Umm Said (2003-2004) Um Said («la madre de Said») abría un documental en vídeo, editado en 2004, por el centro de asistencia jurídica al-Haq, de Ramallah, contando cómo, en numerosas ocasiones, se despertaba al soñar que un araña descendía desde el techo de su casa. Unas veces, la araña ascendía por sus piernas, y otras, […]
Umm Said (2003-2004)
Um Said («la madre de Said») abría un documental en vídeo, editado en 2004, por el centro de asistencia jurídica al-Haq, de Ramallah, contando cómo, en numerosas ocasiones, se despertaba al soñar que un araña descendía desde el techo de su casa. Unas veces, la araña ascendía por sus piernas, y otras, incluso, creía enloquecer, pues la araña la visitaba durante el día, aterrorizándola.
La madre de Said vivía en algo parecido a una torre de piedra en la Ciudad Antigua de Hebrón, en el centro de la ciudad. Por una escalera se accede a un primer piso, donde hay algunas habitaciones, y un patio interior que un día fue abierto, pero que en el documental esta cubierto por una valla metálica dispuesta como un toldo. Sobre ella reposan una serie de objetos arrojados por los colonos israelíes, una de cuyas casas toca, muro con muro, aunque superándola un tanto en altura, con la de Umm Said. Desde la azotea de la casa israelí se puede saltar a la de Umm Said, que es también dominada por otra casa israelí o un puesto de observación militar, al otro lado de la estrecha calle.
La tela metálica es, no hay duda, responsable al menos parcialmente de la figura de la araña en el sueño y la vigilia de Um Said. También lo es el hecho de que los colonos acosaban a su familia muchas veces desde arriba, no sólo lanzando objetos sino también bajando ellos mismos. Telas similares se extienden por todo el centro de Hebrón lindante con las casas de los colonos israelíes,y aunque los israelíes han pretendido en ocasiones que su fin era proteger a aquellos, la física lo único que demuestra es que proyectiles de todo tipo (piedras, botellas, latas, basura) circularon y circulan en sentido contrario. Y eso que el agua sucia ignora la barrera y no deja huellas.
Las ventanas de la casa de Um Said que dan a las viviendas de los colonos, es decir, casi todas, han sido cubiertas por estos desde fuera, como las del resto de los palestinos que están en la misma situación, con telas que no permiten que entre la luz del sol. Por supuesto, están enrejadas. Lo habitual es que las ventanas de los palestinos vecinos de los colonos estén cerradas no sólo por antiguos y gruesos barrotes de forja, sino también con otras rejas más finas que no dejan pasar ciertos objetos en ninguna dirección.
Um Said dice que tiene la sensación de vivir en una prisión, pero no lo dice sólo por las rejas de las calles y las casas. En los poco más de tres años transcurridos desde el inicio de la segunda intifada hasta la filmación del documental, Hebrón estuvo 743 días bajo toque de queda. Y eso no es todo. Los colonos, y los soldados que los protegen, le advertían de que tuviera siempre controlados a sus hijos (de dos a diez u once años de edad los cinco que se ven en el documental) si quería mantenerlos con vida.
Um Said estaba muy preocupada por sus hijos: siempre estaban alterados, nerviosos, violentos, jugando con piedras,… Poco después salen las espeluznantes imágenes del pequeñín, llorando, fuera de sí, golpeándose la cabeza con fuerza contra el suelo de piedra de la casa. Poco después Umm Said y él aparecen en la consulta del médico: aquella es una conducta habitual en el niño. El médico lo enviará a un colega especiali1sta en trastornos psicológicos y de la conducta.
Um Said también perdió un hijo. Embarazada de nueves meses, cuando le llegó el momento de parir, llamó una ambulancia. No la dejaron pasar del puesto de control militar. El niño nació en casa, pero muerto.
Said (2008)
El vídeo del que he hablado me lo dió Said en su casa el 23 de diciembre de 2008. Said, que por su edad, 18 años, creo que no aparece en el vídeo, quería que el mundo conociera los padecimientos de su familia y de los palestinos. Iba con una bolsa de plástico llena de copias de la película, que yo sólo pude ver una semana después, ya fuera de Palestina, una vez que Said me había contado la que cronológicamente era la continuación de la historia.
