Tensa calma en el Líbano tras los incidentes armados que siguieron al asesinato del jefe de los espías y que han dejado 12 muertos. El general Wissam al Hasan, que volvió al Líbano la noche antes de su muerte, ni siquiera había informado a su jefe de su regreso. Los suníes del Líbano, huérfanos de […]
Tensa calma en el Líbano tras los incidentes armados que siguieron al asesinato del jefe de los espías y que han dejado 12 muertos.
El general Wissam al Hasan, que volvió al Líbano la noche antes de su muerte, ni siquiera había informado a su jefe de su regreso.
Los suníes del Líbano, huérfanos de liderazgo político, afirman estar dispuestos a «defenderse» desafiando las órdenes de los partidos que llaman a la calma.
Un majestuoso león disecado, erguido sobre un montículo artificial de piedra y matorral, muestra sus fauces en la misma entrada del palacete donde reside la familia de Wissan al Hassan en la pequeña localidad de Bturatish, a pocos kilómetros de la norteña Trípoli. Cada persona que acude a presentar sus condolencias no puede evitar toparse con el león (assad, en árabe) antes incluso de comenzar a reconocer a los familiares del general asesinado, que aguardan pacientes la solidaridad de sus vecinos.
Su padre, ya anciano, se levanta como un resorte para estrechar la mano y dejarse consolar antes de volver a desplomarse en un lujoso sillón con expresión ausente. La larga cola de uniformes relucientes, algunos salpicados por medallas, avecina una larga tarde en la ciudad natal del jefe de los espías libaneses, muerto en el atentado que el pasado viernes hacía estallar por los aires la relativa estabilidad del Líbano.
«Estamos muy tristes, pero también muy enfadados. Queremos venganza, queremos vengarnos legalmente mediante el Tribunal Internacional para el Líbano. No han matado a un hombre normal, han matado al Líbano y han asesinado la paz», lamenta Sami al Hassan, abogado de 40 años y primo del fallecido, elevando la voz para imponerse al salat al yanasa, rezo fúnebre, que resuena desde la mezquita de Bturatish. En el trecho que transcurre entre el templo y la casa, una pancarta reza en negro: «La medalla en el pecho del país». Wissam, en árabe, significa medalla.
Sami recuerda las veces que el alto cargo fue amenazado y cómo, tras la muerte de Rafic Hariri -asesinado en 2005 en un convoy en el que el propio Hasan debería haber viajado– envió a su familia a París. Regresaban a su palacete del norte cada periodo vacacional, pero este verano la diversión duró poco. «El general Jamil Sayyed le dijo ‘sabemos dónde vives, tú y tu familia’ y Wissam decidió enviarles de vuelta a París esa misma noche». Sayyed, uno de los cuatro generales pro-sirios inicialmente acusados del magnicidio de Hariri, es también uno de los implicados en un reciente envío de explosivos desde Damasco hasta Beirut con el supuesto objetivo de retomar los atentados políticos por órdenes de Damasco: una operación abortada por el propio general Hassan semanas antes de su muerte.
En París les sorprendió la noticia del sofisticado atentado que costó la vida a quien era el hombre más precavido del Líbano. «Ya saben cómo son estas cosas: llevan años de preparación. Sólo esperaban el momento adecuado», suspira la cuñada del nuevo mártir, Amal al Hassan. «Tenía mucha información valiosa y por eso fue asesinado. ¿Por quién? Suponemos que por Siria y por la gente que trabaja con ellos, por sus socios en el Líbano».
Como parte de la sociedad libanesa, la familia Hassan señala a Hizbulá, representante o socio político de la otra mitad del país. Un Líbano se acusa a otro con una mano mientras con la otra tantea en busca de sus armas, y por mucho que el 14 de Marzo insista en presentarse como víctima, los anti-sirios también tienen cómo defenderse. Su arsenal no puede compararse en ningún caso al de la resistencia que, amparada en su supuesta misión de proteger al Líbano de Israel, ya dispone incluso de drones, aviones no tripulados. Pero tras la guerra civil (1975-90) nadie entregó sus armas en el país del Cedro, así que hay que suponer que ambos tienen con qué atacar al contrario.
