La psicoanalista Anna Miñarro encuentra muchas similitudes entre el trauma de las familias de los desaparecidos de la Guerra Civil y la dictadura franquista, y el del entorno de los migrantes ahogados en el Mediterráneo.
La psicóloga clínica y psicoanalista Anna Miñarro dirige, junto a su colega Teresa Morandi, la investigación Trauma psíquico y transmisión intergeneracional para la que han entrevistado desde 2004 a cientos de víctimas directas y descendientes de la Guerra Civil española, la dictadura y la Transición. Un periodo que definen de «catástrofe social» siguiendo la teoría de la psicoanalista Janine Puget sobre los efectos subjetivos del terrorismo de Estado cometido por la dictadura argentina. Su conclusión, como la de otros estudios parecidos realizados sobre la Alemania nazi, la Francia ocupada, o las dictaduras del Cono Sur, es que los traumas provocados por las torturas, los asesinatos, las desapariciones, los encarcelamientos y la represión que se alargó durante 40 años, se reproducen hasta en las siguientes cuatro generaciones.
Conversamos con ella sobre las semejanzas en términos de salud mental que encuentra con la catástrofe que estamos viviendo en el Mediterráneo por la política de cierre de fronteras.
Muchas de las familias de los migrantes que mueren o desaparecen intentando cruzar el Mediterráneo nunca saben qué fue de ellos. Los gobiernos europeos no sólo no facilitan la identificación y repatriación de sus cadáveres sino que, ni siquiera, suelen comunicarles su defunción. ¿Qué semejanzas encuentra entre el trauma generado por este tipo de desapariciones con las cometidas por las dictaduras españolas o latinoamericanas?
Es claramente comparable porque la desaparición de una persona es como si, aparentemente, no hubiera existido. Las familias de los migrantes están viviendo una catástrofe que les provoca un trauma que no pueden sanar porque no pueden hacer el duelo. Cuando tienes un familiar en un cementerio te puedes imaginar cómo le metieron en el nicho o si lo incineraron. Pero los padres y madres de los desaparecidos no pueden imaginar lo que ocurrió, por mucho que les digan que se ahogaron en un naufragio. Tampoco tienen la oportunidad de reconocer sus cuerpos, con lo cual sólo les queda exaltar la añoranza e instalarse en el silencio. Ya lo dijo Videla: «‘Si no están, no existen, y como no existen, no están. Los desaparecidos son eso, desaparecidos; no están ni vivos ni muertos; están desaparecidos».
Tú puedes decir que han desaparecido o muerto más de 35.000 personas en el Mediterráneo desde 1993, pero no sabemos sus nombres, no se ha acompañado a las familias, y hay una negación institucional: ni el Estado español, italiano o maltés reconocen su responsabilidad. Todo esto genera mucha confusión y un efecto desestructurante en los progenitores, que no saben qué tienen que aceptar cuando un hijo desaparece porque no tienen datos ni nada a lo que agarrarse. No se ha hecho nada: es como si se hubiesen esfumado, como si no hubiesen existido.
Han pasado 30 años desde que apareció el primer cadáver en una playa española por el naufragio de una patera. Ya son dos generaciones golpeadas por las políticas homicidas de la Europa Fortaleza. ¿Por qué etapas pasan las familias afectadas?
Son personas que como resultado de esta catástrofe del Mediterráneo, equivalente a una guerra, enferman. Lo que aparece primero tras la tragedia es la negación, por eso las familias continúan buscando a sus seres queridos, como muchos supervivientes de la Guerra Civil que pensaban que sus desaparecidos se habían exiliado. No se quiere creer, y es entonces cuando aparece la rabia y la impotencia.
Después llega el silencio en el que suelen sumir ante la falta de un acompañamiento psicosocial. Un silencio que es una metáfora de todos los horrores sufridos: sociedades muy pobres y muy rotas por el dolor de siglos en las que los más válidos y valientes se lanzan para mejorar sus vidas, y a los que los países occidentales les rompen lo más importante que tenemos: lo humano.