Said, por el contacto directo con él, por su juventud y por su desgarrada emoción, era, por extremadamente odiosa que sea esta comparación, aún mucho más conmovedor que su madre, a quien no vimos en ningún momento de nuestra visita. A pesar de que le hicimos repetir su historia entera para tres televisiones distintas, yo, el intérprete, por hablar él dialecto palestino puro, por su agitación emocional, por la de todos, y por las exigencias técnicas y demandas de los periodistas, puede que entendiera mal alguno de los detalles, importantes pero secundarios.
En la azotea de su casa, con las casas de los colonos unos metros detrás, con amplias vistas sobre el cementerio islámico, y un nivel por encima de una habitación calcinada, con las paredes negras y restos carbonizados en el suelo, Saíd, el primogénito, repetía incansable lo que le reconcomía el corazón:
«Los colonos venían a asustarnos cada dos por tres, insultándonos, amenzándonos, y haciendo todo tipo de cosas malas. Venían, por ejemplo, con perros, para aterrorizar a mis hermanos. Todo porque no queríamos vender nuestra casa. Hasta que un día vinieron y mataron a mis dos hermanitos de 6 y 7 años»
Aunque en principo entendí otra cosa, otro palestino me dijo que los niños murieron en 2004 (semanas antes de Navidad, según Said), lo que sería perfectamente coherente con las edades de varios niños que salen en el vídeo. La causa de la muerte, concluí sin certeza absoluta, fue el incendio de la habitación. Tras la muerte de los niños, Umm Said tuvo que pasar un mes en el hospital. Del padre, que sale en el vídeo siempre silencioso, sólo sé que nos había acogido en el patio de la casa con una sonrisa, invitándonos a subir tras mostrarnos «la piedra» lanzada por los colonos que había perforado la valla metálica del patio en una ocasión: un bloque tallado para construcción, que debia pesar entre 10 y 15 kilos. Si no hubiera aparecido Said, tal vez el padre no nos habría hablado de sus hijos. ¡Siempre la misma dignidad de los palestinos (como la de los iraquíes también sufrientes): sin exhibir sus padecimientos; corteses, afables, y al momento hospitalarios con los extranjeros; sin la menor animadversión hacia estos, a pesar de que son conscientes de que sus gobiernos son cómplices por acción u omisión de lo que les sucede!
Saíd era otra cosa. Había decidido contar su historia a los cuatro vientos, para contribuir a la causa de su gente, y sobre todo para aliviar su dolor. Sólo le quedaba, para no enloquecer, o eso, o tal vez haberse hecho lo que se suele llamar «terrorista suicida». Said estaba tan desentendido de sí mismo, que hubo que preguntarle directamente para que, entre las agresiones sufridas por su familia, mencionara que a él los colonos le estamparon la cabeza contra la puerta y estuvo tres o cuatro horas tirado en el suelo, inconsciente, hasta que lo llevaron al hospital.
Una periodista preguntó a Said si podría perdonar lo que le habían hecho a su familia. La pregunta me pareció extremadamente improcedente, y hasta desagradable e hiriente. Pero lo que ahora importa es que pocas veces he visto tan gráficamente lo que es un nudo en la garganta: era como si a Said se la hubiera agarrado un puño de hierro, formado por las emociones desencadenadas en todos los sentidos. El puño le zarandeó levemente el cuello, haciendole mover casi imperceptiblemente, negando, la cabeza.
No obstante, creo poder afirmar, como lo creía hace 19 años, cuando visité por primera vez Nablus en aquella otra Navidad 1989-90 de la primera intifada, y los palestinos nos enseñaron los álbumes de fotos de sus mártires, y las cicatrices de sus adolescentes, que el común de los palestinos no siente rencor hacia los israelíes. Hay otros sentimientos y otras tareas que los ocupan: un montón de buenos sentimientos, y la tarea de resistir. Said y su padre se niegan y se negarán a marcharse de su casa.
