Cuando se habla de la relación entre el islamismo y la democracia, conviene evitar de entrada algunos peligros. Uno de ellos es el de confundir el islam como religión con el islam político o islamismo como ideología y extender al primero, por tanto, nuestro rechazo del segundo. Otro es el de ignorar las diferencias dentro […]
Cuando se habla de la relación entre el islamismo y la democracia, conviene evitar de entrada algunos peligros. Uno de ellos es el de confundir el islam como religión con el islam político o islamismo como ideología y extender al primero, por tanto, nuestro rechazo del segundo. Otro es el de ignorar las diferencias dentro del propio islamismo y juzgar a partir de Al-Qaeda todos los otros grupos y corrientes, tanto sunníes como chíies: los Hermanos Musulmanes, la Yihad Islámica, Hizbullah, etc. El que todos invoquen por igual la charia o ley islámica indica bien poca cosa, pues charia quiere decir todo y nada, según la interpretación y la escuela. En general el término remite a un marco normativo -a un haz de valores y principios morales- que admite toda clase de cristalizaciones jurídicas y penales sobre el terreno. Podemos preferir sin duda ideologías desintoxicadas de toda referencia religiosa, pero no hay ningún marco civilizacional que no pueda ser resemantizado, vaciado y recargado de sentido y eventualmente desmontado desde el interior.
La gran sorpresa de la llamada «primavera árabe» tuvo que ver con el papel muy marginal jugado por los distintos islamismos. Allí donde derrocó a las dictaduras, como en Egipto o Túnez, las elecciones llevaron al poder, sin embargo, a los que estaban mejor preparados para asumirlo: los islamistas «moderados» representados por los Hermanos Musulmanes y sus distintas ramas locales. Se trataba sin duda de una ocasión histórica sin precedentes para integrar democráticamente una opción política que cuenta con un fuerte respaldo popular; y una oportunidad para dejarla atrás, desde dentro, a partir de un combate político en el que, carente de alternativas económicas y sociales, sólo podía salir perdiendo. Por desgracia, la agonía en Siria, el golpe de Estado en Egipto y la réplica light en Túnez parecen anunciar más bien un retorno a la vieja ratonera de dos paredes: dictaduras «laicas» contra yihadismo radicalizado, lo peor que podría ocurrirle al mundo árabe y al mundo en general.
¿Son incompatibles el islamismo y la democracia? Este es el principio asumido por los que apoyaron el golpe de Al-Sisi en Egipto, una especie de derrocamiento preventivo contra un gobierno democráticamente elegido, sí, pero que iba a establecer, según sus opositores, una dictadura islámica. No es que yo tenga mucha fe en las credenciales democráticas de Mursi y de los HHMM, pero la idea de combatir una dictadura futura con una dictadura de hecho me parece tan absurda como pretender evitar la muerte mediante el suicidio. No sé si Mursi y los suyos estaban utilizando la democracia, como los nazis, para asentar su propio dominio, pero creo que hubiese sido preferible correr el riesgo. A veces ocurre que uno acaba identificándose con sus propias ficciones cuando son útiles, o si la presión exterior y popular nos impide apartarnos de ellas.
En todo caso, hoy nos encontramos en una situación paradójica. Tras preguntarnos durante años si islamismo y democracia son compatibles, tenemos a un presidente islamista -el primero elegido democráticamente en la historia de Egipto- derrocado por el ejército y «desaparecido» en prisión, desde donde hace llegar el siguiente mensaje: «Nunca renunciaré a la vía democrática, aunque el precio a pagar sea mi propia vida». Mientras que los enemigos de los HHMM -liberales, comunistas y nacionalistas todos juntos- apoyan por su parte la dictadura de Al-Sisi, la persecución y exterminio político de la Hermandad y las matanzas de manifestantes. Lo mismo puede decirse de Túnez y hasta de Siria. Los islamistas «moderados», guerreros y mártires de la democracia, se enfrentan a laicos decididos a todo con tal de acabar con el islamismo -mientras el yihadismo aprovecha su oportunidad y parece trabajar a favor del ejército egipcio, del régimen sirio y de la oposición tunecina.
Porque el problema es mucho más grave de lo que parece. Cuando nos preguntamos si islamismo y democracia son compatibles damos por supuesto que las otras opciones políticas sí lo son. Ahora no me refiero sólo al mundo árabe, en el que la islamofobia considera legítimo cualquier medio para apartar a los islamistas del poder, sino también al resto del mundo. De acuerdo, los islamistas no creen en la democracia; la utilizan como ficción para auparse al gobierno e imponer sus ideas. Pero, ¿creen en ella los liberales? No: o vacían de soberanía las instituciones en favor de los grandes poderes económicos o apoyan golpes de Estado si esas instituciones amenazan con escapárseles de las manos. ¿Y las izquierdas? Tampoco: salvo excepciones, han considerado siempre la democracia un mero abrelatas del Palacio de Invierno o, a lo sumo, un efecto secundario, aplazado sine díe, de las transformaciones sociales y económicas. ¿Los populistas, los nacionalistas, los fascistas? Ni mencionarlos.
En definitiva, es un poco absurdo preguntarse si el islamismo y la democracia son compatibles, como si nuestros propios países estuviesen gobernados de manera democrática o como si la mayor parte de los partidos y los votantes en Europa creyesen en la democracia más que el depuesto presidente Mursi. En cuanto al islamismo «moderado», si finalmente se revelase poco democrático no será porque no es suficientemente laico sino porque es, en realidad, muy neoliberal, muy populista, bastante nacionalista, bastante fascista… y hasta un poco de izquierdas.
Fuente original: Atlántica XXII http://www.atlanticaxxii.com/