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Homenaje a ICV

Fuentes: Blog personal

No por esperada la noticia, al anunciarse oficialmente, ha dejado de suscitar conmoción. El anuncio de la disolución de ICV ha provocado una cascada de reacciones, mezcla de orgullo militante y amargura, de hombres y mujeres cuya compromiso político -e incluso cuya trayectoria vital- se confunde con esas siglas. No han faltado tampoco algunos comentarios […]

No por esperada la noticia, al anunciarse oficialmente, ha dejado de suscitar conmoción. El anuncio de la disolución de ICV ha provocado una cascada de reacciones, mezcla de orgullo militante y amargura, de hombres y mujeres cuya compromiso político -e incluso cuya trayectoria vital- se confunde con esas siglas. No han faltado tampoco algunos comentarios obscenos por parte de quienes creen poder regocijarse de la desaparición de una organización vinculada al movimiento obrero y caracterizada por su oposición inconciliable a la derecha nacionalista. Es muy pronto para escribir la historia de ICV. Hará falta cierto tiempo, tomar distancia. Los sentimientos está aún a flor de piel. Esa tarea corresponderá a voces más autorizadas, y no a quienes, simplemente, hemos acompañado durante un tramo la singladura de este partido.

Pero la experiencia, la aportación y el destino de ICV conciernen a toda la izquierda. Tanto a quienes se formaron en sus tradiciones como a quienes procedemos de otras culturas socialistas. Los partidos nacen, viven y mueren. Los clásicos del marxismo dirían incluso que treinta años suponen un período más que suficiente para que un partido despliegue sus potencialidades. Pero, a pesar de no constituir un fin en sí mismo, un partido no es una herramienta cualquiera. Se requieren ingentes dosis de sacrificio y abnegación para levantarlo. Es el caso de una formación que entroncaba con la continuidad del PSUC. Es necesaria la forja de grandes acontecimientos, de combates sociales y políticos, para seleccionar y templar dirigentes. Hace falta mucha dedicación para formar cuadros con autoridad moral en el sindicato, en el barrio, entre los compañeros de estudio… (Hablo con conocimiento de causa: no surgen por generación espontánea parlamentarios del nivel de Hortensia Grau, Marc Vidal, Joan Coscubiela o Marta Ribas, ni organizadoras como Marta Otero o Dolors Estela, junto a quienes tanto aprendimos diputados independientes como Gemma Lienas o yo mismo en la intensa trayectoria de CSQP. Ni dirigentes tan íntegros como Laia Ortiz, Joan Herrera o Dolors Camats, por mencionar sólo algunos de la última hornada). No. Nada de eso se improvisa, ni hay atajos para lograrlo. He aquí una preciosa enseñanza que las nuevas generaciones militantes, surgidas al calor de los movimientos sociales, deberían valorar y hacer suya.

La clase obrera son las organizaciones que la constituyen como tal, elevándola por encima de la condición a que la somete el capitalismo: son los sindicatos, son los partidos que pone en pie a lo largo de su lucha por la emancipación, con los que se proyecta en la sociedad y sus instituciones. La clase obrera y su entorno representan un terreno muy amplio, capaz de generar distintas estrategias, diversas tradiciones. ICV ha encarnado una de las más relevantes en la historia de Catalunya y entre las izquierdas europeas de matriz comunista. Si hubiese que destacar un rasgo, una virtud política que ha identificado a esta corriente esa sería sin duda su capacidad para leer los cambios de época: aquella conjunción de factores que determinan la vida política durante toda una etapa, y que requieren definir toda una estrategia y organizarse en consecuencia. Esa es otra enseñanza que debería rescatar la «nueva política», tan dada al regate corto y la intuición del momento: el horizonte estratégico debe latir en el corazón de la táctica, de las decisiones más inmediatas.

