En lo que sigue voy a mezclar dos registros diferentes: la alegría y la pregunta. Lo primero para felicitar, en tono de fiesta, la reciente disposición de la alta dirigencia del Estado cubano conducente al incremento salarial para los trabajadores presupuestados en el país. Rostros de alegría y frases acompañantes han aparecido en pantallas televisivas, […]
En lo que sigue voy a mezclar dos registros diferentes: la alegría y la pregunta. Lo primero para felicitar, en tono de fiesta, la reciente disposición de la alta dirigencia del Estado cubano conducente al incremento salarial para los trabajadores presupuestados en el país. Rostros de alegría y frases acompañantes han aparecido en pantallas televisivas, comentarios o entrevistas de radio, así como en páginas de la prensa plana. En una atmósfera de aclamación general, después de años pidiendo y esperando algo así, casi podían escucharse los suspiros de gozo el día en que el Primer Ministro y el Ministro de Economía anunciaron los cambios.
La demanda de un aumento de los salarios, reflejo del encarecimiento de la vida cotidiana, venía escuchándose cuando menos desde el malhadado «período especial en tiempos de paz» que hubimos de atravesar a inicios de los 90 del siglo anterior. De tantas lecciones que por entonces aprendimos me quedo con la que enseña que hablar de la dureza de la vida o lo difícil de la situación, cosa típica en períodos de crisis, se torna tan común que la crisis misma es normalizada, infiltra y arrastra el lenguaje cotidiano; en los peores casos, la crisis paraliza las capacidades de imaginar y soñar, entumece, embota, pues las interacciones quedan prisioneras de una realidad que ―aunque artificial y limitada en el tiempo, como las crisis― aparenta ser lógica, inevitable y eterna.
II
Han pasado casi 50 años desde que el día 1ro. de enero de 1970, desde un corte de caña donde se encontraba trabajando como machetero, el líder de la Revolución cubana, Fidel Castro Ruz, sostuvo una insólita conversación con representantes de la prensa nacional. Las palabras del diálogo, reproducidas en la revista Bohemia a la semana siguiente y dedicadas por entero a comentar aspectos de la misma zafra de 1970 donde el intercambio estaba teniendo lugar, contienen ideas que es justo recordar.
Hay una doble manera de entender por qué, en opinión de Fidel, esa zafra cañera que terminaría inscrita en la historia y conciencia nacional como «la zafra de los 70», no era un momento más. De un lado se encontraba la dimensión épica, que es por lo común como más se recuerda el momento; la grandiosidad de la tarea, la movilización enorme de recursos humanos y materiales, las continuas apelaciones de los órganos de prensa y los exaltados discursos e intervenciones al respecto de todo tipo de líderes políticos. En este sentido, el más claro y evidente, la zafra funcionó como una especie de «concentrador de la energía nacional» aplicada a una tarea específica; en atención a ello, conocedores como somos de que el esfuerzo fracasó, hemos escuchado anécdotas familiares y hemos leído sesudos análisis que explican lo que falló o disfrutado con gusto amargo obras que a través de la cultura buscan lo mismo. Las entusiastas palabras de Fidel en aquella conversación hablan, sin embargo, de un problema más esencial que el no cumplimiento del sueño que tendría lugar después; como en esos casos en los que la demasiada luz vecina impide ver el espectáculo de un cielo estrellado, el morbo del fracaso oscurece lo verdaderamente radical. Reproduciré un fragmento y, mediante subrayado, destaco algunos puntos de interés:
… se ha creado una conciencia del desarrollo y de la necesidad del trabajo. En dos palabras: la masa ha tomado conciencia que no puede haber desarrollo sin trabajo, que un país no puede salir de su pobreza y de su atraso si no es trabajando. Todo el mundo ha captado eso con una profundidad tremenda.
Y ya desde ahora en adelante hay que esperarlo todo, porque no es solo en la caña: también están los demás planes con un gran impulso. En general hay un esfuerzo en todos los sentidos en este momento tremendo. Estamos trabajando más que nunca. El país está trabajando más que nunca y mejor que nunca.
Pero tardó años en que esa realidad se convirtiera en conciencia del pueblo: de que no puede haber avance, no puede salirse de la pobreza, del retraso tecnológico, del retraso industrial de nuestro país, no se puede conquistar lo que hemos perdido durante tanto tiempo si no es a base de trabajo.
Con el trabajo se consolida la Revolución, se consolida la libertad de nuestro país, la independencia en la más cabal extensión de la palabra.
La cita merece recibir numerosas preguntas. ¿Qué es lo que el líder político ve? ¿De qué manera, en su estructura de pensamiento, los elementos dispersos son enlazados y con cuáles consecuencias? ¿Qué es lo presente-visible y qué lo futuro-subterráneo? La proposición esencial del fragmento, para cuya formulación es que tiene lugar el encuentro mismo, es que «… no puede haber desarrollo sin trabajo, que un país no puede salir de su pobreza y de su atraso si no es trabajando».
