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Hacia una ética del cuidado sin heroínas

Fuentes: Ctxt

La precariedad de las condiciones laborales, la falta de reconocimiento y las políticas públicas insuficientes configuran un escenario en el que el bienestar de las trabajadoras del sector social se ve comprometido.

“Y a ti, ¿quién te cuida?”. Esta pregunta, lanzada al aire durante una supervisión de trabajo, quedó sin contestar, mientras nos mirábamos unas a otras. En este trabajo, el desgaste es tan cotidiano que ni siquiera sorprende. Sostener sin ser sostenidas se ha convertido en la norma. En el sector social hay mujeres agotadas, vacías, a punto de romperse en nombre de una vocación que ha sido utilizada como excusa para precarizarlo todo. Esta pregunta no es retórica, es urgente. 

La precariedad de las condiciones laborales, la falta de reconocimiento y las políticas públicas insuficientes configuran un escenario en el que el bienestar de las trabajadoras se ve comprometido, haciendo insostenible la ética del cuidado.

El trabajo que ni se ve ni se paga

Resulta paradójico que quienes sostienen los cuidados ajenos rara vez encuentren sostén para sí mismas. Según datos de la Plataforma del Tercer Sector (2024), en España el 79,3% de las personas que trabajan en intervención social son mujeres, muchas de ellas en puestos donde las exigencias emocionales y burocráticas superan con creces lo que cualquier contrato laboral contempla y que conforman un tejido profesional que no solo ofrece atención y acompañamiento, sino que sostiene estructuras frágiles.

No se trata solo de una mayoría numérica. Las condiciones laborales de las profesionales del sector social reflejan un patrón estructural de feminización de la precariedad. Jornadas extendidas, sueldos bajos, cargas emocionales inasumibles y condiciones laborales marcadas por la temporalidad, falta de reconocimiento, salarios injustos y una alta carga emocional. Trabajar en el ámbito de la intervención social (ya sea con víctimas de violencia de género, infancia tutelada, personas sin hogar o exclusión) implica sostener la vida ajena en sus momentos más frágiles, precisando para ello un alto grado de especialización y profunda empatía. Sin embargo, este trabajo sigue considerándose menor, secundario, casi artesanal. La justificación más habitual para esta desvalorización es la “vocación”, palabra que termina funcionando como coartada para la sobreexplotación emocional de las profesionales.

Las leyes se actualizan, los recursos se multiplican, pero la sensación de estancamiento se mantiene. Las profesionales que acompañamos e intervenimos en procesos de malestar psicosocial sabemos que el trabajo empieza mucho antes de la intervención formal y continúa mucho después de apagar el ordenador. Gestionamos crisis, alojamientos de emergencia, separaciones traumáticas, infancias heridas, violencia institucional; y lo hacemos, a menudo, desde una entrega que se espera silenciosa, natural y sin protesta.

El desplazamiento sutil de profesionales competentes a heroínas invisibles del sistema es uno de los grandes pilares de la violencia estructural dentro del sector. La romantización de la empatía, de la vocación, del sentido de responsabilidad, nos ha hecho cómplices involuntarias de un sistema que nos exprime mientras habla de cuidados. El mandato ético de cuidar se entrelaza con expectativas morales que perpetúan la idea de sacrificio como virtud. Así, lo vocacional se convierte en sacrificial. La figura de “cuidadora nata”, heredera directa de los mandatos patriarcales, sigue viva e instaurada en las estructuras de las políticas públicas.

Burnout femenino: el coste de acompañar sin medida

En intervención social trabajamos los festivos, madrugadas, fines de semana y puentes, sin que nadie lo nombre como un exceso. Las emergencias no entienden de horarios, y acompañar ingresos a las tres de la mañana y gestionar urgencias en días no laborables se convierte en rutina. Cansarnos y que se nos note parece un lujo que no podemos permitirnos.

En el sector social, el agotamiento no es un fallo: es una consecuencia. Una consecuencia de cuidar sin medios, de contener sin sostén, de dar más de lo que cualquier cuerpo puede soportar. Cuando se da en sectores feminizados, con trabajos centrados en el cuidado y en la empatía, es también un síntoma de algo más profundo: un burnout femenino. Un desgaste que atraviesa no solo lo laboral, sino lo político, lo emocional y lo corporal. Un agotamiento acumulado por sustentar sin red, por formar parte de equipos sin tiempo para respirar ni estructuras para cuidarse entre sí. Es el resultado de un sistema que explota la emocionalidad de las mujeres como si fuera un recurso infinito. El burnout no es una patología individual: es la expresión de una estructura que asume que el cuidado es una obligación femenina.

Las instituciones nos piden que contengamos traumas enormes con herramientas mínimas. Las estructuras están tan precarizadas como muchas de las personas a las que acompañamos. Las horas extras no computan, las emociones no se descargan, los conflictos se callan o no se escuchan. No hay protocolos de autocuidado reales, ni espacios para la supervisión emocional que no estén vacíos de contenido. El sistema asume que siempre estaremos disponibles, dispuestas y enteras. Pero lo que no dice es que cuidar, sin respaldo ni condiciones laborales y salariales dignas, acaba convirtiéndose en una forma de violencia.