La tensión sectaria acumulada tras años de tensión regional amenaza con explotar tras la muerte de Wissam al Hasan. La familia descarta que la filtración que permitió su muerte proveniese de su círculo de confianza: sea como fuese, se cree que alguien traicionó, informando de su regreso, al jefe de los espías libaneses. Según la prensa local, Wissam Hassan estaba en Europa (primero Berlín, luego París) y su regreso no estaba previsto hasta el final del Eid al Adha, la fiesta del sacrificio, que comenzará este viernes. No informó de su regreso anticipado, sino que volvió de incógnito (con una identidad falsa) la noche del jueves. Ni siquiera su jefe, el responsable de las ISF (Policía libanesa) Ashraf Rifi, sabía de su viaje.
Eso explicaría la confusión inicial sobre el objetivo del atentado del viernes. Nada más estallar el coche bomba (50 kilos de explosivos), sobre las tres de la tarde hora local, Rifi llamó a Hassan a su móvil para coordinar la investigación: lo encontró apagado pero no le pareció extraño, dado que le hacía fuera del país. Una hora después, una llamada del ex primer ministro y jefe de la oposición, Saad Hariri, le ponía sobre la pista: el hijo del mártir le contó que Wissam al Hassan le había telefoneado esa mañana desde Beirut.
Rifi temió lo peor: envió a un grupo de hombres de confianza de Hassan al lugar del desastre para buscar cualquier pista. Poco antes de las cinco, el equipo volvía con un objeto dañado pero reconocible: era el reloj de pulsera del general. La familia tardó varias horas en ver confirmada la noticia.
«No nos dejaron reconocerle. No quedó nada del cuerpo», se emociona Sami Hassan. Según fuentes de la Seguridad libanesa, el general podría haber sido seguido en Berlín y en París, antes que en el Líbano. Su muerte habría sido obra de un grupo reducido, de cuatro o cinco personas, una de las cuales habría estado en las proximidades del lugar del atentado para activar la bomba al paso del vehículo del jefe de espías: un coche alquilado, sin blindaje, conducido por su guardaespaldas. Cuentan que, en el momento de la explosión, se dirigía a entrevistarse con un diputado del 14 de Marzo, Amar Houri, que había recibido amenazas de muerte mediante un SMS. Otros tres parlamentarios recibieron el mismo mensaje, entre ellos Ahmed Fatfat, quien afirmó que, tras la explosión del viernes, le llegó otro SMS al móvil. «Felicidades, la cuenta atrás ha comenzado. Uno de 10». Según Fatfat, feroz opositor de Damasco, el número desde el que fue enviada la amenaza tenía prefijo sirio.
Wissam al Hassan sólo contaba con sus dotes para el camuflaje para salvaguardar su vida. Los atentados pasados (26 en el Líbano desde 2004) demuestran que el blindaje no tiene por qué proteger del coche bomba: es una cuestión de la cantidad de explosivos empleados. Quizás por eso optaba por utilitarios discretos en lugar de convoys blindados, para pesar de sus familiares.
«Se había confiado», se martiriza su primo en la casa familiar mientras recibe el pésame de vecinos y compañeros del general. «Ahora somos débiles, nuestro hombre fuerte ha caído». Con el plural, Sami probablemente se refiera al conjunto de la población pero, sobre el terreno, una comunidad -la misma a la que pertenecen los Hassan- se siente víctima del atentado.
Los suníes del Líbano, una fuerza social y militar huérfana de líderes desde el magnicidio de Rafic Hariri, consideran la muerte del general un ataque directo contra su secta religiosa. El hecho de que el 14 de Marzo, bloque político creado por los seguidores de Hariri, decidiese enterrarlo junto al fallecido primer ministro en el mausoleo de la Plaza de los Mártires elevó la estatura del hasta entonces poco conocido Wissam al Hasan a mártir. El funeral de Beirut fue una burda maniobra para recuperar el crédito perdido en estos años de pasividad política e incompetencia, pero el resultado fue la constatación de que los políticos han perdido el liderazgo de la comunidad: al término del mismo, centenares de manifestantes intentaron asaltar la vecina sede del Gobierno -onde en esos momentos estaba Najib Miqati, primer ministro del Ejecutivo del 8 de Marzo, asociado a Damasco y compuesto, entre otros, por Hizbulá- haciendo caso omiso de las peticiones de sus líderes que les rogaban mantener el carácter pacífico de las protestas. El mismo día del ataque, las milicias tomaron el control de los barrios suníes imponiendo su ley en escenas que recordaban los capítulos más escalofriantes de la guerra civil.
