperios. Tal vez las salvajadas que se realizan en la calle 8, aunque no comparables por sus consecuencias con los actos genocidas en Irak y Afganistán, ni con las torturas en Abu Grahib, Guantánamo y las cárceles secretas distribuidas por medio mundo, no dejan por eso de ser síntomas significativos. Por suerte para la humanidad, estos cavernícolas, destructores de bienes culturales, no tienen acceso a los botones del arma nuclear, pero forman parte, si bien en calidad de cipayos, de una derecha asustada que es todavía la clase dominante.
Miami, además, tiene una larga historia mafiosa, terrorista y fascistoide aunque, en honor a la verdad, estos males existían con anterioridad a la llegada al sur de la Florida, en 1959, de la fauna batistiana con sus esbirros y torturadores. En el artículo «Muros de concreto y segregación» (Rebelión 31-10-2008, Areito, Radio Miami), describo como se manipuló el trazado de las autopistas para destruir, en 1956, el Overtown, barrio negro vibrante de Miami, con su famoso Teatro Lírico y sus centros nocturnos de recreación a donde acudían los turistas para asistir a espectáculos con artistas de fama internacional como Josephine Baker y Nat King Cole. A la destrucción sistemática del patrimonio cultural afro-norteamericano, por motivaciones racistas, se sumó la voracidad de los especuladores de la construcción, inmobiliarias, y contratistas en contubernio con políticos corruptos. Desapareció así -y continúa desapareciendo- todo un legado histórico y artístico, incluyendo las muestras más representativas de la arquitectura. Sólo se han salvado (hasta ahora) algunos deteriorados edificios Art-Deco en Miami Beach.
Pero la llegada de los cubanos y su utilización por el gobierno de Estados Unidos, principalmente a través de la CIA, para destruir a la revolución cubana, generó una etapa de extremismo irracional que dura hasta nuestros días. Parte de la violencia se ejerció contra medios de información y, en particular, contra todo intento de propiciar intercambios culturales con Cuba. Recordemos, limitándonos solamente a la esfera de la cultura, la docena de bombas que, en distintas fechas de la década de los ochentas, se hicieron estallar en los locales de la revista Réplica y determinaron el cese de su circulación. Y otro ejemplo: en la noche del 22 de abril de 1988 un grupo de fanáticos se congregó frente al «Cuban Museum of Art and Culture» (obligado a cerrar poco tiempo después) con el fin de protestar por la apertura de una exposición de pintores cubanos, como Mariano Rodríguez, Raúl Martínez, Carmelo González y otros, en su mayoría residentes en la Isla. Mientras los ánimos se caldeaban, uno de sus integrantes penetró en el edificio del museo y adquirió en subasta, por la cantidad de quinientos dólares, «El Pavo Real» de Manuel Mendive. Minutos más tarde, rodeado de la turba vociferante, prendió fuego a la obra de arte. Frente al museo, en junio de 1990, los terroristas de Miami hicieron estallar una poderosa bomba. Mendive, el mejor de los pintores de estilo afro-cubano, tuvo que esperar más de una década para que sus obras fuesen exhibidas de nuevo -y no sin fuerte resistencia- en una galería de Coral Gables.
¿Qué es lo que genera la barbarie en el ghetto cultural de Miami? -El miedo, sin duda. El mismo autor de la quema del cuadro de Mendive declaró posteriormente en una entrevista: «Hace once años quemé esa pintura porque observé la penetración ideológica de la Cuba comunista que comenzaba a tener lugar en la comunidad de exiliados cubanos». Es decir, la violencia surge por miedo a las ideas del adversario y porque, en el fondo, se desconfía de las propias. Como, desde hace algunos años, y sobre todo después del 9/11, el FBI dejó de hacerse de la vista gorda (hasta cierto punto) frente a los actos terroristas en Miami, la violencia cambió de forma y fueron sustituidos los atentados con explosivos y armas de fuego contra las personas, por acciones no comprometedoras como la destrucción de los discos compactos de un artista como Juanes, lo cual, según comentó el New York Times, es algo que sólo podía suceder en Miami.
En todo esto hay también mucho de hipocresía y doble moral. Conozco a cubanos adinerados de Miami que, conocedores de la extraordinaria calidad del arte en Cuba, compran muy discretamente cuantas obras pueden de los mejores exponentes de la joven pintura cubana. Algunos (es un secreto a voces) se atreven incluso a viajar a la Isla para conocer personalmente a los artistas y realizar allí sus compras sin intermediarios. Saben que están realizando una buena inversión. Otros, y no pocos, tienen en las caseteras de sus autos los CDs de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Omara Portuondo, Compay Segundo, los Van Van, y de otras figuras y conjuntos emblemáticos. Los más cultos, disfrutan de la guitarra de Leo Brower, del piano de José María Vitier, de la Camerata Romeu y de las grabaciones de los excelentes conciertos que se ofrecen en el convento de San Francisco.
El megaconcierto, con su más de un millón de jóvenes participantes, es ante todo, un triunfo de la juventud cubana que mostró al mundo su alegría, su cultura y su deseo de progreso pero dentro de los cauces revolucionarios; es, por el contrario, una verdadera catástrofe para la ultraderecha del exilio, sumida en una completa bancarrota moral. No han transcurrido 48 horas de la clausura del concierto y ya se observa una tendencia en Miami a tomar distancia del sector más violento y provocador. Los discos de Juanes y de sus compañeros se venderán ahora por millones gracias a la propaganda gratis que el exilio obcecado les proporcionó.
Pero Juanes triunfó porque utilizó el poder mágico del arte al servicio de un noble fin. Aunque la palabra pierda su oficio, la música tendrá siempre oídos receptivos. «Cuando mueren las palabras surge la música» escribió un poeta. Cuando esta surge, por tanto, no hay mejor actitud que callar y disfrutar de ella siempre que estemos en paz con nosotros mismos.
El Concierto por la Paz no pondrá fin al brutal bloqueo de casi cincuenta años contra Cuba, tampoco pondrá en libertad a los cinco cubanos -héroes de la lucha antiterrorista- prisioneros en las cárceles norteamericanas, pero ha creado lo que era de esperar que creara, una atmósfera nueva que facilita el diálogo, mayores intercambios y, tal vez, sólo tal vez, algún entendimiento. «No hay caminos para la paz -decía Ghandi- la paz es el camino».