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Hezbolá, aparta de mí este amargo cáliz

Fuentes: Insurgente

  Pésele a quien le pese, el prestigio del Partido de Dios, el chiita Hezbolá, crece en espiral airosa al extremo de que muchos, en el mundo árabe y allende las fronteras de este, lo consideran ya líder de la resistencia anti israelí. Y no es para menos. ¿Qué otro grupo de luchadores ha logrado […]

 

Pésele a quien le pese, el prestigio del Partido de Dios, el chiita Hezbolá, crece en espiral airosa al extremo de que muchos, en el mundo árabe y allende las fronteras de este, lo consideran ya líder de la resistencia anti israelí. Y no es para menos. ¿Qué otro grupo de luchadores ha logrado que los sionistas doblen la cerviz más de una vez?

Porque, para más de uno, los halcones han inclinado la frente con el reciente cambio de cinco prisioneros -cuatro libaneses y uno palestino- y 200 féretros por los cadáveres de los soldados Eldad Regev y Ehud Goldwasser, aprehendidos por un comando de Hezbolá el 12 de julio de 2006, en una operación desplegada en suelo hebreo y en la que murieron ocho militares. Recordemos que, de acuerdo con el jeque Hasan Nasrala, líder de la formación nacionalista, el objetivo era intercambiar a los secuestrados por presos árabes, en especial Samir Kuntar, un miembro del palestino Frente Popular de Liberación que, en 1979, ejecutó en Nahariya, norte de Israel, una acción armada en la cual, se afirma, perdieron la vida un policía, un civil y la hija del último.

Luego de tres décadas en cautiverio, Kuntar, quien siempre ha negado haber matado a la pequeña, se ha convertido en un icono de la lucha contra la ocupación; de ahí la importancia simbólica de su liberación. De ahí y del hecho de que se le permitiera abandonar el encierro a pesar de que el gabinete de Tel Aviv lo presenta como el terrorista por antonomasia.

Y, a la postre, el fin proclamado por Nasrala se cumplió en toda la línea. Tel Aviv se avinó al intercambio, después de un «vía crucis» que supuso, primero, una negación al pedido chiita, luego una ofensiva bélica diseñada en teoría para terminar con el Partido de Dios, y que en la práctica cosechó el triste «triunfo» de mil 200 libaneses muertos, la mayoría civiles, y la destrucción de buena porción de la infraestructura del País de los Cedros. Obviamente, Hezbolá no solo no quedó debilitada, sino que emergió reforzada del embate: sus cohetes Katiuska y sus tácticas causaron entre los oponentes 160 bajas, y su desempeño obligó a Israel a retirarse del sur libanés, no sin antes sembrar la zona de bombas de racimo, prohibidas por la legislación internacional.

Si bien esa guerra insufló prestigio entre los árabes a la organización chiita, fue considerada por la población judía un rotundo fracaso. Y la sensación de humillación que emanó (emana) de la invasión frustrada se ha agudizado tanto con el toma y daca de prisioneros de principios de junio pasado, que, en opinión de analistas como Mónica G. Prieto, del diario español El Mundo , han rodado por tierra tres enraizados mitos: que Israel no negocia con «terroristas», que no entrega vivos por muertos y que no canjea presos con delitos de sangre.

¿Fin de la autoestima sionista? Quizás paulatina degradación de esta, pues ha habido otras negociaciones israelo-libanesas del mismo cariz. De cuerdo con un recuento de Hebdo Magazine , citado por la señora Prieto, «en 1979, seis soldados isralíes fueron intercambiados por 98 combatientes y cuatro mil 700 presos. En 1985, tres soldados fueron liberados a cambio de mil 150 combatientes, muchos de los cuales, como el jeque Ahmed Yasin, de Hamas, serían líderes de las intifadas palestinas. En 1996, dos cadáveres israelíes fueron canjeados por los restos de 123 árabes. En 1999, cinco libaneses fueron liberados por Israel a cambio de información sobre la suerte del aviador israelí Ron Arad, y en 2004 fueron intercambiados 436 presos por Elhanan Tenenbaum y los cuerpos de tres judíos capturados en 2002 por Hezbolá».

 

La honrilla a buen recaudo

Claro, iluso sería pensar que todo discurrió sobre aceitado camino. En otra maniobra típica, Tel Aviv suspendió durante varias horas la liberación de los presos, supuestamente hasta que se confirmara el resultado de las pruebas de ADN que demostraran la verdadera identidad de los dos cadáveres entregados por Hezbolá.