«Obedecemos órdenes, pero no del 14 de Marzo», explica con actitud arrogante un miliciano -camiseta negra Calvin Klein, vaqueros, chaleco caqui con munición en los bolsillos y fusil de asalto cruzado al pecho- mientras apura un cigarrillo frente a un supermercado del distrito de Qasqas, en el barrio suní de Tareq al Jdideh, escenario recurrente de enfrentamientos sectarios. Acompañado de un correligionario y, como éste último, enmascarado, el joven de 26 años -se identifica como Abu Omar- hace guardia en uno de los accesos de la barriada. «Estamos aquí para defender el barrio», dice moviendo la cabeza hacia la autopista que les separa de Chiyah, el sector chií de Beirut. «Pero no hemos salido por Saad Hariri, sino por nuestro país, por nuestra religión y por nuestro pueblo. Esta vez no obedecemos órdenes políticas sino que nos organizamos por barrios». Le pregunto si ha aparecido algún líder que aglutine a los suníes del Líbano. «Necesitamos a alguien como Rafic Hariri, y sólo hace dos meses apareció una persona: el sheikh Ahmad Assir. Espero que sea él quien le suceda», afirma en referencia al clérigo salafista de Sidón, de discurso extremista e incendiario, radical enemigo de Hizbulá que ha admitido públicamente comulgar con los objetivos -aunque no con las tácticas- de Al Qaeda.
En las carreteras del Beirut suní, los manifestantes queman neumáticos y contenedores ante la mirada del Ejército, fuertemente desplegado en toda la capital libanesa. Es la trampa que se tendió al país en 2008, cuando los enfrentamientos armados entre el 8 y el 14 de Marzo amenazaron con derivar en una guerra civil frenada in extremis por la intervención de Qatar. El Ejército se mantuvo neutral ante el temor de ser arrastrado al conflicto. En esta ocasión amenaza con «actuar con mano de hierro» para preservar la paz civil. Y eso implica impedir que los milicianos de distritos como Tareq al Jdideh, Corniche al Mazra, Cola o Babir se hagan fuertes en el interior de los barrios, cortando con humeantes barricadas improvisadas los accesos e instalando posiciones paramilitares como desde la que, el lunes pasado, se abrió fuego contra el Ejército.
«¡Han matado a uno, han matado a uno!», gritaba un hombre fuera de sí mientras el resto de milicianos se replegaban tras el tiroteo. Unas decenas de metros más allá, el cuerpo del joven -más tarde identificado como el palestino Ahmad Qweider- era transportado por otros dos varones vestidos de negro al hospital Makassed, en el barrio de Qasqas. Los médicos confesaban a Periodismo Humano que su estado era crítico y sus posibilidades de sobrevivir, escasas. El día antes, habían recibido otros seis heridos por disparos.
La ira llevó a escenas de fuerte tensión en el centro médico, donde no tardaron en aparecer sus familiares. Tanto Ahmed como su hermano recibieron disparos en el cuello, según los médicos. El Ejército -autor de los mismos- aseguró que dispararon en respuesta a un tiroteo iniciado por los dos Qweider desde la esquina de Qasqas donde decenas de hombres armados se concentraban minutos antes. Una alfombra de casquillos delataba el fuego desatado desde la misma contra la patrulla militar. Sobre sus cabezas ondeaba una banderola que sonaba a declaración de principios: la mitad era tenía los colores de la bandera revolucionaria siria, la otra mitad era negra y llevaba inscrita la shahada o declaración de fe islámica.
«No tenemos opción, nos han envenenado y nos han metido en esta guerra», explicaba minutos antes del tiroteo un sudoroso y vociferante Abu Baqer, responsable de Mustaqbal -el partido de Hariri- en Tareq al Jdideh, mientras sus hombres mantenían la posición: su objetivo eran las dos tanquetas del Ejército que amenazaban con levantar las barricadas que fortificaban el barrio, a menos de 30 metros. «Nos dijeron que podíamos quemar ruedas y mantener el control hasta las 12 del mediodía, pero han intentado entrar antes. Han roto su compromiso. No queremos estar en contra del Ejército, es el Ejército el que viene contra nosotros y debemos protegernos». Abu Baqer afirmaba no cumplir las órdenes de su facción política, que llamaba a la calma. «Mustaqbal no tiene fuerza alguna. Saad [Hariri] se rindió con su discurso [pidiendo protestas pacíficas] mientras la sangre del mártir Wissam estaba aún caliente. Huyen por el camino del medio. Y no vamos a permitirlo».