Al marcharnos de la casa de Said, un médico palestino residente en España desde hace decenas de años que ha venido con nosotros me dice que el día anterior había acompañado a otro palestino de la misma condición a buscar en el territorio del Estado de Israel el lugar donde estaba su casa de niño. Durante largo tiempo buscaron y buscaron en una zona bastante reducida, y nada. En un momento dado, el exiliado, vencido, se abrazó a un olivo y se echó a llorar. Su amigo, al verlo, se echó también a llorar. Y yo, al oirlo, estuve a punto de hacer lo mismo.
La tela de la araña1
Hebrón cuenta hoy con 170.000 habitantes, y en su centro, en el corazón de la Ciudad Antigua, en torno a la Mezquita de Abraham y de donde están las tumbas de éste, Isaac y Jacob, residen cerca de medio millar de los más feroces colonizadores israelíes, que continuan la labor de los «pioneros» que se instalaron en 1968, tras la ocupación israelí de Cisjordania en 1967. Estos colonos pertenecen al movimiento Gush Emunim, uno de los varios que han generado una serie de rabinos que han «santificado» la colonización de los lugares bíblicos a cualquier precio, incluido, en algunos casos, el homicidio de los musulmanes, al que algunos de ellos han negado el carácter de «crimen».
La literatura oficial israelí, y la complaciente con ella, difunden la idea de que los sucesivos gobiernos israelíes han temido y temen enfrentarse a estos colonos, tanto por su ferocidad -que les lleva a resistirse a las autoridades-, como por sus argumentos religiosos y su peso electoral. La realidad es, sin embargo, que los colonos son muy útiles al Estado de Israel y a la continuidad de su política colonizadora todoterreno, inasequible a los cambios de gobierno y a los debates políticos, ideológicos, y a veces académico-estratégicos, acerca de lo que se debe colonizar y lo que no.
Supuestamente para «proteger» a estos colonos, el Estado israelí dedica directamente cientos de soldados, e indirectamente miles, y tiene una superficie de decenas de miles de metros cuadrados cerrada, excepto por un par de puestos de control, por los que han de pasar los palestinos que quieran subir siquiera un poco más arriba o más abajo de la calle, para lo que sea. Al hacerlo, han de someterse a los detectores de metales, y eventualmente ser cacheados. Entre quienes han de pasar todos los días en varias ocasiones, se encuentran las niñas de la escuela Córdoba, a las que quisimos visitar en diciembre de 2008, pero que, al sernos vedado el paso, salieron ellas a reunirse con nosotros. Los niños y las mujeres son insultados, y en ocasiones agredidos físicamente por los colonos -hombres, mujeres y niños-, tanto como los hombres. Hay infinidad de testimonios gráficos que demuestran que los soldados, aun estando a un metro de ellos, no los protegen. Un soldado jamás da una orden ni levanta la mano a un colono. Los soldados de servicio en el control de paso el día de nuestra visita «son buenos» -nos dice un palestino. Lo son, claro está, en comparación con «los Golani» (los de la brigada de tal nombre). Estos, voluntarios aguerridos procedentes en su mayor parte de las filas de los propios colonos, insultan y vejan a todo el que pasa, situando, por ejemplo, con toda la intención, los anillos detectores en la parte alta entre las piernas de las mujeres palestinas.
Que la «tolerancia» de los soldados para con los colonos no es una cuestión individual, lo demuestra la actuación de los tribunales ante sus tropelías. Un colono condenado por matar gratuitamente a un palestino recibió no hace mucho una pena de tan sólo 7 años de prisión. Nada que, ver, por supuesto, con el trato que reciben los palestinos, detenidos a veces casi dos año sin acusación ni juicio. Los soldados están junto a los colonos para garantizar su impunidad.
