La obligación de los intelectuales y periodistas no puede ser la de mantener la equidistancia entre dos fuerzas desiguales sino la de revelar y denunciar una y otra vez su desigualdad. A eso precisamente se le llama objetividad. Digo esto a propósito del recurso, magistralmente empleado a menudo en el conflicto palestino-israelí, de mantener la […]
La obligación de los intelectuales y periodistas no puede ser la de mantener la equidistancia entre dos fuerzas desiguales sino la de revelar y denunciar una y otra vez su desigualdad. A eso precisamente se le llama objetividad. Digo esto a propósito del recurso, magistralmente empleado a menudo en el conflicto palestino-israelí, de mantener la distancia respecto de ambos contendientes a fin de que la propia ecuanimidad suscite la ilusión, mucho más importante, de una igualdad de hecho entre las partes. Esto es lo que hace Ignacio Ramonet en su artículo «Salir de Gaza», publicado el 2 de marzo por «La Voz de Galicia» y reproducido también en estas páginas ( www.rebelion.org/noticia.php?id=12133 ), en un ejemplo casi canónico de lo que es el uso sesgado de las más acendradas vitudes periodísticas. Como doy por descontado que la mayor parte de los lectores de Rebelión conoce los datos básicos de la actualidad en Palestina, me limitaré a volver a decir lo que Ramonet dice, a re-presentarlo -por así decirlo- en otro orden y sin andamios, para que pueda valorarse el peso y la funcionalidad de su posición.
1.- Ramonet califica el plan de «desconexión» de Gaza (y, por lo tanto, a su artífice, el general Sharon) de «valiente». Esta, lo sabemos, es precisamente la forma en que esa decisión unilateral, negociada con Egipto pero no con la ANP, ha sido celebrada por el gobierno de los EEUU y por los medios de comunicación más complacientes con Israel, hasta el punto de que el término «valiente» se ha impuesto en la opinión pública como eso que en literatura se llama un «epíteto» («Aquiles el de los pies ligeros»), con la misma eficacia propagandística que la famosa «generosa oferta de Barak» rechazada por Arafat en Camp-David II, uno de los mayores éxitos de la propaganda israelí en los últimos cuarenta años. Sobre la «valentía» del plan de «desconexión» de Gaza y su contribución a la causa de la paz, se ha escrito mucho y no seré yo quien se pronuncie. Recordaré tan sólo las palabras de Dov Weisglass, principal consejero y hombre de confianza de Sharon en octubre del 2003: «La desconexión representa el formol. Proporciona la cantidad necesaria de esta solución para evitar un proceso político con los palestinos. El proceso de paz significaría la creación de un Estado palestino, el desmantelamiento de las colonias en Cisjordania, el retorno de los refugiados, la partición de Jerusalén. Ahora está todo congelado». La parsimoniosa salida de 8.000 colonos, convenientemente indemnizados por el gobierno, de un territorio sobrepoblado y económicamente irrelevante, es paralela al reforzamiento de los asentamientos en Cisjordania, según noticia del diario israelí Yediot Ahronot del viernes 5 de febrero, y a la continuación de las obras del Muro, condenado por el tribunal Internacional de La Haya y que, aparte el confinamiento en un verdadero gheto de los 200.000 palestinos de Jerusalén, supone el aislamiento de decenas de aldeas palestinas y la anexión de hecho de al menos otro 7% de ese 22% -en relación con la Palestina histórica- sobre el que se asentaría el futuro Estado palestino. De todo esto Ramonet no dice nada.