La falta de reconocimiento alcanza su punto más extremo en los procesos de licitación de servicios públicos: se valora más el presupuesto bajo que la calidad profesional. Las consecuencias son directas: salarios reducidos, contratos temporales, alta rotación y agotamiento generalizado. Las profesionales acaban siendo la cara visible de una atención deficitaria que no depende de ellas, pero que sí las desgasta y, por si fuera poco, dando por sentado que aceptarán estas condiciones porque “están acostumbradas a cuidar”. Esto muestra una faceta más de la feminización de la pobreza: se da por hecho que las profesionales que trabajan en este ámbito recibirán una parte de su retribución en forma de salario afectivo y que, ya que estamos educadas para el cuidado, esto se asume de forma natural como si fuera una cláusula contractual más.

Todo esto resulta irrisorio y sumamente denigrante para las profesionales del sector social. La bajada económica repercute directamente en nuestros salarios (un 40% por debajo que la misma categoría profesional en la Administración Pública) y en la capacidad económica para gestionar el propio servicio, afectando a la calidad de vida de las usuarias que se acogen a él. El resultado es un mercado laboral empobrecido, donde las profesionales encadenan contratos precarios (el 48% a tiempo parcial) para atender a personas en situaciones de extrema vulnerabilidad. Y así se sostiene la intervención social: con cuerpos exhaustos, vínculos empresariales inestables, responsabilidad adquirida y no pagada y mucho, muchísimo silencio. Pero este silencio tiene género. Lo tiene cuando las bajas por salud mental aumentan entre las profesionales del sector social, lo tiene cuando los discursos institucionales ensalzan el papel de las trabajadoras mientras recortan recursos, sueldos o personal.

Una ética del cuidado sin mártires

Nos han enseñado a salvar, a llegar siempre a tiempo a los demás, a poner el cuerpo, a no decir que no, a ser imprescindibles, aunque, luego, no lo seamos. La narrativa de la salvadora, aunque a veces se vista de empoderamiento, refuerza la lógica del sacrificio. Nos convierte en mártires de un sistema que se sostiene gracias a la precarización emocional y material de sus trabajadoras. No hay ética en una práctica profesional que pide que te inmoles por tu trabajo, por muy noble que sea el objetivo.

Nosotras estamos cansadas de contener, de acompañar procesos infinitos, muchas veces sin final feliz. Frente a esa imagen de heroína agotada, hace falta una ética del cuidado distinta. La ética del cuidado (bandera del feminismo) debe interpelarnos también hacia dentro. No podemos hablar de cuidados sin revisar cómo cuidamos (o no) dentro de los equipos de trabajo, dentro de las estructuras laborales, entre compañeras. La ética del cuidado no puede soportarse sobre la entrega incondicional de mujeres consumidas que viven sus límites como fracasos individuales. Necesitamos una ética que no se base en la abnegación, sino en la reciprocidad. Lo que yo te doy como profesional, tú me lo tienes que devolver como entidad adjudicataria y como Administración Pública. Yo pongo mi cuerpo, mi saber estar, mi diplomacia, mis conocimientos, mi buen hacer, en cumplir objetivos y solventar los conflictos, pero tú me lo tienes que devolver en cuidados, espacios, honestidad, información veraz y dinero, para poder tener una vida digna.

Las trabajadoras del sector social no somos heroínas, no queremos ni debemos serlo. Necesitamos condiciones dignas, salarios justos, categorías razonables, reconocimiento y redes de apoyo reales. Necesitamos tiempo para pensar, espacios seguros para compartir, herramientas colectivas para sostenernos. Necesitamos una ética del cuidado que no se base en el sacrificio ni en la invisibilización de nuestras propias necesidades.

Algunas experiencias están emergiendo. Equipos que incorporan supervisiones clínicas reales, espacios quincenales de escucha entre compañeras, descansos programados tras crisis intensas, jornadas internas sobre salud mental, coordinadoras que abren espacios para llorar, dudar y parar. Pequeños gestos que empiezan a romper la lógica del sacrificio común, pero que siguen estando en manos de las propias trabajadoras y no son prácticas del sistema.

Cuidado con derechos

El sector social debería abordarse siempre desde una posición desideologizada y despolitizada. El modo de actuar no debe depender de la mirada de quien pone en marcha los programas de actuación ni del gobierno de turno que lidere. Hay que hacer políticas de Estado y no políticas gubernamentales.

Frente al imperativo del cuidado como extensión de una feminidad virtuosa, los feminismos comunitarios y decoloniales han reivindicado el cuidado como una práctica política de sostenimiento mutuo. Cuidar es crear vínculos horizontales, sin perderse, poniendo límites como forma de amor propio y colectivo.

No podemos permitir que el discurso del cuidado nos caiga encima y se convierta en un nuevo lugar para exigirnos más. Si algo hemos aprendido las trabajadoras del sector social es que nadie puede sostener a otra si no tiene dónde apoyarse. Frente a la desvalorización institucional y la precariedad, emerge la necesidad de reconstruir una identidad femenina alejada del sacrificio.

Reivindicar el cuidado colectivo es una forma de resistencia, pero también de supervivencia. Porque si el cuidado es el centro, ahí deben estar también quienes lo ejercen. No hay transformación posible si nos dejamos a nosotras mismas fuera del marco de los derechos que promovemos. Y algo debe quedarnos claro: el compromiso no es incompatible con la autoconservación.

Sol Hurtado es educadora social, experta en género y violencias machistas, ámbito en el que trabaja desde el 2011. Es autora de Sin hacer ruido (M de Mujer, 2024).

Fuente: https://ctxt.es/es/20250501/Firmas/49294/sol-hurtado-trabajadoras-del-sector-social-feminizado-burnout-educadoras-politicas-publicas-cuidados-personas-urgencias.htm