Los suníes libaneses, emponzoñados por el sectarismo regional (primero Irak, luego Siria), no sólo buscan líderes: también un enemigo al que enfrentarse y, mientras los chiíes no les den motivos, se entretienen encarándose al Ejército. En la zona más conflictiva del todo el país, los barrios de Bab al Tabbaneh (suní) y Jabal Mohsen (alauí, la secta del dictador sirio Bashar Assad) del feudo suní de Trípoli, el atentado contra el general reactivó de forma automática unos combates que ya adquieren tintes históricos. Al menos once personas murieron en los enfrentamientos, con fusiles de asalto y lanzagranadas, pero el despliegue de las Fuerzas de Seguridad y una tregua permitían mantener el martes cierta calma.
La calle Siria, que divide ambos barrios, estaba completamente desierta salvo por los carros de combate desplegados; las grandes cortinas de plástico se habían vuelto a desplegar en las calles transversales para complicar la labor de los francotiradores de los dos bandos. «Ya nunca las quitamos», decía un joven en una destartalada cafetería del sector suní. «Hoy está más tranquilo porque los muchachos están descansando», explicaba el dueño, «pero esto no es el final». «Antes de mayo de 2008, todos respetábamos a la Resistencia, pero desde entonces todo cambió», dice en referencia a los combates entre el 14 y el 8 de Marzo que se saldaron con casi 70 muertos. «Ahora, este Gobierno está con Siria. Aquí todos estamos con los suníes sirios, todos tenemos algún familiar en Siria, todo el mundo tiene a alguien de luto en su casa».
Desde la revolución iniciada por los sirios, los suníes libaneses han vivido cada episodio de la represión del régimen alauí -una escisión del chiísmo- como una afrenta propia, la connivencia del Ejecutivo de Beirut hacia Damasco como una puñalada y el silencio de sus líderes suníes como una traición. «Este Ejército trabaja para los alauíes», decía otro joven, Hassan Ali, en Bab al Tabbaneh. «Ya no nos representan, ni el Ejército ni Hariri. El compró a sus seguidores con dinero, debería pensar que también le pueden vender por dinero».
A pocos kilómetros del microcosmos regional que suponen los barrios enfrentados, carros de combate y barricadas protegen la residencia del primer ministro Najib Miqati, la primera planta de un lujoso edificio. Frente a la misma se ha erigido un campamento -apenas una decena de tiendas- para pedir la dimisión del jefe del Ejecutivo. Sus pobladores acusan del atentado de Wissam al Hasan a Siria, como la mitad del Líbano. «El mismo que está masacrando a los sirios ha abierto la puerta de la guerra en el Líbano», dice Khaled al Ahmad, un ex combatiente libanés que perdió la pierna derecha combatiendo frente a la ocupación israelí. «Nosotros no buscamos la guerra, son ellos quienes nos atacan».
La sentada ha sido iniciada por algunos líderes considerados radicales del 14 de Marzo así como por grupos religiosos salafistas y por Jamaa al Islamiya, en una confirmación del peso específico que adquieren los religiosos en las actividades políticas de la comunidad suní libanesa. Varios carteles prometen no olvidar la sangre del mártir; una enorme pancarta publicitaria cercana con el rostro de Miqati recuerda al primer ministro que «los buenos» están con él.
El diputado del 14 de Marzo Moein Merhebi, uno de los promotores de la sentada, apuesta por la desobediencia civil contra el Gobierno e incluso por la partición del país. «El Ejército libanés debería defender al país y a su población. No lo hacen, no defienden nuestra soberanía, nos bombardean [desde Siria], nos matan, hay miles de desplazados… ¿Cómo puedo sentirme libanés como ellos, cómo puedo pensar en unidad con los asesinos de Hizbulá?», dice en un contradictorio tono tranquilo, de forma pragmática. «Ellos interfieren en Siria y ayudan a Bashar. Es mejor separarnos, tener dos Líbanos, uno para ellos y otro para nosotros».
Fuente original: http://periodismohumano.com/en-conf…