2.- El segundo párrafo del artículo de Ramonet trata de explicar lo que ha hecho posible este viraje en la política del gobierno israelí y arranca con un: «los tiempos han cambiado desde aquella provocación del general Sharon al presentarse el 28 de septiembre de 2000 (…) en la Explanada de las Mezquitas». ¿Qué es lo que ha cambiado? La evidencia de la intimidad casi orgánica entre EEUU e Israel, en virtud de la cual el gobierno israelí irá siempre tan lejos como la administración estadounidense se lo permita, podría hacer pensar que aquí se está aludiendo a las presiones de Bush, empantanado en Iraq y obligado a algún gesto formal en Medio Oriente. Pero el epíteto «valiente» descarta esta consideración. ¿Qué es entonces lo que ha cambiado? Mediante una redacción capciosísima, aparentemente plana, Ramonet describe la espiral de horrores que se han sucedido en Palestina desde el comienzo de la segunda Intifada (enumeración en la que mi carácter hipocondríaco no puede dejar de reconocer una cierta prudencia muy selectiva, pues alude por dos veces a los «odiosos» atentados suicidas y nombra asépticamente «la reocupación militar de las ciudades palestinas», sin mencionar Jenin, la destrucción de casas y de olivos o los bárbaros e ilegales «asesinatos selectivos»). Todo esto, en fin, habría seguido así -bola de nieve de violencias contrapuestas- de no haberse producido milagrosamente un cambio: «La muerte de Arafat y la elección democrática de Mahmud Abbas parecen haber despejado el horizonte». Aparte el supuesto implícito de que Arafat no fue elegido por su pueblo y de que las elecciones del pasado enero en Palestina fueron «democráticas», las palabras de Ramonet conducen a otro de los «tópicos» preferidos de la propaganda israelí y estadounidense: «Arafat, obstáculo para la paz». De esta manera se carga sobre la parte más débil -el pueblo palestino representado por un Arafat prisionero en la Muqata- la responsabilidad de esta sucesión de violencias e incluso la propia monstruosidad de la Ocupación, que Ramonet no menciona ni una sola vez, eximiendo retrospectivamente al ahora «valiente» Sharon de todas sus tropelías. A este respecto, recordaré tan sólo que mi muy admirado y moderadísimo Edward Said, partisano de la nada radical Iniciativa Nacional Palestina y extraordinariamente intolerante con los atentados contra civiles israelíes, siempre reprochó a Arafat la firma de los acuerdos de Oslo («un verdadero tratado de Versalles», decía), mediante la cual el difunto rais habría hecho concesiones incompatibles con la consecución de un Estado independiente y sostenible. Ramonet le reprocha, al contrario, no haber hecho suficientes y espera que Mahmud Abbas, el hombre de los EEUU en la ANP, haga todas las que se le pidan, incluida -o sobre todo- aquélla que Arafat hizo sólo a medias frenado por la resistencia de su gente: preocuparse más -es decir- de la seguridad de los israelíes que de la supervivencia de su propio pueblo.
3.- Ramonet dice que «la mayoría de la población israelí aprueba» el plan de desconexión de Gaza y atribuye a una «minoría de extrema derecha» la resistencia al mismo y el rechazo de negociaciones con los palestinos. Una vez más, el director de Le Monde Diplomatique moviliza, volens nolens, el mito de un pueblo «pacífico» forzado por las circunstancias a un conflicto que le repugna. Según una encuesta palestino-israelí publicada el pasado mes de enero por los diarios Al-Quds y Haaretz, el 55% de los israelíes, en efecto, apoyaría el plan de retirada de Gaza, lo que representa una exigua mayoría y poco significativa además, habida cuenta de que el famoso plan -según las declaraciones del citado Weisglass- tiene muy poca o ninguna relación -o una relación sólo a contrario– con las negociaciones de paz. Por lo demás, que por primera vez el apoyo a un acuerdo duradero de paz entre los israelíes haya superado ligerísimamente el 50% tras la muerte de Arafat sólo indica que, como el propio Ramonet, muchos israelies confían en que Mahmud Abbas haga concesiones decisivas. La realidad es que estos porcentajes bajan vertiginosamente cuando a los ciudadanos israelíes se les pregunta por su disposición a desmantelar los asentamientos de Cisjordania o a ceder una parte de Jerusalén como capital del futuro Estado palestino o a aceptar el retorno de los refugiados. Estoy seguro de que Ramonet se engaña de buena fe, pero lo cierto es que, si los israelíes están a favor de la paz (¿y quién no lo está?), siguen estando mayoritariamente en contra de hacer concesiones para alcanzarla. Los bravos luchadores de Gosh Shalom, como recuerda el siempre optimista e incombustible Uri Avneri, siguen siendo en Israel una insignificante minoría.