En su día, el PSUC supo vislumbrar las grandes batallas en que se dirimiría la caída del franquismo -desde la lucha por dislocar el sindicato vertical y permitir la eclosión del movimiento obrero hasta la unidad de acción democrática de la Assemblea de Catalunya, o la escuela de ciudadanía de los movimientos vecinales. No menos decisiva fue la defensa de un catalanismo popular, como proyecto de convivencia y progreso. No sin dolor ni desgarros, supo ver esa tradición que una izquierda moderna debía hacer crítica y balance del estalinismo y de la deriva autoritaria de los regímenes del Este que, con el muro de Berlín, se hundieron en el descrédito. La integración del feminismo y de la ecología política completaron una visión coherente, acorde con los desafíos de la globalización neoliberal, del ideal socialista por el que se combatía. Entrado el nuevo siglo, la experiencia de los gobiernos tripartitos pondría de relieve otro rasgo característico de los mejores cuadros de ICV: un sentido casi obsesivo de la responsabilidad y de la fidelidad a la palabra dada. Una cualidad por la que se puede llegar a pagar un precio muy alto, pero sin la cual no hay izquierda digna de ese nombre.

No son los problemas financieros los que acaban con un partido así, sino las dificultades políticas que, en un momento dado, no alcanza a superar. ICV ha sido un partido honrado como pocos. Si se ha llegado a este punto tal vez haya sido por la dificultad de resolver un giro político cuya necesidad, una vez más, ICV identificó mejor que nadie, pero que se ha revelado mucho más difícil de lo que nadie alcanzó a prever. La X Asamblea, en 2013, entendió que el ciclo de ICV terminaba. España se debatía en una crisis social, en lo más hondo de la recesión desencadenada por el crac financiero de Wall Street. El 15-M impugnaba un entramado institucional que no había sabido prevenir la catástrofe. Podemos aún no había irrumpido en la escena política. En Catalunya, comenzaba una agitación de las clases medias que, enardecidas con la promesa de la independencia, trastocaría todo el escenario político. ICV consideró que había llegado la hora de construir un nuevo sujeto político, aunando la experiencia del pasado con las energías que liberaba la crisis.

La lectura general era un nuevo acierto. El algoritmo de la transición se ha revelado, sin embargo, defectuoso. Quizás la izquierda ecosocialista llegaba muy cansada a la cita; tal vez había interiorizado demasiados golpes o estaba demasiado ansiosa por encontrar un relevo en un mundo sin utopías. Pero las fuerzas destinadas a confluir en el nuevo proyecto, como los movimientos de los que procedían, no tenían memoria. Más aún: desconfiaban del pasado de ICV. Deseaban ocupar su espacio, pero rechazaban su cultura. ICV ha ido hasta el final de su compromiso. Pero eso ha redundado en una disolución… sin que el bagaje de experiencia que podía aportar a la confluencia haya sido asimilado. Catalunya en Comú es más una marca que una realidad orgánica, enraizada en las localidades del país. Agarrada a la alcaldía de Barcelona, su dirección oficial dista mucho de liderar y vertebrar una realidad muy deslavazada. Los titubeos ante el «procés» han sido constantes.

El problema, como siempre en la historia de la izquierda, sólo puede ser resuelto políticamente. En primer lugar, a través de la definición de un horizonte propio. Un partido sirve para organizar la independencia política de la clase en la que se apoya. El gran desafío es el de levantar un proyecto transformador claramente diferenciado del independentismo. Es hora de ubicar la fiebre procesista de estos años, junto al brexit, entre los espasmos de las clases medias de las viejas metrópolis, atemorizadas por el desorden global. Habrá que proceder a un aggiornamento de las mejores tradiciones federalistas y europeístas que siempre ha sustentado ICV. Sus militantes, gramscianos donde los haya, saben que las ideas no flotan en el aire. Ojalá sepan materializar en el nuevo espacio un legado de experiencia y cuadros que se revelarán más necesarios que nunca en los tiempos convulsos que se avecinan. Al final, el balance de un partido es siempre otro partido.

Fuente: https://lluisrabell.com/2019/07/09/homenaje-a-icv/