Traducido para Rebelión por J. M. y revisado por Caty R.
¿Qué tiene de malo -pregunta G.- que personas que habitan una pequeña comunidad deseen elegir a sus vecinos? Estoy hablando del deseo de vivir en un entorno limpio, atractivo y de dar a nuestros hijos una educación con valores dentro de una comunidad de alto nivel. ¿Qué tiene de terrible el hecho de que no queremos árabes? Ellos en realidad no son adecuados en un vecindario con características judías y sionistas.
G. es un joven programador de computadoras del centro del país. Su esposa está embarazada. El sueño de una comunidad en la cima de una colina de la Galilea lo cautiva. Y piensa que tanto él como su mujer, dos exitosos académicos disfrutarán de una con esas características.
Le respondí: empecemos por el hecho de que no tenéis posibilidades de que os acepten. G. se sorprendió. Tú eres mizrahí -judío de origen oriental- le expliqué, y tu esposa es hija de inmigrantes de la antigua Unión Soviética. Os criasteis en la periferia, ganáis buenos salarios, pero no os llega ni siquiera para comprar un pequeño departamento en el centro del país. Tu esposa, que trabaja diez horas diarias en un estudio de abogados, tendrá dificultades para encontrar un trabajo semejante en el norte del país. Ella se divorció siendo joven y no os casasteis por el rabinato oficial, ¿quién os aceptará?
Incluso si os aceptaran no podrás renunciar a tu excelente trabajo en Hertzlía. Así, tendrás que manejar tu auto desde tu nuevo hogar hasta la estación ferroviaria más cercana. Y como deberéis poner todos vuestros ahorros en la construcción de la casa, no podréis comprar un segundo auto.
Esas pequeñas comunidades son la punta visible de algo que está ocurriendo y sus efectos aíslan a una gran cantidad de israelíes. Los árabes, efectivamente, encabezan la lista de personajes dudosos que ese sistema ha creado. Pero después de ellos vienen todos los que no pueden permitirse el lujo de vivir en las torres de Gindi o Akiva, en Tel Aviv, con «gente como nosotros».
G. sueña con la pequeña comunidad en la cima de una colina porque el gobierno no libera tierras cercanas a grandes ciudades, no construye en ellas viviendas accesibles a todo el público, y ofrece muy pocas hipotecas. El Estado prefiere el sistema de contratistas -la construcción es cara por cuestiones burocráticas y porque no hay suficiente mano de obra barata-. Entonces propone reformas que subirán los precios inmobiliarios a cimas inalcanzables. En esta realidad, subirán los intereses sobre los préstamos del Banco de Israel y alejará la posibilidad de adquirir una vivienda por parte de los jóvenes menos ricos.
Si G. fuera despedido mañana de su trabajo y buscara nueva capacitación en una profesión ligada a la construcción, donde la demanda de mano de obra es alta, pronto descubriría que está de más dada la alta cantidad de trabajadores chinos, que cobran salarios mínimos y su capacidad laboral es máxima. Y que pronto se transformarán, además, en esclavos sumisos por la enmienda a la ley de entrada al país, que fue silenciosamente deslizada en el presupuesto legislado para el 2011-2012.
Incluso, si no fuera despedido, él y su esposa están por alumbrar a su bebé. Entonces descubrirán que no son lo suficientemente pobres como para clasificarse para obtener subsidio para la guardería, y en el estudio donde trabaja la mamá preferirán una aprendiza soltera, dispuesta a trabajar por un salario mínimo. El mercado laboral israelí al explotar mano de obra extranjera barata y palestinos, expulsa a los israelíes.
También se extiende una nube negra sobre los graduados con una maestría por el impuesto que cayó sobre la beca recibida para cursarla.
G. no ve el mecanismo que hace funcionar todas estas distorsiones, porque el gobierno tuvo éxito en confundirlo. Incluso todas las nuevas comunidades que se establecieron en los últimos 30 años están de más desde el punto de vista de la planificación, del medio ambiente y de la socioeconomía. Su único propósito es efectuar una distribución desigual del recurso más preciado de todos, la tierra. La única posibilidad de G. de obtener una vivienda y un nivel de vida razonable está en los asentamientos o en alguna de las ciudades construidas para judaizar la Galilea.
A los árabes se les negaron las más mínimas posibilidades de un avance tanto habitacional como industrial, y se encuentran seriamente limitados en el campo laboral. Pero el gobierno dice a G. que los árabes se apropian de la tierra y construyen ilegalmente, y que los trabajadores extranjeros -que el gobierno mismo importa- le quitan el trabajo.
Para que G. no se sienta solidario -¡Dios no lo permita!- con sus pares de Sajnin, y unan sus fuerzas y se rebelen contra el sistema, el gobierno, bajo el liderazgo de Yisrael Beiteinu, canaliza su frustración en el conflicto étnico nacional. ¿Ustedes se quiebran bajo presiones que ahogan?, dicen a las clases bajas y medias, los culpables son los árabes.
G. cayó en la trampa del fascismo que lo compensa hundiéndolo en la brecha que lo separa bajo el título de «judío» y borra su identidad de ciudadano israelí de manera que no pueda percibir hasta qué punto se erosionó su situación. Pero G., ¿cómo es que no ves? Después de todo, para el comité de admisión de la comunidad en la colina y para todas aquéllas que aún se formarán, tú serás el próximo árabe.