4.- Esta voluntad inconscientemente dolosa de igualar en fuerzas, en intenciones y hasta en representación a palestinos e israelíes, lleva a Ramonet a cifrar las causas del conflicto en «la llamada, entre los fanáticos de ambos campos, a la ‘limpieza étnica’ o a la ‘segregación de las poblaciones'». Una vez más asistimos aquí a la tentativa de eximir de responsabilidad a los gobiernos israelíes y a sus votantes. Recordemos que también en este punto -como en lo relativo al grado de justicia y de sufrimiento por uno y otro lado- la situación es completamente desigual. Mientras que Hamas, en el extremo islamista del arco de la resistencia palestina, ha reconocido ya públicamente la existencia del Estado de Israel y ha aceptado las fronteras de 1967, los sucesivos gobiernos de Israel, halcones o palomas, en nombre del Estado y del pueblo israelí que los ha venido votando, han compartido básicamente, desde 1948, la misma política de expansión colonial, anexión formal y/o material de territorios, «transfer» de poblaciones, asfixia económica, apropiación de recursos acuíferos, derribo de casas y aplanamiento de olivos, destrucción del patrimonio cultural, etc. Considerar que el conflicto palestino-israelí se ciñe al fanatismo de dos grupúsculos enfrentados significa velar la existencia de un proyecto colonial y una fuerza ocupante y cuestionar la ilegalidad misma de la Ocupación.
5.- Ramonet acaba su artículo evocando ahora uno de los «mitos fundacionales» de Israel: la «singularidad» de este Estado y su indisociabilidad genética de un «proyecto moral». No nos equivoquemos: la justicia -toda la justicia- está del lado de los palestinos, víctimas históricas de las maniobras del imperialismo europeo y del antisemitismo occidental, y la existencia de Israel, como bien lo demuestran sus consecuencias hoy para la paz mundial, es inseparable del proyecto ilegítimo e inmoral de ese nacionalismo sionista, mesiánico y racista, que ha cristalizado en un Estado sin constitución, sin fronteras declaradas y regido por una Ley del Retorno que excluye de hecho la posibilidad de convivencia con los palestinos. Pero la historia no imparte jamás justicia y tiene que conformarse con introducir de cuando en cuando, muy raramente, un poco de derecho. Por decirlo sin ambages: los israelíes se han ganado injustamente el derecho a compartir las tierras de Palestina con sus legítimos propietarios. Ese derecho ya no puede cuestionarse, pero es necesario no olvidar sobre qué injusticia se levanta para que los palestinos puedan aspirar también, ya que no al restablecimiento de la justicia, al reconocimiento al menos de un derecho igual al del agresor.
6.- Como soy muy sensible al espesor de las palabras, no puedo dejar de señalar, para terminar y con cierto malestar, el modo en que Ramonet -que en un maestro como él no puedo juzgar inocente- explota la potencia movilizadora de algunos términos. Me refiero concretamente al hecho de que, mientras habla de la «desesperación» de los palestinos, describe a los israelíes como una sociedad «angustiada» y -fíjense- «martirizada». La vocación religiosa de este vocablo, que invierte y refleja el uso que se hace de él del otro lado (el culto a los «shuhada», a los «mártires»), no me gusta nada. En este caso, Ramonet no se limita a igualar sino que voltea la proporción de justicia y de sufrimiento entre ambos bandos: mediante este adjetivo («martirizada») consuma la magia de convertir a Israel en la víctima pasiva, inerme y sin culpa de una feroz persecución criminal. Es decir, evoca -perdónenme- la sombra del Holocausto con toda su fuerza legitimadora, de la que tanto y tan obsceno provecho ha sabido extraer el sionismo.
Creo que estos seis puntos demuestran sumariamente que el artículo de Ramonet es, se haya dado cuenta o no su autor, pro-israelí y, por lo tanto, injusto. Creo que, si en lugar de Ramonet -hombre al que respeto y admiro y que se ha ganado una merecida autoridad moral e intelectual en otras batallas-, si en lugar de este hombre valiente y lúcido este artículo lo hubiera escrito Solana o Vargas Llosa, todo el mundo comprendería muy bien su contenido. Pero precisamente porque lo ha escrito un hombre cuya merecida autoridad moral e intelectual nadie pone en duda, conviene que alguien se atreva a decir lo que verdaderamente está diciendo, para que él tome conciencia de su error (fruto quizás de las presiones que caracterizan en este tema a los medios intelectuales franceses) y para que sus lectores, entre los que me cuento, sólo le sigamos hasta donde tenga razón y mientras la tenga.