1. De creer lo que dicen las encuestas, tanto la práctica totalidad de la población vasca como también la gran mayoría de la española, en general, están francamente contentas con lo que ya empiezan a percibir no como un «alto el fuego permanente», sino como un armisticio definitivo de ETA. Ese sentimiento resulta tan transparente […]
1. De creer lo que dicen las encuestas, tanto la práctica totalidad de la población vasca como también la gran mayoría de la española, en general, están francamente contentas con lo que ya empiezan a percibir no como un «alto el fuego permanente», sino como un armisticio definitivo de ETA.
Ese sentimiento resulta tan transparente que incluso aquellos que inicialmente quisieron afrontar la nueva etapa apuntándose a la posición que adoptó Mayor Oreja ante la anterior tregua («El único comunicado de ETA que interesa es aquel en el que notifique su disolución», «Esto es probablemente una tregua-trampa de la organización terrorista, que pretende rearmarse», etc.) han tenido que cambiar de discurso, a la vista del poco eco popular que encontraban con el otro. Ahora hacen como que están satisfechos con el rumbo que han tomado los acontecimientos. Qué remedio.
Pero, de creer lo otro que también dicen las encuestas, ese rumbo pone viento en popa a Rodríguez Zapatero, que ha ganado un puñado de puntos en la consideración general. Según los últimos sondeos aparecidos en los medios de comunicación, de celebrarse ahora mismo elecciones generales, el secretario general del PSOE no tendría ningún problema para mantenerse en la Presidencia del Gobierno. Por lo que cuentan los expertos en la cosa demoscópica, ese resultado global se vería reforzado por un incremento sustancial de las posiciones de los socialistas en varias comunidades autónomas, entre ellas, muy notablemente, en la vasca.
Nada de lo cual hace felices a los jefes del PP y a quienes los arropan.
Pero es que hay más.
Si ETA deja de ser un factor que cuente a la hora de fijar las posiciones políticas, algunas de ellas, que se apoyaban precisamente en la existencia de la organización armada, se quedarán sin sustento. No será posible invocar a ETA para justificar el recorte de las libertades públicas. No cabrá usarla como coartada para respaldar la unidad política de los dos principales partidos españoles. No valdrá para explicar el hostigamiento judicial contra la izquierda abertzale. No cabrá exhibirla como obstáculo insalvable para establecer acuerdos políticos de nuevo cuño. Todos cuantos han venido teniendo como especialidad tales asuntos van a verse en la obligación de reciclarse.
Y es muy de temer que algunos no van a tener reciclado posible. Es el caso de los servidores de la Audiencia Nacional, a los que asignaron como añadido los delitos monetarios y de narcotráfico sólo para disimular su carácter de herederos del Tribunal de Orden Público franquista. Sin ETA, ¿qué harán los Grande-Marlaska y demás Garzones?
Los intereses políticos esconden muy frecuentemente intereses económicos. No me refiero aquí al interés que pueden tener quienes ocupan cargos públicos en mantenerse en ellos -obvio-, sino también a los intereses de cuantos han visto incrementar notablemente sus emolumentos por la existencia de ETA.
El caso más llamativo es el de las empresas de seguridad, que han estado aportando guardaespaldas a cientos de políticos, empresarios, periodistas y otros amenazados. Si la amenaza cesa, su trabajo también.
No hay que olvidar tampoco los generosos extras percibidos por determinados funcionarios del Estado destinados en Euskadi.
Están también los periodistas e intelectuales vascos etólogos, refugiados en Madrid porque estaban -o se sentían- amenazados y que consiguieron con su traslado acceder a empleos de elevada posición, no siempre muy a la altura de sus virtudes profesionales. Ahora lo mismo se ven en la obligación de resituarse en empleos más conformes con su verdadera capacitación.
Lejos de mí pretender que ninguno de ellos, los unos o los otros, desee que ETA siga actuando para no perder nivel adquisitivo, pero el hecho es que la nueva situación les va a suponer un descalabro económico importante.