En el criterio de diversos observadores, sucedió que el sector local más derechista, apoyado por sus patrocinadores en los EE.UU., intentaba que el régimen no cumpliera su parte del acuerdo, alegando que Israel es un Estado de derecho y no tiene por qué ceder ante terroristas. Mas, al parecer, el sentido común de los militares, azuzado por la experiencia de la «humillante derrota sufrida en 2006», bastó para que se truncara un paso tan arriesgado. Ante las críticas de los medios y de figuras políticas de peso, el jefe del Estado Mayor, el general Gaby Ashkenazy, justificó el trueque de manera lapidaria: «Soy el comandante de todos los militares israelíes, muertos o vivos, y mi deber es traerlos a casa».

Entonces, con la certeza de lo inevitable, las diatribas se ensañaron en la «inhumana» actuación de Hezbolá, «por no confirmar la muerte de los dos soldados hasta el último momento», no obstante el hecho de que el movimiento popular reveló hace meses que estos perecieron al ser capturados, cuando sus camaradas trataban de recobrarlos.

Esos truenos contra una pretendida inhumanidad han sido rebatidos tácitamente por articulistas como Alberto Cruz, en la digital Rebelión . Para el colega, el que este movimiento político-militar no haya cedido nunca a las pretensiones sobre pruebas de vida de los soldados que ha mantenido en su poder le ha «proporcionado una apreciable ventaja a la hora de negociar, puesto que el adversario nunca ha sabido a ciencia a qué se ha tenido que enfrentar».

Y la importancia de esa estrategia reluce en unas palabras del secretario general del grupo chiita, Hasan Nasrala: «Una de las lecciones valiosas que aprendimos de los intercambios anteriores es que los medios complican la operación y crean circunstancias y condiciones previas (…) porque el enemigo emprende siempre una guerra de credibilidad y no credibilidad en un intento de provocar fracturas en las posiciones (de Hezbolá) y esa es una política que practicó en muchas partes del mundo»

A todas luces, la intransigente posición ha dado el más jugoso, apetecible fruto: un intercambio de prisioneros que quiebra más que proclamados principios sionistas y que, como valores agregados, porta el que coincidiera con la formación de un gobierno de unidad nacional, en el Líbano, y el que en el recibimiento de los liberados de las cárceles israelíes hayan participado el presidente del país, Michel Suleiman; el primer ministro, Fouad Siniora, y representantes de casi todas las formaciones políticas, entre ellas las prooccidentales.

Esto, tras una campaña de desprestigio contra Hezbolá impulsada por la administración gringa y la monarquía saudita desde el mismo momento en que concluyó la guerra del verano de 2006 con Israel, y provista del superobjetivo de desarmar la resistencia nacionalista. Campaña que claudicó, en destacado lugar, a causa de la desobediencia civil al gabinete de Siniora realizada por el grupo y las fuerzas patrióticas que lo apoyan (cristianos maronitas, izquierdistas y laicos).

No olvidemos que, con la renuncia de los cinco ministros de Hezbolá, a la que se añadió la de un cristiano maronita, el Gobierno debía haber dimitido, a tenor de la Constitución libanesa, que estipula la presencia de todos los sectores en cualquier decisión; sin embargo, el gabinete «se enrocó», contando con el espaldarazo estadounidense-saudita, como vía expedita de coartar una posible cadena de intentos de liberación árabe de los regímenes corruptos: el llamado efecto Hezbolá.

Después vendría la decisión de clausurar la red de comunicaciones de la resistencia, clave en la derrota sionista, y, sobre todo, la de destituir al responsable de seguridad del aeropuerto internacional de Beirut, maniobras denunciadas por el líder chiita, Hasan Nasrala, como franca declaración de guerra, en virtud de que constituían intentos de debilitar la capacidad militar y política de Hezbolá, y de que la terminal aérea acabara trasmutándose en «una base de la CIA, el FBI o del Mossad».

¿Consecuencias? Una, la toma de la capital, desde el 7 hasta el 11 de mayo, por una organización nacionalista que, desmintiendo a quienes la acusan de inflexible, se gastó la serenidad suficiente para no hacerse de la sede del Gobierno ni de las residencias de los principales dirigentes prooccidentales. Ni el Ejército ni los enfrentamientos sectarios son nuestros fines, parecían espetar al rostro de los escépticos y malintencionados los hombres de negro que ejecutaron la mayúscula operación, hombres cuyo Partido -el Partido de Dios- ha derrochado sabiduría política en el nuevo Gobierno, de unidad nacional, mediante actos como la cesión de carteras ministeriales a sus aliados más pequeños… Y cuyo evidente prestigio resulta un trago amargo para más de uno. ¿Habrá que especificar quiénes?