Estos náufragos muertos colocan sus comunidades de origen en un exilio forzado de la palabra, porque sólo el silencio pueden narrar lo que no tiene palabras para ser explicado, como es lo más esencial: la pérdida de la vida humana. Impedir zarpar al Open Arms para salvar vidas es una práctica genocida. Y con ella, están repitiendo la historia: España, Malta, Italia y la Unión Europea son los vencedores, los amos que deciden si recogen o no a los que están en el mar, a los esclavos.
Muchas de las personas que migran lo hacen siguiendo a familiares o vecinos, lo que significa que hay ciudades, barrios y pueblos especialmente golpeados por este fenómeno de las desapariciones. ¿Cómo afectan comunitariamente estas pérdidas?
Este tipo de catástrofes ponen de manifiesto la paradoja de la condición humana, que al mismo tiempo que construye y crea cultura, es capaz de la destrucción y la barbarie más graves. Generan un trauma que se transmite más allá de la generación que lo ha vivido en primera persona. La primera guarda silencio porque no hay palabras para nombrar la pérdida: crean una especie de cripta donde van encerrando todo lo que no pueden decir. Y además es una generación que se queda paralizada porque con estas desapariciones también le han robado su identidad.
La segunda generación crece conviviendo con una especie de fantasma, observando la tristeza del padre o la madre. Niños que se hacen adultos viéndoles llorar o emocionarse ante determinadas situaciones, sin que sean capaces de explicarles la causa. Esos hechos pasan entonces del orden de lo indecible a lo innombrable.
La tercera generación ignora la existencia misma de un secreto, pero sí sufre sensaciones que le parecen complicadas o inexplicables y las consecuencias de ese duelo irresuelto. Estaríamos en el plano ya de lo impensable. Y en la cuarta generación estamos viendo que aparecen síntomas físico y psíquicos cuyo origen no se entiende: tristeza infinita, depresiones graves, mucha dificultad en el funcionamiento social, conductas autodestructivas…. Estas son también las consecuencias, a largo plazo, de los crímenes de lesa humanidad. Y cuando no se permite salir a barcos para rescatar personas es un crimen expresamente planificado por un Estado y es un crimen contra la humanidad.
La escritora colombiana Piedad Bonnett escribió el libro Lo que no tiene nombre, un ejercicio precisamente destinado a poner palabras al suicidio de de su hijo. Su colega Héctor Abad Faciolince lo definió así: «He aprendido con este libro despiadado de Piedad que no hay consuelo. Y que sin embargo vale la pena escribir que no hay consolación. ¿Por qué vale la pena? Creo que vale la pena de decirse, de escribirse, porque es verdad». ¿Cuál es la terapia más eficaz para abordar este trauma comunitario?
La palabra, que es salud, poder dar testimonio. Por eso, creamos los Grupos de palabra y transmisión, en los que reunimos a personas de distintas generaciones víctimas de la Guerra Civil. Las de la primera generación comparten sus recuerdos, que habían estado silenciados. Tenemos una sociedad sobremedicada: mujeres de 80 años que sueñan que les vienen a buscar, que las están bombardeando, y el diagnóstico es que están paranoicas, cuando lo que están haciendo es recordando vivencias de su infancia. No las escuchan y las sobrecargan con farmacología. Cuando vienen a las reuniones y comparten sus recuerdos y son escuchadas por otras personas, estos pasan al plano de los hechos, a ser verdad, y dejan de ser tóxicos. Y las siguientes generaciones que los escuchan están poniendo imágenes y palabras a eso con lo que habían crecido que era indecible, fantasmas. Conversar entre ellos y ellas es lo más sanador.
¿Qué debería hacer el Estado ante el trauma provocado por la catástrofe franquista y la del Mediterráneo?
Los gobiernos tienen que investigar, dar una atención especial a las víctimas, reconocer su responsabilidad en todo lo que les han quitado y acompañarlas en ese duelo que ha sido demorado.