Hay organizaciones que intentan contribuir a la protección de los palestinos. La israelí de derechos humanos Btselem entrega cámaras de vídeo a aquellos para que graben todo lo que sea necesario. Una organización sueca, en una acción más eficaz en términos inmediatos, despliega observadores identificados de azul que, entre otras cosas, intentan asegurarse, acompañándolos, de que todos los niños y maestros puedan llegar cada día a la escuela. Sin embargo, la tela de la araña cada vez deja menos resquicios para que su presa escape: el centro de Hebrón es una ciudad fantasma, cada vez más fantasma. Si algunos residentes palestinos pueden aguantar en sus casas, es en condiciones heróicas, pues además de las restricciones de paso, los comercios de la zona restringida han sido cerrados, y la escuela Córdoba únicamente es utilizada al 25%. No obstante, las restricciones de Israel son mucho más amplias
En la sede de la Asociación de Graduados Universitarios de Hebrón, Jaled al-Qawasmi, ingeniero del Comité para la Rehabilitación de Hebrón, nos hizo una extraordinaria presentación, con todo lujo de planos señalizados, acerca de la situación del conjunto de la ciudad2. Ésta está dividida en dos zonas, H1 y H2. La H2 es la que está siendo «judaizada» según los términos que utilizan los propios israelíes. Mucho más allá del núcleo del centro histórico, Israel veta completamente el acceso de los palestinos a una serie de calles, en particular la principal de la ciudad, la calle Ash-Shuhadá, que divide el centro entre norte y sur. Muchas más calles, una tela de araña, están cerradas a los vehículos palestinos; en otro importante número de ellas, aquellos sólo pueden circular en una dirección. Así, los negocios de todo tipo que no han sido cerrados por la fuerza, han sido económicamente asfixiados. En un vídeo realizado por Betselem3, una colona va señalando las casas que son «todavía» palestinas. Lo hace sin pesar, incluso con satisfacción, sabedora de la potencia que dialécticamente se esconde en el adverbio «todavía» y en la determinación del Estado.
El vídeo de Betselem afirma que «por proteger el modo de vida de unos cientos de colonos, Israel hace la vida de decenas de miles de palestinos intolerable». Aunque creo la apreciación absolutamente bienintencionada, me parece evidentemente errónea: el objetivo de Israel, en Hebrón como en toda Cisjordania, es hacer intolerable la vida de los palestinos. Nada más comenzar el proceso de Oslo, Edward Said, inmediatamente opuesto a su rumbo, recordaba que los israelíes son expertos en el manejo de los mapas, y sobre todo en hacerlos caducar sin cesar, alterando la situación demográfica sobre el terreno. La exposición de Jaled al-Qawasme dejaba bién a la luz el proceso de desgajamiento y expropiación de prácticamente la mitad de Hebrón: la zona H2 (israelí) se lleva todo el este de la ciudad a la altura del centro histórico, y penetra como una punta de lanza por el centro en la mitad oeste. Al este del casco urbano, grandes asentamientos israelíes, el más importante de los cuales es Kiryat Arba, se expanden hacia aquél. Hebrón es sólo el exponente más osado de lo que Israel no ha dejado de hacer en ningún momento -y en particular durante el llamado «proceso de paz»- en toda Cisjordania, empezando por Jerusalén: «judaizar», colonizar, y para ello violar todos los derechos de los palestinos.
Cisjordania y la Autoridad Nacional Palestina
En Ramallah, capital de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), hay dos mundos: el de los barrios elevados, donde hay enormes y modernas viviendas, y entre ellas centros comerciales y supermercados con todos los productos que se pueden encontrar en el llamado «occidente» (marcas y variedad), y el de los barrios bajos y los campamentos de refugiados. No es en los barrios elevados, sino en los bajos, donde el ejército israelí penetra cada dos por tres por las noches, una vez retirada la policía palestina, a llevarse a quien quiere, como hace también en Nablus y en la mayoría de las ciudades palestinas.
En el campo de refugiados de Al-Aamari, visitamos el cubículo de dos niñas de entre 10 y 13 años, cuyo padre está preso en Israel. Un par de colchones, unas tablas de madera a modo de esanterías, y una tele. La madre ha salido, y nos acompaña el hermano del preso. La familia vive de la asistencia y la caridad. La UNRWA, la agencia de la ONU para la asistencia a los refugiados, les da un poco de comida cada tres meses.