Desde el punto de vista retórico, para que la proposición sea posible a la vez que productiva, para que progrese más allá de la conversación y abra campos de interpretación y acción nuevos, Fidel pone dentro de sus palabras una serie de dispositivos del lenguaje que es necesario señalar. Primero, la apelación a «la masa», categoría propia del arsenal conceptual del marxismo, no así «pueblo», común al lenguaje tradicional de la política. Segundo, la definición de un corte temporal («desde ahora en adelante») según el cual el evento, la zafra, es presentado como un acto transformador de la existencia más allá de indicadores económicos. Tercero, la comprensión de que el tipo de cambio que ha propiciado el gran evento, la magnitud de las fuerzas que desató y la radicalidad de una entrega de energía tal que solo puede ser hecha como acto de una voluntad consciente, hacen posible la entrada o llegada a un «esperarlo todo». Cuarto, la derivación del evento hacia una cadena de otros muchos hechos de la vida económica que aquí se ocultan en la frase «los demás planes»; de este modo, la zafra no es un hecho aislado, pues el país aparece como una estructura de puntos y fuerzas interconectadas que se influyen y potencian entre sí. Ninguno de los dispositivos discursivos es tan inquietante como el quinto de ellos, el uso del valor contradictor de la conjunción adversativa «pero» para introducir el párrafo que constituye el meollo del encuentro:
Pero tardó años en que esa realidad se convirtiera en conciencia del pueblo: de que no puede haber avance, no puede salirse de la pobreza, del retraso tecnológico, del retraso industrial de nuestro país, no se puede conquistar lo que hemos perdido durante tanto tiempo si no es a base de trabajo.
Esta va a ser una de las pocas ocasiones en las que, en un momento de exaltación y entusiasmo al hablar de la Revolución como un proceso de transformación de las mentalidades, Fidel va a cortar su propio discurso mediante la introducción de un elemento lingüístico diseñado para comunicar incomodidad y rechazo; en esta ocasión, usándolo para señalar lo tremendamente duro que es el proceso de hacer una Revolución socialista en un país subdesarrollado del Tercer Mundo, con un no tan lejano pasado colonial y con una tradición de economía dependiente con el país más poderoso de la historia. En un país con estas características, ¿qué valor tiene el trabajo?, ¿cuál es la diferencia entre simplemente trabajar (para subsistir, tener mejor vida para uno y para la familia) y trabajar «para el desarrollo»?, ¿no es una verdad de Perogrullo que la pobreza, el retraso tecnológico y el retraso industrial solo pueden ser eliminados mediante el trabajo?, ¿qué es eso que habría que, piénsese en la dimensión épica del verbo empleado por Fidel, «conquistar»?, ¿qué es eso que habríamos «perdido»? Y la pregunta final, ¿qué hay en el extremo opuesto a lo que acabamos de llamar «verdad de Perogrullo», qué clase de no-conciencia respecto al trabajo y qué tiene esto que ver con la condición de subdesarrollo?
Como mismo hablábamos, al inicio, sobre la crisis, la noción de subdesarrollo «… es normalizada, infiltra y arrastra el lenguaje cotidiano»; al precedernos la recibimos como herencia, al estar estructuralmente enlazada a la dependencia invierte la relación entre lo que es visible y evidente con lo subterráneo y posible. Mientras que la crisis provoca, a la vez que se alimenta, de que «paraliza las capacidades de imaginar y soñar, entumece, embota», el subdesarrollo consigue lo mismo, más por la vía de convertir en inimaginable un mundo sin dependencia, a pesar de todo lo que esta pueda significar en los órdenes político, económico, cultural o militar. La incapacidad, el miedo, el pánico o el rechazo a pensar y desear la independencia verdadera es un mecanismo vertebral de esta dialéctica según la cual el subdesarrollado deberá permanecer para siempre en una suerte de infancia permanente, destinado a obedecer o temer por las órdenes de su superior metropolitano. Por eso, en las palabras de Fidel, la batalla segunda es la que, en lucha contra el tiempo, pretende la transformación de las costumbres, de la posición de los individuos en el mundo; por eso habla del período que fue necesario para que se convirtiera en algo evidente e interior para los individuos la conexión entre trabajo y desarrollo, para que se «convirtiera en conciencia», para que fuera comprendido que eso «perdido» que debe ser recuperado es tanto el desarrollo de la economía como, al mismo tiempo, la plenitud del ser individual y nacional a través de un nuevo concepto de justicia social y soberanía nacional.