En fin: que vistas las cosas en concreto, es bastante la gente a la que el cese de hostilidades no le viene nada bien. Ni a ellos ni a sus haciendas.
Normal: no se le puede pedir al vendedor de cañones que anhele la paz.
2. No oigo la Cope. Ya sé que hay bastante gente de izquierda que la sintoniza por las mañanas porque se monda con las cosas de Jiménez Losantos y compañía. Yo, una de dos: o no tengo su sentido del humor o no participo de sus tendencias masoquistas. Lo que sí hago es mantenerme más o menos al tanto del continuo afán de superación de la cadena oyendo cada semana el «Cocidito Madrileño» que elabora Javier Vizcaíno para Radio Euskadi. En sólo 10 minutos de síntesis gloriosa, me entero de cuáles son las últimas obsesiones de ese personal y de los afines de alguna emisora más. Economía de disgustos, se llama eso.
Ayer escribí en mi Apunte diario que incluso los más hostiles a la tregua han empezado ya a disimular sus sentimientos. Me refería, en concreto, a Rajoy y a algunos otros dirigentes del PP. Si apunté eso fue porque no había oído todavía el Cocidito madrileño del pasado sábado. Lo hice a continuación y lo que oí me obliga a rectificar: los más hostiles a la tregua no lo disimulan en absoluto. Jiménez Losantos y quienes lo circundan están que trinan con (contra) la tregua.
La verdad es que entiendo la lógica que les inspira. Para ellos, la existencia o la ausencia de tiros y bombas es un dato secundario. Su prioridad -su obsesión- es combatir a los nacionalistas periféricos y a los federalistas, y cuanto contraríe esa causa merece total rechazo. Consideran el pacifismo pura blandenguería, de la que se aprovecha la anti-España para socavar los cimientos de «la Patria común e indivisible de todos los españoles».
Es gente delirante, pero no carente de realismo, cuando los asuntos abordados pueden afectar a su peculio. Me hizo gracia comprobar cómo, tras años de poner a caldo al obispo de Bilbao, al que acusaban cada dos por tres de ser víctima del «síndrome de Estocolmo», «cómplice de los abertzales» y muchas otras cosas tremendas, cambiaron totalmente de rollo así que el obispo en cuestión, Ricardo Blázquez, fue elegido presidente de la Conferencia Episcopal Española. No sólo cesaron sus ataques, sino que multiplicaron los signos de pleitesía. Así que feroces, salvo a la altura de la cartera.
Y precisamente por ahí puede venirles la desgracia. Por partida doble.
Por el lado económico, en primer lugar. Como se sabe, la Cope acaba de ser expulsada del Estudio General de Medios por manipular las encuestas. Eso quiere decir que los anunciantes van a desconfiar de sus índices de audiencia, obligado punto de referencia para la contratación y valoración de las campañas publicitarias.
Pero eso, con ser importante, puede no ser lo esencial. Al margen de que a la Conferencia Episcopal no le haga ninguna gracia que su cadena de emisoras sea tratada como delincuente -y que sus ingresos desciendan por ello-, y al margen de que lo sucedido le lleve a desconfiar de la veracidad de los datos de audiencia que le hacen llegar los responsables correspondientes, está el hecho de que el propio Blázquez y sus congéneres malamente pueden pretender que están apoyando el proceso de paz en Euskadi si su principal altavoz lo pone a caldo a todas horas.
Ahí hay una lucha de líneas. Doy por hecho que el grupo de Jiménez Losantos cuenta con la simpatía de Rouco Varela y la ultraderecha episcopal. Pero ha ido políticamente más lejos de lo que Blázquez y sus menos derechistas apoyos, bien asentados en las diócesis catalanas y vascas -y en algunas más-, pueden dar por bueno. La última declaración del Papa parece reforzar su posición.
Para mí que la troupe de Jiménez Losantos no lo tiene fácil. Lo mismo se encuentra dentro de nada con una suspensión ad divinis, sanción vaticana que se sustancia principalmente en la prohibición de administrar sacramentos. Hostias, por ejemplo.