Durante la etapa de «apaciguamiento» -y de la tregua firmada con Hamás, entre el 19 de junio y el 19 de diciembre de 2008-, Israel mató a más de 50 palestinos, la mitad en Cisjordania y la otra mitad en Gaza, y detuvo a 1586 palestinos, la inmensa mayoría en Cisjordania, según la Asociación de Solidaridad Internacional para los Derechos Humanos de Nablus (diario Al-Quds, Jerusalén, 22-12-2008). Este es el fruto de la paciencia de Hamás, que no rompió la tregua (lo hizo Israel el 4 de noviembre, al matar a 6 palestinos en Gaza), y del retorno a las negociaciones de la ANP.
Sorprendentes, los representantes de la ANP -algunos de ellos ministros ilegítimos- con los que nos reunimos o nos acompañaron en Belén, Jericó, Hebrón, Nablus, y Ramallah. Prácticamente ninguno mencionó, en sus encendidos alegato, los sufrimientos de sus hermanos de Gaza, ni se solidarizó con ellos, hasta que comenzó su bombardeó masivo el día 27. La noche de ese día, en Belén, lo que parecía preocupar a uno de ellos era que los bombardeos favorecieran al «terrorismo de Hamás». La inmensa mayoría de los dirigentes de la ANP tampoco citó como derecho inalienable de los palestinos, aunque alguno menor lo hiciera, el derecho al retorno de los refugiados. El alcalde o el gobernador de Belén, no lo recuerdo, estaba, sin embargo, muy orgulloso de haber alcanzado el millón de turistas en la ciudad en el año 2007.
En Belén hay también muchas tiendas de moda y similares, y hamburgueserías y pizzerías con música «occidental» a todo trapo. Sin duda, en Cisjordania hay algunos palestinos muy prósperos. En Jericó nos llevaron a comer a un complejo turístico, junto al que pasa un moderno teleférico, y en el que se venden todo camisetas con lemas como I love Palestine, I love Israel, y pines y souvenirs con la bandera de Israel. En la ladera del Monte de las Tentaciones, donde el diablo ofreció a Jesucristo todo tipo de bienes materiales si se postraba ante él, también están construyendo un complejo turístico.
Gaza
¿Y Gaza? Gaza es el gran grano en el culo de Israel. No tiene riquezas, sus virtudes geoestratégicas son perfectamente suplidas con el territorio que Israel posee en el norte y en el sur, y, sobre todo, rebosa de palestinos. Paradójicamente, Gaza satisface el objetivo adaptado temporal del sionismo: «El máximo de árabes, en el mínimo de tierra» (antes era «el máximo de tierras, el mínimo de árabes»; la limpieza étnica se hace más gradual). Sin embargo, a los habitantes de Gaza (la mitad de ellos refugiados) no les queda por perder más que la vida -que no la salud- y la dignidad. Mientras Israel no reconozca sus derechos nacionales, no existe ningún futuro de vida decente para ellos, ni siquiera a través de la emigración.
El común de los habitantes de Cisjordania tampoco han perdido la dignidad, pero sí lo han hecho, hace mucho, los principales dirigentes de la ANP y sus fuerzas de seguridad: se dedican a reprimir a los palestinos, a dejar el camino expedito a las tropas isarelíes, y a intentar negociar no se sabe qué mientras Israel mata a sus hermanos, a los que en Gaza responsabiliza (a Hamás) de ser asesinados. El gobernador civil de Hebrón decía que Israel humilla a las fuerzas de seguridad de la ANP ante su pueblo. No se diría que los dirigentes militares de la ANP se sientan humillados. Al contrario, en todas las ciudades, y en particular en Hebrón, se pavoneaban muy satisfechos de su situación. Yo no les pediría que combatieran como tales a los soldados israelíes, sino simplemente que, ya que no pueden hacerlo, se autodisuelvan.
Un palestino con nacionalidad israelí me decía: «Es una comedia: están todos -tanto la llamada comunidad internacional como la ANP- con Israel».