III
Las recientes medidas de incremento salarial en el país vuelven a plantear no pocas de las preguntas, pues lo que provoca alegría -cuando se le ve desde la óptica del consumo- conduce a revisiones profundas cuando se le piensa en sus conexiones con la producción; dicho de otro modo, hay que interpretar los cambios en la esfera del salario como modos de estímulo para el aumento de los tres componentes básicos de cualquier modelo económico: la elevación de los niveles de producción en términos cuantitativos, el incremento de la productividad y el constante mejoramiento de la calidad de los productos finales. Una cultura del trabajo significa la presencia de una conciencia extendida en un entramado complejo que comprende las conexiones entre trabajo y desarrollo, además de la interrelación -con igual grado de importancia- entre producción, productividad y calidad; a todo esto habría que sumar la importancia de la innovación, la búsqueda de soluciones creativas ante dificultades, el respeto absoluto al cliente o usuario, la elección de los mejores representantes (por parte de los trabajadores reunidos en asamblea), así como el establecimiento de una atmósfera solidaria en el trabajo.
Una «cultura del trabajo» implica, junto con el trabajo mismo, la construcción y operación de un tejido cultural en el cual los discursos educan y autoeducan, debaten y proponen, controlan y celebran -de modo continuo, generalizado e interconectado- el trabajo como hecho distintivo de la especie humana y como acción en la cual la persona despliega, al mismo tiempo que las descubre, sus verdaderas potencialidades y las naciones tratan de cimentar una independencia duradera en condiciones de prosperidad. Al referirse, en medio de la zafra de 1970, a lo que había demorado en arribarse al estado de conciencia que hacía posible dicho esfuerzo, Fidel dejó claro que esa conciencia y las conexiones que hemos comentado son resultado de actos de voluntad política cuidadosamente planificados y puestos en práctica; es decir, que las transformaciones en la esfera de la conciencia -esas que conducen a la conversión de un hecho externo en cultura de la vida cotidiana- requieren de una larga y dura labor en, con y de toda la sociedad.
El proceso de incremento salarial que ahora estamos viviendo es uno de esos momentos que abren puertas al replanteo de relaciones y, en definitiva, al crecimiento de raíces firmes de eso que hemos llamado «la cultura del trabajo», proceso que habrá de ser aún más hondo cuando ya no se trate de un incremento, sino de la aún pendiente reforma salarial. Por eso, más allá de la natural y justa alegría, gracias a las mayores posibilidades de consumo que están teniendo quienes reciben el beneficio, hay que pensar en un aumento equivalente o hasta mayor en la cantidad de la producción, los índices de productividad y la calidad de productos finales que hoy, como nunca, se desearía colocar -atendiendo a parámetros competitivos- dentro del mercado mundial; a esto hay que integrar los restantes elementos de ese complejo entramado que ―más allá de las cifras que pueden ser obtenidas― engloba lo referido a la actitud psicológica, conceptual, espiritual y moral hacia el trabajo e incluye, como ya hemos visto, creatividad, estudio, investigación, innovación, respeto, vida político-laboral y solidaridad, entre otras posibilidades. Dicho de otro modo, el cambio en la esfera del salario permite rehacer el propio concepto de trabajo. En el particular contexto de hoy en el país, y más allá del sector presupuestado, la necesidad de una «cultura del trabajo» también engloba los cambios culturales en las empresas que operan en condiciones de «perfeccionamiento empresarial», los territorios donde accionan las cooperativas y el ámbito de la pequeña propiedad.
Procesos como el descrito no son tarea de un grupo o figura particular, sino de todos en la sociedad: órganos de difusión masiva, escuela, dirigencias políticas, sindicatos, trabajadores mismos y, en general, los ciudadanos. El estado ideal para esto es el enorme abanico de intercambios que van desde los discursos políticos o los debates de académicos a los artículos en la prensa, las caricaturas, la frase de un compañero de trabajo o las conversaciones de esquina. En esta sucesión de interacciones, multiplicación mutua de efectos y cambios en la conciencia, la psicología social, la cultura organizacional y de dirección, las prácticas y costumbres de la vida cotidiana, la cultura en fin, no hay escenario menor. El punto final del proceso es la formación y acción permanente de una autoconciencia «culta», profundamente informada, que ha transitado desde la recepción de una tarea hasta la proyección al entorno de algo que se ha transformado en convicción; una autoconciencia radical respecto a su objeto: la relación entre trabajo y desarrollo en toda su complejidad, extensión, hondura, derivaciones y consecuencias tanto inmediatas como a largo plazo, para la persona, para el país y para la inserción del país en el mundo.
En un cambio como este, la angustia principal es el tiempo, de ahí la cantidad de sentimientos concentrados dentro de la frase: «pero tardó años en que esa realidad se convirtiera en conciencia del pueblo». En paralelo, el enigma último del proceso es la duración que va a tener esa nueva conducta; pero cuando la autoconciencia es verdadera, profunda, radical y permanente entonces son posibles el «de ahora en adelante», el «esperarlo todo» y ese «los demás planes» de que se habló en aquella conversación de 1970, nada menos que en medio de un corte de caña.